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Entre Repúblicas
La sublevación republicana de Diciembre de 1930.
                                                


La sublevación en la base aérea de Cuatro Vientos, en Madrid. (II)

Por Ignacio Hidalgo de Cisneros.

 


Llegué al hotelito donde vivía Maura y entregué a un criado las líneas de Sandino. Me introdujeron en un despacho muy agradable, con un magnífico tresillo de cuero encarnado, en uno de cuyos butacones habían dejado una guitarra como si la hubiesen estado usando poco antes. Recuerdo este detalle, pues me pareció completamente fuera de lugar que en aquellos momentos, para mí tan dramáticos, en el despacho de uno de los principales dirigentes de la sublevación, y en vísperas de ella, pensase nadie en tocar la guitarra.

Yo no conocía a Maura, no me lo figuraba tan joven. Mi primera impresión fue agradable. Daba la sensación de ser un hombre enérgico, decidido y abierto. Tenía buena pinta, estaba muy bien vestido, era completamente diferente del tipo de revolucionario que yo tenía en mi imaginación.

— ¿De modo que usted viene de Melilla para tomar parte en lo de Cuatro Vientos? —empezó diciéndome, Y en seguida comenzó a hablarme de la sublevación con un optimismo admirable. Según él, todo estaba perfectamente preparado y el triunfo era seguro. Yo le escuchaba feliz. Su optimismo me dio muchos ánimos. Después de un gran rato, en el que sólo habló él, me dijo: «Ahora hábleme usted de los militares, dígame si está todo preparado y si responden los comprometidos.» Yo me quedé de una pieza. Había venido a verle para informarme y resultaba que era yo el que debía informar. Le recordé que había llegado esa mañana, que no estaba enterado de nada, que Sandino me había mandado ponerme en contacto con él y con Franco para saber lo que tenía que hacer. Quedó un poco parado ante mi respuesta, pero inmediatamente, sin perder nada de su optimismo, me dijo: «Bueno, muy bien, vaya a ver a Franco y póngase de acuerdo con él.»

La entrevista con Miguel Maura produjo en mí buena impresión. Me pareció un hombre simpático, decidido y que inspiraba confianza. Salí de su casa más animado y más tranquilo, a pesar de que no dejaba de escamarme un tanto que el representante de la Junta para el contacto con los militares me preguntase cómo iban las cosas y no tuviera la menor idea de lo preparado en Cuatro Vientos.

Me dirigí a la casa donde estaba escondido Ramón Franco. Me hacía ilusión verlo y estaba impaciente por charlar con él.

Desde que Camacho me embarcó para Madrid, no se me había ocurrido tomar la menor precaución para disimular mis andanzas. Actuaba con la misma naturalidad que si estuviese disfrutando un permiso oficial. Entré en el Ministerio, visité a Maura sin pensar que pudiesen estar vigilados por la policía. Era tan natural mi comportamiento y tan absurdo en aquellas condiciones, que a nadie podía caberle en la cabeza que un jefe que se iba a sublevar a los dos días y que estaba visitando a los dirigentes del movimiento, lo hiciese con aquella inconsciencia.

Cuando entré en la habitación donde estaba Franco, me quedé sorprendido por su aspecto. Estaba muy pálido por llevar mucho tiempo sin salir a la calle. Su palidez contrastaba con una gran barba que se había dejado crecer, muy negra y unos pelos muy largos y revueltos. Tenía puesto un traje de paisano, bastante estropeado, y una camisa abierta a cuadros, de franela, que dejaba al descubierto la abundante y negra pelambrera de su pecho. Era un verdadero tipo de bandido de Sierra Morena, daba miedo verle. Si sale a la calle en aquella forma, no hubiera dado un paso sin ser detenido.

Franco y yo teníamos una gran amistad, habíamos estado mucho tiempo juntos y creo que nos apreciábamos mutuamente. Conocía sus buenas cualidades y sus defectos: era inteligente, con una gran facilidad para darse cuenta de las cosas rápidamente, pero al mismo tiempo tenía una serie de manías y de cosas raras que no había medio de quitárselas. Una de ellas era ir mal vestido; siempre solía llevar trajes o uniformes viejos o sucios, a veces le daba por hacer las cosas más inesperadas, sin preocuparse para nada de las consecuencias. Era un verdadero salvaje y le iba muy bien el apodo que le habían puesto en Aviación: «El Chacal.» Al preguntarle por qué estaba disfrazado de aquella manera, me contestó muy serio que para que no le conocieran. Conseguí convencerle para que se afeitase, se cortase el pelo y se vistiese de uniforme, pues hubiese sido disparatado presentarse con aquella pinta en Cuatro Vientos, como tenía pensado. A pesar de llevar bastante tiempo escondido y de los meses pasados en la prisión, parecía enterado de las cosas, sus razonamientos eran lógicos y sus planes, prácticos.

En líneas generales me dio una idea del movimiento. Estaba organizado de la siguiente manera: al amanecer del día X comenzaría la sublevación en Madrid y en varias guarniciones de provincias. Ya estaban en sus puestos los generales y jefes que tomarían el mando de las fuerzas. Por lo que se refiere a los civiles, el día X se declararía la huelga general en toda España. Estaban movilizados todos los partidos de izquierda. Los dirigentes políticos tenían cada uno designado su puesto. Según Franco, el golpe estaba bien preparado y el triunfo era casi seguro.

La Junta revolucionaria había asignado a Cuatro Vientos una de las tareas más importantes del movimiento. Cuatro Vientos debía iniciar la sublevación, teníamos que apoderarnos del aeródromo en las primeras horas del día X, para tener tiempo de preparar los aviones encargados de lanzar sobre Madrid las proclamas y los avisos llamando a la sublevación y armarlos con bombas y ametralladoras. Desde la radio del aeródromo daríamos a toda España la noticia de la proclamación de la República y lanzaríamos un llamamiento al pueblo para que apoyase al nuevo régimen.

Al mismo tiempo, la guarnición de Campamento, núcleo fuerte de la de Madrid, que estaba comprometida en el movimiento, se dirigiría a la capital para, con ayuda de los obreros y de una parte del pueblo, apoderarse del palacio real y de los principales edificios públicos. Un fuerte grupo de estudiantes estaba preparado para ayudar a las fuerzas republicanas.

La entrevista con Franco me dio una idea general, pero bastante clara, de lo que se preparaba y produjo en mí un efecto curioso. Por primera vez me sentí ligado al movimiento y comenzó a desaparecer, en parte, la desagradable obsesión de haberme metido a la fuerza en un asunto extraño para mí. Quedamos de acuerdo en vernos al día siguiente para ultimar detalles.

Otra impresión que saqué de la entrevista con Franco, y que me alarmó un poco, fue que mi actuación no sería tan sencilla como yo había imaginado. Seguramente, con afán de tranquilizarme a mí mismo, había llegado a creer que mi papel se reduciría a ser uno más de filas. Jamás pensé que pudiesen designarme un puesto de responsabilidad. Pero en los planes que, sin concretar, había hecho Franco, se me asignaban tareas muy superiores a las previstas. Esto no me hacía ninguna gracia, y además creía de buena fe que era un disparate que a una persona tan poco ducha en cuestiones revolucionarias como yo, le diesen ningún papel importante.

Cuando salí de la casa de Franco serían las ocho de la noche. A pesar del viaje y de mis andanzas no me encontraba cansado. Fui paseando hacia el centro tratando de poner un poco de orden en mis impresiones; el resultado no fue muy agradable. Sin proponérmelo, comenzaba a ver otra vez las partes negativas y poco claras de la situación, y el optimismo que saqué de la entrevista con Franco desaparecía de un modo alarmante. Empecé a ponerme nervioso y decidí no pensar en nada y dejar venir los acontecimientos tal como se presentasen. Comprendí que lo primero que tenía que hacer era no quedarme solo y decidí ir al Aeroclub, donde encontraría un gran número de amigos y compañeros que me distraerían. Al mismo tiempo podría ver si en aquel ambiente se sospechaba algo del movimiento que se preparaba.