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Flores después de la tempestad.


Por Juan Robles.


Sufrí por él, y por otros como él, en este invierno de temporales. Son mis amigos, esos árboles con los que tan a menudo me cruzo al pasar. Es una amistad sin palabras, pero de sentimientos profundos y en la que percibo con placer una sensación de reciprocidad.

Me ocurre con mis árboles amigos como con algunas de esas personas que a diario nos cruzamos por la calle: sé quiénes son y saben quién soy yo; noto que hay una simpatía mutua entre ellas y yo, pero tal vez nunca en la vida lleguemos a intercambiar ni un saludo ni una palabra.

Con la última tempestad y esos vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora, temí que este árbol, que es una nisal a la que tengo tanto aprecio, hubiera caído a tierra, derrotada por el vendaval.

En cuanto pude, me acerqué, con el corazón en un puño, a ver la verdad de la vida o la muerte. Doblé la última esquina y a lo lejos, al final de la calle, la pude ver: erguida y derecha, como siempre.

Al acercarme y mirarla con más detenimiento, pude comprobar que no había perdido ni una caña de su frondosa copa. Resistente en su ceder y fuerte en su flexibilidad, se habría inclinado ante la fuerza avasalladora del vendaval pero, vuelta la calma, había recuperado otra vez su bella apostura de siempre.

Me quedé un rato contemplándola, contento y feliz. Y entonces mi amiga la nisal me ofreció unas flores: en las puntas de unas cañas, ya abrían su capullo blanco las primeras de sus hermosas flores. En unos días, éste, mi querido árbol, será una nube blanca en el asfalto, una pancarta vegetal que lanzará su hermoso mensaje visual de que la primavera no está tan lejos y que, después de tanto temporal, vino la belleza serena del árbol en flor.