La muerte de Paul Lafargue y Laura Marx
Por
J.J. Morato
(Publicado en La Palabra Libre.
1911.
Hemeroteca Mpal. de Madrid)
¿Qué catástrofe, qué dolor
pudo doterminar al socialista francés Pablo Lafargue
a quitarse la vida? Una enfermedad —dice, el telégrafo—.
Y no formulamos igual pregunta respecto de su esposa,
Laura Marx, porque el gran pensador hizo de sus hijas
seres afectuosos, de tanto corazón, de tan sensible
y exquisita delicadeza, que no podrían sobrevivir
á un desengaño tremendo ni a la pérdida
del compañero que eligieran de por vida.
Hace años, Leonor Marx, la gentil muchacha
que hacía recitar á Anselmo Lorenzo los
versos de Calderón para apreciar de labios castellanos
los bellezas eufónicas de la poesía, se
envenenaba con ácido prúsico,
y este trágico suceso conmovía al mundo
del socialismo internacional. Bien acomodada por su
esposo Aveling; enriquecida por el legado paternal de
Engels; alegre, risueña, sana de cuerpo y de
espíritu, nadie adivinaba los móviles
siniestros de la trágica resolución.
Liebcknecht hizo saber que el culpable de tal
desgracia era Aveling, que faltara a la fe jurada a
su compañera. Aveling se hizo justicia poco después.
Ahora parece que los padecimientos físicos determinaron
a Pablo Lafargue a concluir con ellos y con su vida;
Laura Marx le ha seguido.
Había nacido Lafargue en Santiago de Cuba, de
familia rica; estudió mucho, y se hizo médico.
La Commune, de París, lo arrastró al Socialismo,
y la caída de aquélla lo trajo emigrado
a España, donde ingresó en la Internacional.
Fue decisiva su presencia entre nosotros. Fundada la
Internacional española por la propaganda de Fanelli,
el amigo de Bakunine, el aliancista, el organismo estaba
saturado de las ideas de abstención política,
claramente expresadas en la Conferencia de Valencia.
Lafargue era ya marxista, y bien pronto Mesa,
Moro, Iglesias y otros bebieron de él la noción
de que el proletariado debía constituirse en
partido político de clase.
En España, Lafargue fue delegado al Congreso
de la Internacional celebrado en Zaragoza, y, si no
mienten nuestros informes, suyo es, en su mayor parte,
el portentoso dictamen acerca de la propiedad que aprobó
el Congreso.
De España trasladóse a Londres,
donde se unió a Laura Marx, y volvió a
Francia en 1878, cuando se promulgó
la amnistía para los condenados o los comprometidos
en los sucesos de la Commune. Y allí trabajó
en la fundación del partido obrero francés,
juntamente con Guesde y Deville, y colaboró en
el programa del histórico Congreso de Marsella,
y después trabajó asiduamente en L'Egalité.
En L'Egalité principalmente publicó
sus paradójicos trabajos, llenos de erudición,
desconcertantes y siempre graciosísimos, Pío
IX en el Paraíso, El derecho a la pereza, La
religión del capital y muchos más que
merecieron ser traducidos a todos los idiomas cultos
y que andan impresos en español.
No abandonó jamás la lucha, y más
retraído andaba ahora, en los tiempos prósperos,
que en los adversos, cuando tenía que trabajar
mucho en un medio hostil, y no sólo trabajar,
sino volcar la bolsa para que subsistieran los periódicos
y pudiesen ser impresos los folletos y los libros y
las hojas.
Fue diputado por Lille, y quiso repudiársele
por haber nacido en Cuba; demostró que era francés,
y tuvo asiento en el Parlamento, pronunciando discursos
dignos hermanos de sus humorísticos escritos.
Conocía bien el castellano y era entusiasta de
nuestra literatura, como Marx y como Engels, y en sus
trabajos no faltan citas de autores castellanos, sobre
todo el Romancero.
Laura Marx, su esposa, también deja huellas
de su vida en la literatura socialista. Tradujo del
alemán al francés el Manifiesto comunista,
una bella traducción llena de primores literarios,
por lo que resulta un poco apartada de la fidelidad.
Esta traducción es lo que sirvió para
la española.
Los dos esposos trabajaron mucho y bien por el proletariado
militante. Este recordorá siempre sus nombres,
y se sentirá conmovido por esta romántica
desaparición de dos seres a los que unía
inextinguible cariño.