Primera República|Entre Repúblicas|Segunda República|Crítica Republicana a la II República |Contacta
|Dictadura franquista|
Entre Repúblicas
El asesinato de Jean Jaurés (IV).
                                                


Jean Jaurés.


Por León Trotsky.
Marxists Internet Archive.

 

 

El asesinato de Jaurès no fue producto de la casualidad. Fue el último eslabón de una confusa campaña de odio, mentiras y calumnias que mantenían contra él todos sus enemigos. Los ataques y las calumnias contra Jaurès ocuparían una biblioteca entera. "Le Temps" publicaba diariamente uno o dos artículos contra el tribuno. Pero debían limitarse a atacar sus ideas y sus métodos de acción: como personalidad era casi invulnerable, incluso en Francia, donde las insinuaciones personales son una de las armas más poderosas de la lucha política. Mientras se hacían insinuaciones sobre el poder de corrupción del oro alemán... Jaurès murió pobre. El 2 de agosto de 1914, "Le Temps" se vio obligado a reconocer "la absoluta honestidad" de su enemigo abatido.

En 1915 visité el ya célebre "Cafe du Croissant", situado a unos pasos de "L´Humanité". Es un típico café parisino: suelo sucio cubierto de aserrín, banquetas de cuero, sillas usadas, mesas de mármol, techo bajo, vinos y platos especiales, en una palabra aquello que sólo se encuentra en París. Me mostraron un pequeño canapé junto a la ventana: allí fue abatido de un tiro el más genial de los hijos de la Francia actual.

Familia burguesa, universidad, diputación, matrimonio burgués, una hija cuya madre hace tomar la comunión, redacción del periódico, dirección de un partido parlamentario: con este marco externo que no tiene nada de heroico se desarrolló una vida de una tensión extraordinaria, de una pasión excepcional.

En repetidas ocasiones se ha dicho que Jaurès era el dictador del socialismo francés, incluso a veces la derecha lo presentó como el dictador de la República. No se puede negar que Jaurès jugó un papel incomparable en el socialismo francés. Pero su "dictadura" no tenía nada de tiránica. Dominaba fácilmente: de complexión poderosa, espíritu enérgico, temperamento genial, trabajador infatigable, orador de maravilloso verbo, Jaurès ocupaba siempre de forma natural el primer plano, a tan gran distancia de sus rivales que no podía sentir necesidad alguna de conciliar sus posiciones por medio de intrigas o maquinaciones, en las que Pierre Renaudel, actual "jefe" del social-patriotismo, era maestro.

De temperamento tolerante, Jaurès sentía una repulsión física por todo sectarismo. Tras algunas vacilaciones descubría el punto que le parecía decisivo en cada momento. Entre este punto de partida práctico y sus construcciones idealistas, él mismo utilizaba fácilmente las opiniones que completaban o matizaban su punto de vista personal, conciliaba los matices opuestos y fundía los argumentos contradictorios en una unidad que estaba lejos de ser irreprochable. Por ello dominaba no sólo las asambleas populares y parlamentarias, en las que su extraordinaria pasión dominaba al auditorio, sino también los congresos del partido en los que disolvía los conflictos entre tendencias en perspectivas vagas y fórmulas flexibles. En el fondo era un ecléctico, pero un ecléctico genial.

"Nuestro deber es grande y claro: propagar siempre la idea, estimular y organizar las energías, esperar, luchar con perseverancia hasta la victoria final..." Jaurès se entrega por entero en esta lucha dinámica. Su energía creadora se agita en todas direcciones, exalta y organiza las energías, las empuja al combate.

Como bien dijo Rappoport, Jaurès emanaba bondad y magnanimidad. Pero al mismo tiempo poseía en sumo grado el talento de la cólera concentrada. No de la cólera que ciega, nubla el entendimiento y provoca convulsiones políticas, sino la cólera que templa la voluntad y le inspira las caracterizaciones más adecuadas, los epítetos más expresivos que dan directamente en el blanco. Más arriba se ha visto cómo caracterizó a los Périer. Sería necesario releer todos sus discursos y artículos contra los tenebrosos héroes del "affaire" Dreyfus. He aquí lo que decía de uno de ellos, el menos responsable: "Tras haberse entretenido en vacías construcciones sobre la historia de la literatura, en sistematizaciones frágiles e inconsistentes, el señor Brunetiere encontró por fin refugio entre los gruesos muros de la Iglesia; intentó entonces disimular su bancarrota personal proclamando la quiebra de la ciencia y la libertad. Tras haber intentado en vano sacar de su interior algo que se asemejara a un pensamiento, glorifica ahora la autoridad con una especie de admirable humillación. Y perdiendo, a los ojos de las nuevas generaciones, todo el crédito del que abusó en cierto momento, por su aptitud para las generalizaciones vacías, quiere destruir el pensamiento libre que se le escapa." ¡Desgraciado aquél sobre el que se abatía su pesada mano!

Cuando en 1885 Jaurès entró en el parlamento se sentó en los bancos de la izquierda moderada. Pero su tránsito al socialismo no fue ni un cataclismo ni una pirueta. Su primitiva "moderación" ocultaba inmensas reservas de un humanismo social activo que más adelante se transformaría de forma natural en socialismo. Por otra parte, su socialismo no tuvo jamás un neto carácter de clase y nunca rompió con los principios humanitarios y las concepciones del derecho natural tan profundamente impresos en el pensamiento político francés de la época de la gran revolución.

En 1889 Jaurès pregunta a los diputados: "¿Se ha agotado, pues, el genio de la Revolución francesa? ¿Es posible que ustedes no puedan encontrar en las ideas de la Revolución la respuesta a todas las cuestiones actuales, a todos los problemas que tenemos ante nosotros? ¿Acaso la Revolución no ha conservado su virtud inmortal, no puede ofrecer una respuesta a todas las dificultades siempre renovadas que flanquean nuestro camino?" El idealismo del demócrata, evidentemente, aún no se ha visto afectado por la crítica materialista. Más adelante Jaurès asimilará buena parte del marxismo, pero el fondo democrático de su pensamiento le acompañará hasta el fin.

Jaurès se estrenó en la arena política en el período más oscuro de la Tercera República, cuando ésta contaba apenas quince años y, sin una sólida tradición social, tenía en su contra poderosos enemigos. Luchar por la República, por su conservación, por su "depuración", fue la principal idea de Jaurès, la que inspiró toda su acción. Intentaba dotar a la República de una base social más amplia, acercarla al pueblo organizándolo en ella y hacer del estado republicano el instrumento de la economía socialista. Para el demócrata Jaurès, el socialismo era el único medio para consolidar y consumar la República. El no concebía la contradicción entre la política burguesa y el socialismo, una contradicción que refleja la ruptura histórica entre el proletariado y la burguesía democrática. En su incansable aspiración a la síntesis idealista, Jaurès era, en su primera época, un demócrata dispuesto a aceptar el socialismo; en su última época se convirtió en un socialista que se sentía responsable de toda la democracia.

No fue una casualidad que Jaurès denominara "L'Humanité" al periódico que fundó. Para él el socialismo no era la expresión teórica de la lucha de clases del proletariado. Por el contrario, en su opinión el proletariado era una fuerza histórica al servicio del derecho, de la libertad y de la humanidad. Por encima del proletariado le reservaba un lugar prominente a la idea de "la humanidad" en sí. Pero al contrario que para la mayoría de los oradores franceses, que no ven en ello más que una frase hueca, Jaurès demostraba respecto a ella un idealismo sincero y activo.

En política, Jaurès unía una gran capacidad de abstracción idealista a una viva intuición de la realidad. Ello se puede constatar en toda su actividad. En él la idea material de la Justicia y el Bien va acompañada de una apreciación empírica incluso de las realidades secundarias. A pesar de su optimismo moral, Jaurès comprendía perfectamente a los hombres y las circunstancias y sabía utilizar muy bien a unos y otras. Era muy sensato. Muchas veces se dijo de él que era un campesino astuto. Pero por el sólo hecho de la envergadura de Jaurès, su sensatez no tenía nada de vulgar. Y lo que es más importante aún, estaba al servicio de "la idea".

Jaurès era un ideólogo, un heredero de la idea tal y como la definiera Alfred Fouillé cuando se refirió a las ideas-fuerzas de la historia. Napoleón sólo sentía desprecio por los "ideólogos" (el término es suyo), y sin embargo él fue precisamente el ideólogo del nuevo militarismo. El ideólogo no se limita a adaptarse a la realidad, deduce de ella "la idea" y la lleva hasta sus últimas consecuencias. Cuando el momento es favorable conoce los triunfos que jamás podría obtener el pragmático vulgar. Pero cuando las condiciones objetivas se ponen en su contra conoce también fracasos estrepitosos.

El "doctrinario" se aferra a una teoría a la que ha desprovisto de todo espíritu. El "oportunista-pragmático" asimila los tópicos del oficio político, pero cuando sobreviene un transtorno inesperado se encuentra en la posición de un peón desplazado por la adaptación de una máquina. El "ideólogo" de envergadura no se encuentra impotente más que en el momento en que la historia lo desarma ideológicamente, e incluso entonces a veces es capaz de rearmarse rápidamente, asimilar la idea de la nueva época y continuar jugando un papel de primera fila.

Jaurès era un ideólogo. Deducía de la situación política la idea que implicaba y, en su servicio, no se detenía jamás a mitad de camino. Así, cuando se produjo el "affaire Dreyfuss" llevó hasta sus últimas consecuencias la idea de la colaboración con la burguesía de izquierda y apoyó vehementemente a Millerand, político empirista y vulgar que no tenía nada, y jamás lo tuvo, del ideólogo, de su coraje y su grandeza de espíritu. Jaurés se metió en un callejón sin salida y lo hizo con la ceguera voluntaria y desinteresada del ideólogo que está dispuesto a cerrar los ojos ante los hechos para no renunciar a la idea-fuerza.

Jaurés combatía el peligro de la guerra europea con una pasión ideológica sincera. A veces aplicó en esta lucha, como lo hizo en todos las que participó, métodos que estaban en profunda contradicción con el carácter de clase de su partido y que muchos de sus camaradas consideraban cuanto menos arriesgados. Tenía mucha confianza en sí mismo, en su empuje, en su ingenio, en su capacidad de improvisación. En los pasillos del Parlamento, sobrevalorando su influencia, apostrofaba a los ministros y diplomáticos abrumándolos con sólidas argumentaciones. Pero las conversaciones y conspiraciones de pasillo no casaban con la naturaleza de Jaurès y no las utilizaba por sistema pues él era un ideólogo político y no un doctrinario oportunista. Para servir a la idea que le arrebataba, estaba dispuesto a poner en práctica los medios más oportunistas y los más revolucionarios, y si la idea se correspondía con el carácter de la época era capaz como ningún otro de lograr espléndidos resultados. Pero también era el primero en las catástrofes. Como Napoleón, también tuvo en su política sus Austerlitz y sus Waterloo.

La guerra mundial hubiera enfrentado a Jaurès con las cuestiones que dividieron al socialismo europeo en dos campos enemigos. ¿Qué posición habría adoptado? Indudablemente, la posición patriótica. Pero jamás se hubiera resignado a la humillación que sufrió el partido socialista francés bajo la dirección de Guesde, Renaudel, Sembat y Thomas... Y tenemos perfecto derecho a creer que en el momento de la futura revolución el gran tribuno habría encontrado su sitio y desplegado sus fuerzas hasta el final.

Pero un trozo de plomo negó a Jaurès la más grande de las pruebas políticas.

Jaurès era la encarnación del empuje personal. En él lo moral se correspondía con lo físico: en sí mismas, la elegancia y la gracia le eran ajenas. En cambio sus discursos y actos estaban adornados por ese tipo de belleza superior que distingue a las manifestaciones de la fuerza creadora segura de sí misma. Si se consideran la limpieza y la búsqueda de la forma como uno de los rasgos típicos del espíritu francés, Jaurès puede no parecer francés. Pero en realidad él era francés en grado sumo. Paralelamente a los Voltaire, a los Boileau, los Anatole France en literatura, a los héroes de la Gironda o a los Viviani y Deschanel actuales en política, Francia ha producido a los Rabelais, Balzac, Zola, los Mirabeau, los Danton y los Jaurès. Es esta una raza de hombres de potente musculatura física y moral, de una intrepidez sin igual, de una pasión superior, de una voluntad concentrada. Es este un tipo atlético. Bastaba oír tronar a Jaurès y contemplar su rostro iluminado por un resplandor interior, su nariz imperiosa, su cuello de toro inaccesible al yugo para decirse: he ahí un hombre.

La principal baza del Jaurès orador era la misma que la del Jaurès político: una pasión vibrante exteriorizada, la voluntad de acción. Para Jaurès el arte oratorio carecía de valor intrínseco, él no era un orador, era más que un orador: el arte de la palabra no era para él un fin sino un medio. Por ello, el orador más grande de su tiempo -y puede de todos los tiempos- estaba "por encima" del arte oratorio, siempre superior a su discurso como el artesano lo es a su herramienta.

Zola era un artista -había comenzado por la imposibilidad moral del naturalismo- y de repente se reveló por el trueno de su carta "J'accuse". Su naturaleza ocultaba una potente fuerza moral que se manifestó en su gigantesca obra, pero que era en realidad más grande que el arte: una fuerza humana que destruía y construía. Igual sucedía con Jaurès. Su arte oratorio, su política, a pesar de las inevitables convenciones, revelaban una personalidad regia con una verdadera musculatura moral y una voluntad entregada íntegramente a la victoria. Él no subía a la tribuna para presentar las visiones que lo obsesionaban o por dar perfecta expresión a una serie de razonamientos encadenados, sino para unir a las voluntades dispersas en la unidad de un objetivo: su discurso influenciaba simultáneamente la inteligencia, el sentimiento estético y la voluntad, pero toda la fuerza de su genio oratorio, político, humano está subordinada a su principal fuerza: la voluntad de acción.

He oído a Jaurès en las asambleas populares de París, en los Congresos internacionales, en las comisiones de los Congresos. Y siempre me parecía oírlo por primera vez. En él no había sitio para la rutina: buscándose, encontrándose a sí mismo, siempre e incansablemente movilizando los múltiples recursos de su espíritu, se renovaba incesantemente y no se repetía nunca. Su empuje natural iba acompañado de una resplandeciente suavidad que era como un reflejo de la más alta cultura moral. Podía derribar montañas, tronar o estremecer, pero no se venía abajo jamás, siempre estaba vigilante, se aprovechaba admirablemente del eco que provocaba en la asamblea, preparaba las objeciones, a veces barría como un huracán cualquier resistencia que se interponía en su camino, otras hacía a un lado los obstáculos con magnanimidad y dulzura, como un maestro o un hermano mayor. Este gigantesco martillo-pilón podía reducir al polvo un bloque enorme o hundir con precisión un corcho en una botella sin romperla.

Paul Lafargue, marxista y adversario de Jaurès, decía que era un diablo hecho hombre. Su diabólica fuerza, o diríamos mejor "divina", se imponía a todos, amigos o enemigos. Y frecuentemente, fascinados y admirados como ante un fenómeno de la naturaleza, sus adversarios escuchaban expectantes el torrente de su discurso, que fluía irresistible despertando las energías, arrastrando y subyugando las voluntades.

Hace tres años que este genio, raro regalo de la naturaleza a la humanidad, murió tras haberse mostrado en toda su plenitud. ¿Acaso la estética de su fisonomía exigía tal fin? Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo. Cuando sintió la muerte, Tolstoi tomó un bastón y huyó de la sociedad que despreciaba para morir como peregrino en una oscura aldea. Lafargue, un epicúreo con algo de estoico, vivió en una atmósfera de paz y meditación hasta los 70 años, decidió que ya era suficiente y se envenenó. Jaurès, atleta de la idea, cayó en la arena combatiendo el más terrible azote de la humanidad: la guerra. Y pasará a la historia como el precursor, el prototipo del hombre superior que nacerá de los sufrimientos y las caídas, de las esperanzas y la lucha.