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Aportación al acto celebrado en Gijón al cumplirse veinte años del fallecimiento del que fuera director del diario El Comercio, Francisco Carantoña Dubert
Carantoña en el recuerdo

Por José Antonio Rodríguez Canal.

 

Buenas tardes. Un par de consideraciones preliminares sobre las razones de mi participación en este acto. La primera, la invitación que para ello me hizo el director de EL COMERCIO; la segunda, que justifica o explica la anterior, según entiendo, mi condición de vicedecano de los periodistas vivos que trabajaron con Carantoña. El decanato le corresponde a Lucía Martín Valero, la joven redactora que había formado parte de la promoción de Carantoña, la primera de la Escuela Oficial de Periodismo, en Madrid, que cursó tres años de carrera. Fue la promoción también de relevantes periodistas como José Antonio Novais, célebre corresponsal de ‘Le Monde’ en España, a quien luego me referiré; el asturiano Carlos Luis Álvarez ‘Cándido’, genial fabulador de una historia de mártires que jamás existieron en tanto que autor - como negro- de un libro firmado por fray Justo Pérez de Urbel, abad mitrado de la abadía del Valle de los Caídos, o el colombiano Gonzalo Carvajal, gran escritor taurino, pero de poco firmes convicciones éticas en el ejercicio de la crítica. Lucía se incorporó, con 23 años, en enero de 1956, al periódico cuya dirección había asumido Carantoña a los 28 años, en setiembre de 1954.

La chica madrileña de la frágil salud de hierro que se jubiló, como Carantoña, en 1995, no me dejará mentir en esta evocación que carece de imparcialidad, por razones que parece ocioso explicar; está redactada con presura, bajo los efectos en fase descendente de un súbito acceso de influenza y toda ella –salvo la fecha de la incorporación de Lucía al periódico- tiene como fuente informativa la memoria, que en mi caso tal vez fuera una garantía de exactitud hace años, pero es inevitable reconocer ahora que el paso implacable del tiempo ha erosionado de manera innegable esa facultad. Y digo a continuación que no se espere aquí, porque no es lo prevenido, ni un estudio sobre la personalidad o la biografía de Carantoña, ni un ensayo sobre su obra periodística y literaria, sino la expresión de una catarata de recuerdos que puedan contribuir a entender mejor algún aspecto de su figura como periodista y como director de periódico.

Debo hacer ahora un inciso en el relato para que no se me olvide decir que también sigue felizmente en este mundo otro periodista, primo carnal de Carlos Luis Álvarez, Orlando Sanz Álvarez, ovetense, ovetensista y oviedista, que durante unos pocos años, hasta 1967, cuando retornó a la capital, ejerció en EL COMERCIO, primero de redactor y luego de redactor-jefe. Según ha manifestado, o dicen que ha manifestado, más de una vez, no se sintió lo que se dice feliz durante sus años en esta villa, pero, nobleza obliga, nunca dijo, porque en verdad jamás tuvo razones para ello, nunca dijo, digo, que en la creación de ese estado de ánimo melancólico influyeran el periódico y sus compañeros, que le dieron, le dimos, siempre, de manera incondicional, apoyo, comprensión, afecto y hasta albergue inicial en algún caso.

De otros estamentos del periódico siguen disfrutando de la vida tipos como Arturo Muñiz Sopeña, con 90 espléndidos años, que fue regente de los talleres, un as en su oficio, como certificó en el artículo que le dedicó al jubilarse en 1990 el propio Carantoña, con quien, por otra parte, como conmigo mismo, había sostenido agarradas verbales memorables. De aquella época, también resisten el paso de los años el cajista Joaquín Palomino Carriles, siempre jovial, antes y ahora, y de la parte administrativa Alejandro Díaz Tuya, Eduardo Miller González y Aquilino Tuero Rea. Todos ellos ya trabajaban en EL COMERCIO cuando en octubre de 1965, recién aprobado el ingreso en la Escuela Oficial de Periodismo, llego al periódico recomendado por Juan José Plans, para sustituirle. Plans desempeñaba funciones de redactor y se iba a Madrid a hacer su carrera de escritor, a la revista ‘La Estafeta Literaria’, con su director, Luis Ponce de León, como padrino. EL COMERCIO estaba en la calle Corrida, con entrada por la de Santa Lucía, y en diciembre de aquel año se trasladó a su emplazamiento actual, donde se hallaba el límite de la zona industrial, probablemente ya con la aviesa intención de perpetrar un pelotazo urbanístico durante el siguiente siglo, más de 35 años después, como, en un alarde de agudeza retrospectiva, se calumnió en una virulenta campaña de difamaciones contra el periódico, orquestada desde el poder político del PP por quien, dicho coloquialmente, estaba entonces y está ahora –fuera ya del P y con rebaño propio- bueno para callarse.

En octubre de 1965 yo tenía 21 años y Carantoña 39, porque había nacido el 4 de abril de 1926, el mismo año en que vinieron al mundo Fidel Castro, Alfredo Di Stéfano y Pablo Morán, gran ajedrecista y periodista, que, por cierto, fue redactor de EL COMERCIO, se marchó al diario gijonés ‘Voluntad’, de la Prensa del Movimiento, con la misma categoría laboral; en 1967 rechazó volver al decano de la prensa asturiana como redactor jefe en sustitución de Orlando Sanz y se arrepintió de esta decisión toda la vida. Lo supe porque me lo contó él mismo.

En EL COMERCIO estaban entonces como redactores, además de Lucía Martín Valero, Luis Espiniella Luaces, Luis Tejedor Tejedor y Arturo Arias González. Orlando Sanz Álvarez era el redactor jefe y, además, trabajaban en diferentes funciones informativas Jenaro Fernández Allongo, José Avelino Moro Fernández y Luis Bericua Huerta. Fernando de la Vega Fernández, el inefable ‘Vegafer’, era el fotógrafo. De la información del Sporting se encargaban Julio Maese Alonso ‘Almaju’ y Robustiano Viña Mori ‘Rovi’, con José Sirgo Hevia ‘Pilu’ dedicado al llamado fútbol modesto, además de numerosos colaboradores para temas diversos. Un equipo eficaz, compacto y voluntarioso, pero corto en número, característica propia de aquel tiempo, en que la abundancia de personal se daba en los talleres de los periódicos, no en sus redacciones, como consecuencia de los métodos de producción, la composición en caliente, de ahí las referencias a la dictadura del plomo, la hegemonía laboral de los tipógrafos.

Desde octubre de 1965 a octubre de 1995, salvo mi breve exilio laboral voluntario de doce meses en Las Palmas, 1967-1968, durante 29 años trabajé al lado de Carantoña, lo que puede concederme la autoridad necesaria para ejercer, y de hecho ejerzo cuando lo estimo necesario, como carantoñólogo, no porque Carantoña necesite ser interpretado, sino para evitar que quienes no le conocieron sean intoxicados con versiones espurias, cúmulo de insensateces o despropósitos en torno a la figura del extraordinario periodista que fue. Sé lo que digo porque más de un erudito a la violeta, algún tontorolo diplomado, gente que toca de oído, en fin, ha venido a contarme cómo era Carantoña por dentro, en el periódico. Manda calao…

Carantoña acababa de comprar su primer coche, un 2 CV –luego tendría un Simca 1000, un R-12, otro R-12…-. Detrás de aquella aparente coraza de aislamiento o circunspección, probablemente un escudo para defenderse de los efectos de una presunta timidez, o no, que cabría deducir desde fuera, estaba una persona que de cerca se manifestaba afectuosa, entrañable, sentimental, con gran sentido del humor, desprendida (Jenaro Allongo me contaba que incluso llegó a pedir adelantos salariales para socorrer con viáticos a marineros de su pueblo que, de paso por Gijón, iban al periódico a darle el sablazo). Un gran tipo, sí.

Nunca tuteé a Carantoña. Él sí me tuteaba. Me refiero a esto porque hay una leyenda, con el origen habitual, al sur de la Venta del Jamón, no sé si me explico, interesada en difundir la imagen de un Carantoña distante en el trato con sus compañeros y subordinados, obligados a tratarle de usted y de don Francisco. En eso consiste el infundio. Nada más falso, pues. En la redacción solo ‘Vegafer’le trataba de don, y lo hacía con énfasis casi angustioso en los trances difíciles en que con relativa frecuencia se veía envuelto por la índole singular de su trabajo. Jamás tuteé a Luis Espiniella, Luis Tejedor, Julio Maese, Ramón Suárez, José García Prendes-Pando, pero sí utilicé el tuteo con Eduardo García Marqués, Arturo Arias, Lucía Martín… que a su vez se tuteaban a Carantoña. En este sentido, la manera de relacionarse variaba según los casos y no seguía reglas fijas. Por mi parte, trataba de usted –con las excepciones citadas- a los periodistas de EL COMERCIO y de otros medios que me superaran en edad de manera apreciable, aunque no hubiera reciprocidad en ese trato, costumbre que en el caso de Carantoña no constituyó inconveniente alguno para que se establecieran entre él y yo sólidos vínculos de amistad, muy por encima de la relación profesional y de la diferencia de edad. Yo me dirigía a él como director o Carantoña y él me llamaba Canal y, a partir de mediados los años 70, ‘doctor’, apelativo cariñoso que tomó prestado de Jenaro Allongo y cuyo uso cada vez más frecuente desconcertaba a los no iniciados: “Dáselo al doctor, llama al doctor, ¿vino el doctor?”.

Como es natural, el carácter habitualmente afable y cordial de Carantoña puertas adentro sufría alteraciones en la práctica cotidiana, que adoptaban la forma de accesos de cólera, casi siempre tan explicables como temibles, y remitían casi a continuación con una espontánea petición de indulgencia al damnificado, si entendía que la reprensión había sido desproporcionada o no del todo justa.

En este aspecto, pasado el tiempo Carantoña cambió de método y solía utilizarme como receptor, territorio o espacio de sus desahogos ante cualquier clase de error grave, manifestación de incompetencia profesional o desidia de algún miembro de la redacción. La escena tenía lugar en su despacho, a puerta cerrada, donde descargaba su ira (a veces, por razones que podrían calificarla de santa). Yo ponía cara de póquer y luego le trasladaba la bronca al auténtico destinatario.

Carantoña era así. Con no escasa frecuencia quería que las cosas se hicieran no ya, ahora, sino ayer, o poco menos. Recuerdo una Semana Grande, agosto, cuatro y pico de la tarde. Yo me iba a los toros, creo que escribía la crónica de la corrida, y en ese momento se dan a conocer las cuentas anuales del Sporting. Sobre la marcha, agosto, Semana Grande, por la tarde, me pide que se consiga el dictamen de un experto sobre esas cuentas. Misión casi imposible. Recurrí a un amigo, profesor universitario y ejecutivo de una gran empresa, que acababa de llegar a su casa después de estar en la playa. A pesar de que me dijo que tenía que ver en detalle los números, conseguí que se le arrancaran cuatro cosas sobre el particular, que le sirvieron, de momento, a Carantoña. Pude ir a los toros y a la vuelta la situación se había estabilizado, habían desaparecido las turbulencias.

También en los últimos años Carantoña se impacientaba cuando quería escribir sobre un acontecimiento que acaba de ocurrir, ya fuera un pleno municipal o una asamblea del Sporting, y el redactor encargado del asunto, recién llegado del acto, nervioso, tenso, no atinaba a ser claro y conciso en su exposición oral previa al director. Entonces le decía que me lo contase a mí, en un ambiente más relajado, y yo hacía luego de traductor.

Estos y otros hechos, que pueden parecer anecdóticos o irrelevantes, ayudan, sin embargo, a hacerse una idea de cómo era Carantoña en el periódico. Pero Carantoña era también mucho más que eso. Era un gran escritor de periódicos. Yo le admiraba, con franqueza. Recuerdo que cuando le dieron el Nadal a Álvaro Cunqueiro salió del cuarto de teletipos con el texto de la noticia de la Agencia Efe y escribió a continuación un artículo magistral sobre la vida y la obra del escritor mindoniense.

Casi todos los días, en los últimos años me daba a leer sus comentarios, escritos a mano, como siempre, a gran velocidad, con una caligrafía que no me costaba en absoluto entender (él, que impulsó a principios de los 90 que EL COMERCIO fuera el primer periódico español, el primero, en verter su contenido en internet) me daba a leer sus comentarios, digo, antes de enviarlos al taller, para saber qué opinión me merecían. Tengo la impresión de que mi juicio, la mayor parte de las veces de completa identificación con el contenido de los escritos, e incluso de admiración por su factura, le resultaba útil por razones que no eran necesariamente las que yo pudiera imaginar. Se trataba de una suerte de monoencuesta diaria cuyos resultados cocinaba el autor en la soledad de su pensamiento.

Fue Carantoña siempre defensor y abogado de sus compañeros ante la empresa, incluso en casos sin defensa razonable posible, y esa actitud tuvo alguna vez el pago de la peor clase, la deslealtad de quien había sido distinguido con un trato deferente y protector porque inspiraba piedad su aparente desvalimiento. Carantoña hacía compatibles esas nobles actitudes con otras casi surrealistas. En pleno invierno, más de una vez me llamó a su despacho para decirme, muy serio, que se iba a su casa si no se ponía en marcha la calefacción, que estaba apagada o casi apagada, porque la caldera todavía se alimentaba con carbón y leña y nadie se encargaba de atizarla. Más de una vez también, Chema Allongo y yo desempeñamos voluntariamente esa tarea subsidiaria.

El relato de estas impresiones, deslavazado en su abigarramiento, es así porque transcribo los recuerdos tal cual me vienen a la memoria, a borbotones. Era un sentimental Carantoña. Le vi llorar como un niño cuando en mayo de 1975 se nos murió Arturo Arias y le acompañé a darle el pésame a la viuda, Ángeles, en su piso de la calle del Instituto. Un sentimental y un gran periodista que pilotó los tiempos probablemente más prósperos de la larga vida, 137 años ya, de EL COMERCIO. Un periodista que desde Gijón, desde la periferia, influía con sus opiniones, y con la línea informativa del periódico, no solo en Gijón y desde Gijón en Oviedo y en el resto de Asturias y en sus círculos de poder y decisión, donde era leído y respetado. También se le leía, tuve constancia de ello, en La Zarzuela y en la Secretaría de Estado de Seguridad, y el Consejo de Ministros escuchó las protestas del titular de Obras Públicas de entonces, 1972, Gonzalo Fernández de la Mora y Mon, por la actitud crítica de EL COMERCIO acerca del funcionamiento del ferrocarril Ferrol-Gijón, cuyo último tramo, Vegadeo-Luarca, fue inaugurado por Franco en setiembre de aquel año. El ministro consideraba poco menos que un delito de lesa patria la actitud del periódico y pidió que rodaran cabezas por la falta de respeto a una obra inaugurada por el Jefe del Estado. El motivo de la irritación ministerial fueron las informaciones de EL COMERCIO, a toda plana, en primera, como apoyo argumental de los contundentes comentarios de Carantoña sobre la terminación de una obra que en realidad no quedaba terminada, porque el tramo de la línea férrea entre Aboño y Avilés jamás fue construido, sino que se utilizó, y utiliza, el trazado del desaparecido Ferrocarril de Carreño, que especuló con aquella circunstancia para vender más cara su integración en Feve, dentro de la política de nacionalización de pérdidas vigente entonces (y ahora). Y, sobre todo, porque la puesta en marcha de la línea férrea en toda su longitud fue una chapuza: no había enlace directo Gijón-Ferrol por las trabas puestas inicialmente por el Carreño y era obligado hacer, como mínimo, un transbordo en Avilés y no recuerdo bien si uno más en Pravia (el transbordo en Pravia fue restablecido y existe ahora mismo, porque hace años que han convertido el ferrocarril Ferrol-Gijón en Ferrol-Oviedo, una trapacería más). Carantoña me encargó la información de la inauguración y luego viajé en el tren desde Gijón hasta Ferrol para hacer sobre el terreno un reportaje sobre la implantación del servicio, con el resultado antes descrito.

Impactó también en los círculos del poder político de Madrid la iniciativa de Carantoña de abrir una suscripción popular para derribar la ‘barrera sicológica de Pajares’, frívola definición con que un preboste de la Corte se refirió a la cordillera a raíz de una de tantas ocasiones en que Asturias quedaba aislada de la meseta, incluso por vía férrea (aún no había aeropuerto). La gran acogida que tuvo la colecta incomodó al poder político, que invocó razones de legislación fiscal para prohibirla y así cercenar de raíz la original iniciativa.

Otra campaña realmente extraordinaria fue la que impulsó Carantoña desde EL COMERCIO para que se cambiara el nombre de la provincia: Asturias en vez de Oviedo, propuesta tan racional y coherente que parecía imposible rebatir. Contó incluso con la adhesión explícita de Ramón Menéndez Pidal, director de la Academia Española, pero encontró la resistencia esperada, que se reveló inexpugnable, del lado de allá de la Venta del Jamón, y el cambio, algo cuya conveniencia y racionalidad eran de cajón, no se produjo hasta la aprobación del Estatuto de Autonomía en 1982.

Tuvo asimismo gran repercusión la campaña de Carantoña contra una especie de opa relacionada con el Banco Herrero, que no era una opa, porque no había opas entonces. Consistía en una operación que hubiera beneficiado muchísimo a unos pocos accionistas a costa de ignorar los intereses de otros muchísimos más. Se recondujo la situación y yo escuché a un destacado periodista de Oviedo, de quien no cabía decir que fuera amigo de Carantoña, afirmar que el director de EL COMERCIO podría haberse hecho millonario si hubiera mantenido otra actitud en aquel asunto. No sé si me explico.

Pero el director de EL COMERCIO tenía independencia de criterio, solo estaba sujeto a sus propias convicciones. Era también la independencia de la empresa, un oasis periodístico, porque carecía de cualquier vínculo empresarial o financiero ajeno que pudiera limitar o condicionar su actuación. Esa era la gran ventaja de dirigir EL COMERCIO, un periódico realmente independiente en el aspecto económico, condición que era y es clave para sobrevivir, fiel a su ideario liberal conservador, como en una ocasión me lo definió Carantoña después de amonestarme cuando le dije que, para escurrir el bulto, acababa de responder a una pregunta hecha desde el diario ‘Abc’ que EL COMERCIO no tenía ideario. Esa libertad le permitió ser el único periódico asturiano –con ‘La Voz de Avilés’, cierto- que informó de la biografía no autorizada de Ramón Areces escrita por Javier Cuartas. Y no pasó nada. El Corte Inglés no se dio por aludido o al menos en el flanco publicitario del periódico no se advirtió cambio alguno. Y fue también el único, creo recordar, que dio noticia del primer escrito de petición de amnistía divulgado poco después de morir Franco. Y el único asimismo que, con motivo del encierro de pensionistas en la iglesia de San José, el primero realizado en España, no ninguneó al arzobispo en relación con el gobernador civil al informar sobre el conflicto.

La vida profesional de un director no era fácil aunque disfrutara de esa independencia en el caso de EL COMERCIO. La Ley de Prensa de 1938, dictada en plena Guerra Civil, estuvo vigente hasta 1966. La censura previa seguía vigente, pero estaba delegada en los directores de los periódicos. La Ley de Prensa e Imprenta de marzo de 1966, impulsada por Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, suprimió aquella censura, pero ese paso adelante, y otros en el mismo sentido liberalizador, tenían el contrapeso disuasorio del artículo segundo de la ley, amplio contenedor donde cabía toda clase de mecanismos coercitivos dirigidos a reprimir a quienes creyeran que, en la práctica, la libertad era total y no racionada. No obstante, la nueva norma fue un avance cierto. Permitía crear empresas periodísticas y nombrar a los directores de las publicaciones sin la imprescindible aprobación gubernamental en la situación anterior. A su vuelta de Madrid, de una reunión de Fraga con los directores de todos los diarios del país, para cambiar impresiones –o recibir instrucciones, según la óptica del ministro- ante la entrada en vigor de la nueva ley, Carantoña me contó que Aquilino Morcillo, director del diario de La Editorial Católica ‘Ya’, entonces el cuarto periódico en difusión de toda España, le había dicho al ministro que con la ley próxima a entrar en vigor todo iba a seguir igual, o parecido. Y Fraga le contestó, para demostrarle lo contrario, que si el ministro quisiera, Morcillo cesaba como director de ‘Ya’ en aquel mismo instante, lo que ya no sería posible con la ley que llegaba.

El poder, siquiera teórico, de los directores (tenían derecho de veto sobre toda clase de originales, informativos o no) se acrecentaba, pero también se echaban sobre sus hombros mayores responsabilidades que podrían aconsejarles actuar con prudencia por mero instinto de conservación. Hubo un cambio radical respecto a las condiciones anteriores en lo tocante a la información sobre la creciente conflictividad laboral. Antes de la ley de Fraga, si el Gobierno lo decidía así, se publicaban sobre las huelgas los textos enviados por la Delegación de Información y Turismo y en la página y con el tamaño que ordenaba la delegación. Con la nueva ley había verdadera libertad para informar sobre las huelgas, aunque también en estos casos el instinto de conservación solía ser agente productor de abundantes dosis de prudencia. Con todo, el contraste entre una etapa y otra pudo apreciarse de manera nítida tres años más tarde, cuando el estado de excepción de 1969 restableció durante unos meses la censura previa, con la obligación de presentar las galeradas de los contenidos del periódico en la Delegación de Información y Turismo antes de que arrancara la rotativa. Aquello fue una vuelta temporal a la caverna, pero muy al fondo de la caverna.

Carantoña supo cómo se las gastaba Fraga en su relación con la prensa. Con ocasión de uno de los episodios de la persecución que ejercía el Gobierno contra el diario ‘Madrid’, el director de EL COMERCIO escribió que le parecía injusto sancionar al director en funciones del periódico madrileño, Miguel Ángel Gozalo; vino a decir que en aquel trance el periodista era un mandado (quienes mandaban realmente eran dos prohombres del Opus Dei, el inefable Rafael Calvo Serer, sobre todo, que controlaba la empresa editora, y Antonio Fontán, el director). Al poco tiempo, con motivo de la inauguración de un refugio en la zona de los lagos de Covadonga, Fraga, que presidía el acto porque era también ministro de Turismo, reprochó a Carantoña su defensa de Gozalo y calificó al defendido de poco menos que reo del delito de alta traición. Carantoña tuvo entonces la oportunidad de decirle al ministro, gallego de nacimiento, como él, que en un comentario editorial de un periódico de Oviedo habían calificado al director de EL COMERCIO de “viceasturiano”, exabrupto argumental en una polémica periodística que el poncio provincial del ministerio fraguiano, tan diligente en transmitir al mando las opiniones de Carantoña sobre el ’Madrid’, había omitido en su cotidiana labor de correiveidile al servicio del ministro y con cargo al erario, de modo que la réplica de Carantoña cogió a Fraga con el paso cambiado (años después, el Ayuntamiento gijonés repararía aquella agresión de génesis capitalina al nombrar a Carantoña hijo adoptivo de Gijón).

Las peripecias que acabo de relatar pueden parecer menores, pero había que vivir aquellos años para saber lo que se jugaba cada cual en su respectiva circunstancia. La influencia creciente de Carantoña en la opinión pública, el aumento progresivo de la acogida favorable que sus juicios, y la línea informativa del periódico, encontraban entre los lectores, producían envidia y resquemores en algunos ámbitos del oficio periodístico, de ahí cobardes ataques como el mencionado. Frente a esas malas artes, para nosotros era una suerte tener a Carantoña como director. Era una referencia indispensable a la hora de abordar informativamente las grandes cuestiones que afectaban a Gijón y a Asturias: El Musel, el Ayuntamiento, la siderurgia, la minería, las relaciones laborales, las comunicaciones ferroviarias y, sobre todo, por carretera con la meseta y hacia el oeste y, en fin, desde luego, también el Sporting, como una de las señas de identidad incuestionables de Gijón y de Asturias. Todo ello se resumía en una postura racional, responsable, respetuosa, pero firme, de Carantoña y del periódico con las instituciones, políticas y de todo tipo, y con sus dirigentes, siempre con los intereses generales de Gijón y de Asturias como bandera, la bandera de EL COMERCIO, la que Carantoña había recibido de ‘Adeflor’ en 1954. Como gran polemista, además, podía empequeñecer con prosa mordaz al adversario: en réplica a las amenazas de un belicoso colega del otro diario de la villa, ave de paso en Gijón, manifestó que estaba dispuesto a defenderse con una pistola, una inofensiva pistola de agua.

Hubo otras amenazas mayores, que hicieron que durante bastante tiempo tuviéramos en el interior del periódico a una pareja de la Policía Armada. Allí pasaban la velada los dos guardias, viendo la tele en un cuarto que había al fondo de la redacción. No ocurrió nada, pero casi estuvo a punto de ocurrir, y aunque Carantoña guardó siempre un discretísimo silencio al respecto, creo recordar que las amenazas que recibía cesaron cuando el amenazador, que resultó ser un pariente de un conspicuo político de cuando entonces (y de después de entonces, es un superviviente nato) empezó a dirigirlas también a las alturas en las que se desenvolvían Emilio Romero y Torcuato Fernández-Miranda.

Carantoña dio una nueva prueba de su elevada categoría profesional y personal en 1993, cuando EL COMERCIO descubrió el timo de la falsa refinería de petróleos, causa de la dimisión del presidente del Principado, Juan Luis Rodríguez-Vigil, en plena campaña de las elecciones legislativas –como ahora, pero ahora, cuando hay timos por docenas, no dimite casi nadie- y en contra de la opinión de Felipe González, ganador de los comicios por cuarta y última vez. Carantoña apoyó y alabó, sin regateo alguno, la tarea de Ángel González, Chema Fernández Allongo y Marco Menéndez, que se encargaron de las informaciones sobre el asunto, y censuró después, con insistencia y dureza, que se premiara en Madrid lo que fue en realidad la apropiación indebida por otros de los méritos de quienes desde EL COMERCIO destaparon el engaño.

Así era Carantoña, firme, inflexible en la defensa de lo nuestro, y comprensivo y tolerante con las debilidades propias. Y con las de otros, como dos dirigentes sindicales de la época de la ilegalidad, excelentes personas, por lo demás, que en pleno franquismo le auguraban malos tiempos cuando aquello cambiara, y se jactaban de tener hilo directo con ‘Nové’, corresponsal de ‘Le Monde’ en España, a quien por ello afrancesaban el apellido, sin saber, los muy ingenuos, que su Nové, José Antonio Novais, apellido de origen portugués, era amigo de Carantoña, porque habían sido condiscípulos en la Escuela Oficial de Periodismo, y en tiempos de censura y de huelgas en Asturias telefoneaba a diario al director de EL COMERCIO para obtener una versión de los hechos que se ajustara a la realidad más que la oficial.

Decía que Carantoña era tolerante. Y paciente. Lo fue con gente desleal, poco laboriosa o escasa de aptitudes. Y lo fue, creo, porque era sentimental y, en consecuencia, vulnerable. Algún resultado negativo del ejercicio de esas virtudes se manifestaba en la selección de personal, en la que, por otra parte, daba la impresión de exigir de manera implícita como principal condición o requisito que el aspirante pudiera ser conceptuado como buena persona. No menoscababa la libertad de redactores y colaboradores. Cuando yo me quejé ante él de las inconveniencias que escribían, por reprobables, o absurdas, algunos de ellos su respuesta fue, sin negar validez a lo que yo decía, que los afectados podían escribir lo que quisieran (lo dijo de manera más expresiva y uno de aquellos dos le pagó el gesto con una traición). Era, en fin, tan tolerante que solo recuerdo tres casos en los que calificó a los concernidos de lo peor que se puede llamar a un hijo de mujer y, con absoluta franqueza, creo que ambos sujetos merecían que se les aplicara en grado máximo tal definición descriptiva de su conducta. Yo no suscribiría, en cambio, los gestos de magnanimidad con que liquidó otros notables casos de engaño y deslealtad.

También fue muy comprensivo conmigo, como probablemente no lo sería yo conmigo mismo en idénticas circunstancias, con los papeles cambiados. Un mes de verano rehusé sustituir al redactor jefe durante sus vacaciones -ya lo había sustituido el año anterior sin compensación dineraria alguna- si no recibía el plus salarial correspondiente por desempeñar temporalmente un puesto de superior categoría, tal como se hacía con toda naturalidad en el taller al sustituir al regente. Su reacción solo consistió, pasados unos días, en quejarse ante mí por su incomodidad personal, derivada de la situación que yo le había creado. Dijo que mi contencioso con la empresa –así lo denominó- le obligaba en la práctica a estar todo el día en el periódico, razón suficiente para que yo depusiera a continuación mi actitud contestataria, sin necesidad de más argumentos ni satisfacciones y sin cobrar plus salarial alguno (aquel año, al siguiente ya lo cobré).

En otra ocasión, Carantoña me había comentado que un futbolista del Sporting pintaba y había sido discípulo de Segura Torrella en Ferrol. Era Pascual, Alfredo Pascual Sanz, recientemente fallecido. Convertí el asunto en una entrevista para otra publicación en la que colaboraba y Carantoña se limitó a reprocharme lo que había hecho, pero sin acritud, casi paternalmente. Yo creo que no hubiera reaccionado así en ninguno de los dos casos relatados. Yo, en su lugar, le hubiera montado un pollo al infractor o disidente, razón poderosa para apreciar aún más, con la perspectiva que dan los años transcurridos, la amable y generosa actitud de Carantoña conmigo en aquellas circunstancias.

Teníamos unas relaciones singulares, hoy impensables por múltiples motivos que no viene al caso plantear siquiera. Carantoña me dejaba escribir en ‘La Nueva España’, firmadas con seudónimo, las crónicas de la feria taurina de Begoña, que me proporcionaban en pleno verano unos ingresos extra bien venidos, porque yo he siempre he sido un gastizo. Claro que el periódico de Oviedo y sus gentes no eran las de ahora, yo tampoco y Carantoña, por desgracia, ya no está con nosotros. Vamos a dejarlo ahí.

Carantoña me hacía confidencias, orgulloso al contarme los progresos de su hija Elena en la corte de la Europa comunitaria de Jacques Delors (a fin de cuentas, EL COMERCIO había sido pionero en el apoyo al europeísmo asturiano, como plataforma para los adelantados Mariano Abad, Alfredo Liñero…) o al anunciarme con ilusión la mudanza de domicilio a Begoña: “Es un piso regio, doctor, tienes que ir a verlo”. Una noche me comentó que había decidido quedarse para siempre en EL COMERCIO, en Gijón. Y me decía que dudaba si habría acertado. Naturalmente le dije que sí, porque estaba convencido de que era la mejor elección y porque, puesto a decirlo todo, yo quería, a mí me convenía, a todos nos convenía, que Carantoña se quedase, aunque en verdad no recuerdo si fui tan explícito en esta parte egoísta del razonamiento. Tiempo después comentamos la posibilidad de aceptar una oferta para irme a un periódico de Ferrol. No me aconsejó que diera una respuesta afirmativa, renuncié a la aventura y creo que también acerté.

Aquellas conversaciones tenían lugar en alguna de tantas veladas en que le acompañaba, antes de que empezara a flaquearle la salud, cuando cenaba con apetito envidiable, incluso ya pasada la medianoche, en algún establecimiento del Muro, como el drugstore (hoy Burger King) o el San Siro (hoy pizzería La Competencia) donde era frecuente que nos encontráramos con Pepito Cañedo, que en algún momento había sido compañero de estudios de Carantoña; el escritor Víctor Alperi, a quien Carantoña llamaba Vitín, y otros personajes singulares de la noche gijonesa.

Con el buen tiempo, Jenaro Allongo y yo acompañamos muchas noches a Carantoña en las terrazas de la calle Corrida y hacíamos tertulia con periodistas de ‘Voluntad’. En esa época del año, en verano, bastantes veces, y digo bastantes, no pocas, al salir del periódico a primera hora de la madrugada, en alguna ocasión con el pretexto de contemplar algún cometa (y ya había pasado el Kohoutek de uno de sus magníficos libritos de viajes) Carantoña me invitaba a acompañarle en larguísimos y pausados paseos, desde EL COMERCIO a la punta de Lequerica, desde la punta de Lequerica al Rinconín y de allí vuelta al centro y a Begoña, donde él vivía. A continuación yo reemprendía el camino en solitario, hasta mi casa, en el barrio de La Arena. Las seis de la mañana, o más tarde aún. Mi mujer ya estaba habituada a estos horarios. Él la había conocido cuando acudió a nuestra boda en Ferrol en julio de 1969. Cuando le invité, me preguntó si podía acompañarle un chaval, que era su hijo. Naturalmente la respuesta fue afirmativa, pero al final hizo solo aquel viaje interminable. Ya casado, como mis suegros residían en Santa Cruz de Tenerife, durante unos años yo disfrutaba las vacaciones anuales en enero, pero siempre después del día 3, a petición de Carantoña, porque el 3 de enero, Santa Genoveva, el día del santo de su madre, Carantoña tenía quería estar en La Coruña. Me la presentó en el invierno de 1972, con ocasión de un viaje a La Coruña que hicimos en su primer R-12, para ver jugar al Sporting contra el Deportivo en Riazor. Empataron, 1-1. No recuerdo quiénes metieron los goles, pero sí me acuerdo de que Valdés abandonó el campo lesionado, en camilla. Habíamos salido del periódico la víspera, sábado, sobre las nueve y pico de la noche, para dormir en Ribadeo y llegar al día siguiente a La Coruña, poco antes de la hora de la comida, necesidad satisfecha acogidos a la hospitalidad de la madre y de la hermana de Carantoña. Después del partido, el regreso a Gijón, en el R-12 conducido por Carantoña, experto conocedor de aquella endemoniada carretera, nos llevó unas cinco horas y media. Hoy se necesita menos de la mitad de ese tiempo para efectuar el mismo recorrido por una cómoda autovía. Pero Carantoña, que tanto bregó para hacer que fuera posible lo que hoy vemos como natural, falleció antes de que pudiera disfrutarlo. Muchas gracias por su atención.