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con tacto

Un árbol en un solar.

Por Juan Robles

 


Por esas cosas raras, pero corrientes, que tiene el urbanismo, rodeado de edificios nuevos y delimitado por una acera de baldosas relucientes, ha quedado un solar en el que crece esa vegetación silvestre que viste de verde los escombros y la basura de estos terrenos baldíos.

Allí, entre zarzas y ortigas, entre flores sin calendario y matojos, se alza un árbol de tronco retorcido y ramaje libertario que es como la torre medieval desde la que la naturaleza extiende su señorío.

Me costó tiempo averiguar a qué clase pertenecía, pero cuando pasé hace unos días y lo vi transformado en una nube blanca sobre un cielo verde, ya no tuve ninguna duda: era un ciruelo.

Todos los días, me desvío un poco de mi camino y paso a saludarle con esa mezcla de respeto y timidez que a uno le entra cuando se encuentra ante un ser superior: ¡qué fortaleza la suya para haber podido resistir y salir vivo del maremágnum de derribos, parcelaciones, construcciones y urbanizaciones que asolaron sus hasta entonces pacíficos dominios!

Con el primer sol de la mañana, es el manchón de nieve que este invierno goretiano nos negó; y con la última luz de la tarde, es la orfebrería argéntea modelada por la luz y el viento. Pues, como un soldado que echa un pie atrás para aguantar la acometida del enemigo, así él colocó su tronco para resistir los temporales del noroeste y, ya en la paz de la calma, poder abrir sus ramas para abrazar los rayos preciosos del sol invernal.

Patriarca del lugar, miles de insectos le visitan en busca del néctar de sus flores. Trepan por su tronco, con técnicas de escalada libre, los lentos caracoles y las primeras mariposas se le acercan y se alejan en la oscilante duda de su vuelo de papel. Unos cuantos gorriones revolotean en lo más frondoso de su ramaje con esa algarabía de los noviazgos alegres, y encuentran sin buscar la horquilla perfecta en la que sustentar su nido. Con las últimas luces del día, un malvís desde la rama más alta entona su trino tenor de final de función.

Pero un día cualquiera, en una cualquiera de las covachuelas municipales, uno cualquiera cogerá un plano y pondrá su dedo en este solar. Y otro día cualquiera, a esa hora incierta en la que el verdugo gusta de actuar, llegará un camión con unos operarios fuertemente armados que, como si de una acción de comando se tratase, en unos instantes le decapitarán y echarán a tierra; trocearán su tronco y sus ramas, lo cargarán todo en el camión y se alejarán con rumbo desconocido: otro árbol desaparecido más.

Tal vez alguno de los nuevos vecinos le eche en falta y hasta puede que pregunte a otros por él. Dudarán de si existió o no y echarán una ojeada como queriendo recordar: lo que verán es una de esas pancartas con los colores municipales, las gruesas letras de molde y los cientos de miles de euros que se van a gastar: es que van a hacer un jardín para que jueguen los niños del lugar.

Ya no tendrá el malvís su alta rama desde la que cantar. Ya los gorriones se quedaron sin la suya en que anidar. Ya no veré yo sus flores ni sus hojas que empezaban a despuntar. Pero en la covachuela dirán que la obra ya pude comenzar. Con los planos del diseño visitarán un día el solar y comprobarán con altivez funcionarial que sus órdenes se han ejecutado y que ya no está aquel árbol que estorbaba, un ciruelo vulgar.