Jean
Jaurés.
Por León Trotsky.
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Han
pasado tres años desde la muerte del más
grande de los hombres de la Tercera República.
El torrente furioso de los acontecimientos que se produjeron
tras esta muerte no ha logrado oscurecer el recuerdo
de Jaurès y sólo ha conseguido desviar
parcialmente la atención de él. En la
vida política francesa hay un gran vacío.
Aún no han surgido los nuevos jefes del proletariado
que reclama el carácter del nuevo período
revolucionario. Los viejos no hacen más que recordar
con énfasis que Jaurès ya no existe...
La
guerra ha desplazado a un segundo plano no sólo
a figuras individuales sino a una época entera:
la época en que se formó y maduró
la actual generación dirigente. Esta época,
que ya pertenece al pasado, cautiva nuestro espíritu
por el perfeccionamiento de su civilización,
el desarrollo ininterrumpido de su técnica, de
la ciencia, de las organizaciones obreras, y al mismo
tiempo parece mezquina por el conservadurismo de su
vida política, por los métodos reformistas
de su lucha de clases.
A
la guerra franco-alemana y a la Comuna de París
sucedió un período de paz armada y reacción
política en el que Europa, excepción hecha
de Rusia, no conoció ni guerras ni revoluciones.
Mientras que el capital se desarrollaba poderosamente,
desbordando el marco de los Estados nacionales, expandiéndose
a todos los países y dominando las colonias,
la clase obrera construía sus sindicatos y sus
partidos socialistas. Sin embargo, durante este período
toda la lucha del proletariado estuvo impregnada del
espíritu del reformismo, de la adaptación
al régimen de la industria y el estado nacionales.
Después de la experiencia de la Comuna de París,
el proletariado europeo no planteó ni una sola
vez prácticamente, es decir de forma revolucionaria,
la cuestión de la conquista del poder político.
El
carácter pacífico de la época marcó
con su huella a toda una generación de jefes
proletarios imbuidos de una ilimitada desconfianza hacia
la lucha revolucionaria directa de las masas. Cuando
estalló la guerra y el Estado nacional entró
en campaña con todas sus fuerzas, apenas tuvo
que emplearse para poner de rodillas a la mayor parte
de los jefes "socialistas". De tal manera
que la época de la II Internacional acabó
con la quiebra irremediable de los partidos socialistas
oficiales. Unos partidos que aún subsisten, es
verdad, pero como monumentos de una época pasada,
sostenidos por la inercia y la ignorancia y... el esfuerzo
de los gobiernos. Pero el espíritu del socialismo
proletario los ha abandonado y están condenados
a la ruina. Las masas obreras que absorbieron durante
decenios las ideas socialistas, hoy, en medio de los
terribles sufrimientos de la guerra, adquieren el temple
revolucionario. Entramos en un período de conmociones
revolucionarias sin precedentes. Las masas darán
a luz nuevas organizaciones revolucionarias y nuevos
jefes tomarán su dirección.
Dos
de los más grandes representantes de la II Internacional
han abandonado la escena antes de esta era de tormentas
y caos: Bebel y Jaurès. Bebel murió anciano,
tras haber dicho lo que tenía que decir. Jaurès
fue asesinado con apenas 55 años, en su plenitud
creadora. Pacifista y adversario irreductible de la
política de la diplomacia rusa, Jaurès
luchó hasta el último minuto contra la
intervención de Francia en la guerra. En algunos
círculos se consideraba que la "guerra de
revancha" no podía declararse más
que sobre el cadáver de Jaurès. Y en julio
de 1914 Jaurès fue asesinado en la terraza de
un café por un oscuro reaccionario llamado Villain.
¿Quién armó a Villain? ¿Únicamente
los imperialistas franceses? ¿Acaso buscando
bien no descubriríamos igualmente la mano de
la diplomacia rusa en el atentado? Esta es una cuestión
que se ha planteado frecuentemente en los medios socialistas.
Cuando la revolución europea dé buena
cuenta de la guerra, nos desvelará también,
entre otros, el misterio de la muerte de Jaurès.
(Trotsky pensaba que Villain había sido el instrumento
de los "servicios", probablemente zaristas.
Nada ha sido probado definitivamente en un sentido o
en otro. Villain caerá abatido por milicianos
obreros en las Baleares, donde vivía cuando estalló
la guerra de España.)
Jaurès nació el 3 de septiembre
de 1859 en Castres, en ese Languedoc que ha
dado a Francia hombres eminentes como Guizot, Auguste
Comte, La Fayette, La Pérouse, Rivarol y muchos
otros. Rappoport, un biógrafo de Jaurès,
dice que la mezcla de múltiples razas ha marcado
favorablemente el genio de una región que ya
en la Edad Media fue cuna de herejías y librepensamiento.
La
familia de Jaurès pertenecía a la mediana
burguesía y debía librar una lucha diaria
por la existencia. El mismo Jaurès necesitó
la ayuda de un protector para acabar sus estudios universitarios.
En 1881, recién egresado de la Escuela Normal
Superior, fue nombrado profesor en el liceo
femenino de Albi y, en 1883, pasa a la Universidad de
Toulouse donde enseñará hasta 1885, año
en que es elegido diputado. Tenía solamente 26
años. A partir de entonces se entregará
en cuerpo y alma a la lucha política y su vida
se confundirá con la de la Tercera República.
Jaurès
se inició en el Parlamento con problemas de instrucción
pública. "La Justice", entonces órgano
del radical Clémenceau, calificó de "magnífico"
el primer discurso de Jaurès y deseó a
la Cámara escuchar frecuentemente "una palabra
tan elocuente y llena de ideas". Más adelante,
Jaurès tuvo que dirigir esta elocuencia contra
el mismo Clémenceau.
En
esta primera etapa de su vida, Jaurès sólo
conocía el socialismo de forma teórica
e imperfecta. Pero su actividad iba acercándolo
cada vez más al partido obrero. El vacío
ideológico y la depravación de los partidos
burgueses le repugnaban irremediablemente.
En
1893 Jaurès adhiere definitivamente al movimiento
socialista y rápidamente conquista un lugar privilegiado
entre el socialismo europeo. Al mismo tiempo se convierte
en la más importante figura de la vida política
francesa.
En
1894 asume la defensa de su muy poco recomendable amigo
Gérault-Richard, procesado por ultrajes al Presidente
de la República en su artículo "¡Abajo
Casimir!". En su alegato, enteramente subordinado
a un objetivo político y dirigido contra Casimir
Périer, se revela la terrible fuerza de un sentimiento
activo llamado odio. Con palabras de revancha fustiga
al mismo presidente y a sus predecesores los usureros,
que traicionaban a la burguesía, a una dinastía
por otra, a la monarquía por la república,
a todo el mundo y a nadie en particular y no eran fieles
más que a sí mismos.
"Señor
Jaurès", le dijo el presidente del tribunal,
"va usted demasiado lejos... equipara la casa de
Perier a un burdel".
Jaurès:
"De ninguna manera, la considero inferior".
Gérault-Richard
fue absuelto. Unos días más tarde, Casimir
Périer presentaba su dimisión. De repente
Jaurès ganó mucha estima entre la opinión
pública: todos sintieron la tremenda fuerza de
este tribuno.
En
el affaire Dreyfuss, Jaurès se mostró
en toda su plenitud. Al principio, como les sucede a
tantos en todo asunto social crítico, se mostró
dubitativo e inseguro, influenciable desde la derecha
y la izquierda. Presionado por Guesde y Villain, quienes
consideraban que el asunto Dreyfuss era una disputa
de camarillas capitalistas ante la que el proletariado
debía permanecer indiferente, Jaurès dudaba
en ocuparse del asunto. El valiente ejemplo de Zola
lo sacó de su indecisión, lo entusiasmó,
lo arrastró. Una vez en movimiento, Jaurès
llegó hasta el fondo. El gustaba de decir de
sí mismo: "ago quod ago".
Para
Jaurès, el asunto Dreyfuss resumía y dramatizaba
la lucha contra el clericalismo, la reacción,
el nepotismo parlamentario, el odio racial, la ceguera
militarista, las sordas intrigas del Estado mayor, el
servilismo de los jueces y todas las bajezas de que
es capaz el poderoso partido de la reacción para
conseguir sus fines.
La
cólera desatada de Jaurès abrumó
al anti-dreyfrusiano Méline, que acababa de recuperar
protagonismo con una cartera en el "gran"
ministerio Briand: "¿Sabe usted, dijo, qué
es lo que nos consume? Voy a decírselo bajo mi
propia responsabilidad: desde el inicio de este asunto
todos morimos por las medias disposiciones, por los
silencios, por los equívocos, la mentira y la
cobardía. Sí: por los equívocos
y la cobardía".
"Él
no hablaba, dijo Reinach, tronaba con el rostro encendido,
alzando las manos hacía los ministros que protestaban
mientras la derecha aullaba." Ese era el verdadero
Jaurès.
En
1889, Jaurès logró proclamar la unidad
del partido socialista. Pero se trataba de
una unidad efímera. La participación de
Millerand en el gobierno, consecuencia lógica
de la política de Bloque de las Izquierdas, la
destruyó y, en 1900-1901, el socialismo francés
se escindió de nuevo en dos partidos. Jaurès
se puso a la cabeza de aquél que había
abandonado Millerand. En el fondo, por sus concepciones,
Jaurès era un reformista. Pero poseía
una sorprendente capacidad de adaptación, especialmente
ante las tendencias revolucionarias de la época.
Y en lo sucesivo lo demostraría en repetidas
ocasiones.
Jaurès
había ingresado en el partido, en la madurez,
con una filosofía idealista enteramente formada...
Pero eso no le impidió inclinar su poderoso cuello
(era de complexión atlética) bajo el yugo
de la disciplina orgánica y tuvo muchas
ocasiones para demostrar que no sólo sabía
mandar sino también obedecer. A su regreso
del Congreso Internacional de Amsterdam que había
condenado la política de disolución del
partido obrero en el Bloque de Izquierdas y la participación
de los socialistas en el Gobierno, Jaurès rompió
abiertamente con la política del Bloque. El presidente
del Consejo, el anticlerical Combres, previno a Jaurès
que la ruptura de la coalición le obligaría
a dimitir. Eso no detuvo a Jaurès. Combes presentó
su renuncia. La unidad del partido, donde se fundieron
partidarios de Jaurès y Guesde, estaba asegurada.
Desde entonces la vida de Jaurès se identificó
con la del partido unificado, cuya dirección
había asumido.