La sublevación en la base aérea
de Cuatro Vientos, en Madrid. (II)
Por
Ignacio Hidalgo de Cisneros.
Llegué
al hotelito donde vivía Maura y entregué
a un criado las líneas de Sandino. Me introdujeron
en un despacho muy agradable, con un magnífico
tresillo de cuero encarnado, en uno de cuyos butacones
habían dejado una guitarra como si la hubiesen
estado usando poco antes. Recuerdo este detalle, pues
me pareció completamente fuera de lugar que en
aquellos momentos, para mí tan dramáticos,
en el despacho de uno de los principales dirigentes
de la sublevación, y en vísperas de ella,
pensase nadie en tocar la guitarra.
Yo no conocía a Maura, no me lo figuraba
tan joven. Mi primera impresión fue agradable.
Daba la sensación de ser un hombre enérgico,
decidido y abierto. Tenía buena pinta, estaba
muy bien vestido, era completamente diferente del tipo
de revolucionario que yo tenía en mi imaginación.
— ¿De modo que usted viene de Melilla para
tomar parte en lo de Cuatro Vientos? —empezó
diciéndome, Y en seguida comenzó a hablarme
de la sublevación con un optimismo admirable.
Según él, todo estaba perfectamente preparado
y el triunfo era seguro. Yo le escuchaba feliz. Su optimismo
me dio muchos ánimos. Después de un gran
rato, en el que sólo habló él,
me dijo: «Ahora hábleme usted de
los militares, dígame si está todo preparado
y si responden los comprometidos.» Yo me quedé
de una pieza. Había venido a verle para informarme
y resultaba que era yo el que debía informar.
Le recordé que había llegado esa mañana,
que no estaba enterado de nada, que Sandino me había
mandado ponerme en contacto con él y con Franco
para saber lo que tenía que hacer. Quedó
un poco parado ante mi respuesta, pero inmediatamente,
sin perder nada de su optimismo, me dijo: «Bueno,
muy bien, vaya a ver a Franco y póngase de acuerdo
con él.»
La entrevista con Miguel Maura produjo en mí
buena impresión. Me pareció un hombre
simpático, decidido y que inspiraba confianza.
Salí de su casa más animado y más
tranquilo, a pesar de que no dejaba de escamarme un
tanto que el representante de la Junta para el contacto
con los militares me preguntase cómo iban las
cosas y no tuviera la menor idea de lo preparado en
Cuatro Vientos.
Me dirigí a la casa donde estaba escondido Ramón
Franco. Me hacía ilusión verlo y estaba
impaciente por charlar con él.
Desde que Camacho me embarcó para Madrid, no
se me había ocurrido tomar la menor precaución
para disimular mis andanzas. Actuaba con la misma naturalidad
que si estuviese disfrutando un permiso oficial. Entré
en el Ministerio, visité a Maura sin pensar que
pudiesen estar vigilados por la policía. Era
tan natural mi comportamiento y tan absurdo en aquellas
condiciones, que a nadie podía caberle en la
cabeza que un jefe que se iba a sublevar a los dos días
y que estaba visitando a los dirigentes del movimiento,
lo hiciese con aquella inconsciencia.
Cuando entré en la habitación
donde estaba Franco, me quedé sorprendido por
su aspecto. Estaba muy pálido por llevar mucho
tiempo sin salir a la calle. Su palidez contrastaba
con una gran barba que se había dejado crecer,
muy negra y unos pelos muy largos y revueltos.
Tenía puesto un traje de paisano, bastante estropeado,
y una camisa abierta a cuadros, de franela, que dejaba
al descubierto la abundante y negra pelambrera de su
pecho. Era un verdadero tipo de bandido de Sierra Morena,
daba miedo verle. Si sale a la calle en aquella forma,
no hubiera dado un paso sin ser detenido.
Franco y yo teníamos una gran amistad,
habíamos estado mucho tiempo juntos y creo que
nos apreciábamos mutuamente. Conocía
sus buenas cualidades y sus defectos: era inteligente,
con una gran facilidad para darse cuenta de las cosas
rápidamente, pero al mismo tiempo tenía
una serie de manías y de cosas raras que no había
medio de quitárselas. Una de ellas era ir mal
vestido; siempre solía llevar trajes o uniformes
viejos o sucios, a veces le daba por hacer las cosas
más inesperadas, sin preocuparse para nada de
las consecuencias. Era un verdadero salvaje y le iba
muy bien el apodo que le habían puesto en Aviación:
«El Chacal.» Al preguntarle por qué
estaba disfrazado de aquella manera, me contestó
muy serio que para que no le conocieran. Conseguí
convencerle para que se afeitase, se cortase el pelo
y se vistiese de uniforme, pues hubiese sido disparatado
presentarse con aquella pinta en Cuatro Vientos, como
tenía pensado. A pesar de llevar bastante
tiempo escondido y de los meses pasados en la prisión,
parecía enterado de las cosas, sus razonamientos
eran lógicos y sus planes, prácticos.
En líneas generales me dio una idea del
movimiento. Estaba organizado de la siguiente manera:
al amanecer del día X comenzaría la sublevación
en Madrid y en varias guarniciones de provincias. Ya
estaban en sus puestos los generales y jefes que tomarían
el mando de las fuerzas. Por lo que se refiere a los
civiles, el día X se declararía la huelga
general en toda España. Estaban movilizados todos
los partidos de izquierda. Los dirigentes políticos
tenían cada uno designado su puesto. Según
Franco, el golpe estaba bien preparado y el triunfo
era casi seguro.
La Junta revolucionaria había asignado
a Cuatro Vientos una de las tareas más importantes
del movimiento. Cuatro Vientos debía iniciar
la sublevación, teníamos que
apoderarnos del aeródromo en las primeras horas
del día X, para tener tiempo de preparar los
aviones encargados de lanzar sobre Madrid las proclamas
y los avisos llamando a la sublevación y armarlos
con bombas y ametralladoras. Desde la radio del aeródromo
daríamos a toda España la noticia de la
proclamación de la República y lanzaríamos
un llamamiento al pueblo para que apoyase al nuevo régimen.
Al mismo tiempo, la guarnición de Campamento,
núcleo fuerte de la de Madrid, que estaba comprometida
en el movimiento, se dirigiría a la
capital para, con ayuda de los obreros y de una parte
del pueblo, apoderarse del palacio real y de los principales
edificios públicos. Un fuerte grupo de estudiantes
estaba preparado para ayudar a las fuerzas republicanas.
La entrevista con Franco me dio una idea general, pero
bastante clara, de lo que se preparaba y produjo en
mí un efecto curioso. Por primera vez me sentí
ligado al movimiento y comenzó a desaparecer,
en parte, la desagradable obsesión de haberme
metido a la fuerza en un asunto extraño para
mí. Quedamos de acuerdo en vernos al día
siguiente para ultimar detalles.
Otra impresión que saqué de la entrevista
con Franco, y que me alarmó un poco, fue que
mi actuación no sería tan sencilla como
yo había imaginado. Seguramente, con afán
de tranquilizarme a mí mismo, había llegado
a creer que mi papel se reduciría a ser uno más
de filas. Jamás pensé que pudiesen designarme
un puesto de responsabilidad. Pero en los planes que,
sin concretar, había hecho Franco, se me asignaban
tareas muy superiores a las previstas. Esto no me hacía
ninguna gracia, y además creía de buena
fe que era un disparate que a una persona tan poco ducha
en cuestiones revolucionarias como yo, le diesen ningún
papel importante.
Cuando salí de la casa de Franco serían
las ocho de la noche. A pesar del viaje y de mis andanzas
no me encontraba cansado. Fui paseando hacia el centro
tratando de poner un poco de orden en mis impresiones;
el resultado no fue muy agradable. Sin proponérmelo,
comenzaba a ver otra vez las partes negativas y poco
claras de la situación, y el optimismo que saqué
de la entrevista con Franco desaparecía de un
modo alarmante. Empecé a ponerme nervioso y decidí
no pensar en nada y dejar venir los acontecimientos
tal como se presentasen. Comprendí que lo primero
que tenía que hacer era no quedarme solo y decidí
ir al Aeroclub, donde encontraría un gran número
de amigos y compañeros que me distraerían.
Al mismo tiempo podría ver si en aquel ambiente
se sospechaba algo del movimiento que se preparaba.