A la memoria de Paul Lafargue y Laura Marx
Por
Anselmo Lorenzo.
(Publicado en La Palabra Libre.1911.
Hemeroteca Mpal. de Madrid)
El
doble, original y, digan lo que quieran los rutinarios,
hasta simpático suicidio de Paul Lafargue y Laura
Marx, que supieron y pudieron vivir unidos y amantes
hasta la muerte en la ancianidad, ha suscitados mis
recuerdos, aquellos recuerdos juveniles que representan
la vivacidad y alegría de la plenitud de la vida,
tristemente comparados con la actualidad.
Conocí al matrimonio suicida en Madrid
en 1872. El, de inteligencia poderosa y varonil, y afabilidad
femenina; ella soberanamente hermosa, infundía
respeto y admiración, tanto por su belleza, como
por su aspecto de amable superioridad. Encargado
por el Consejo federal de la Federación española
de la Internacional de redactar un dictamen sobre La
propiedad, para ser presentado al Congreso regional
de Zaragoza, fui a casa de Lafargue muchas veces
para consultarle, y con su conversación y amable
trato aprendí más que con todas mis lecturas
anteriores y muchas de las posteriores. Diría
que mi personalidad se fijó allí y entonces,
siendo lo que soy, valga lo que valga, formado por aquel
filósofo revolucionario.
Lafargue fue mi maestro. Su recuerdo es para
mí casi tan estimable como el de Fanelli.
Se ha dicho de mí que soy pesado, que soy el
dómine de la lección única, algo
así como la destemplada caja de música,
que sólo produce una sonata. Quizá sea
verdad; yo no lo sé; mas si fuera cierto, deberíase
a que aquel concepto de la propiedad, tan magistralmente
expuesto, me pareció de tanta importancia, y
vi después tanta inclinación a desviar
el proletariado de la vía emancipadora, que me
impuse, como objetivo de mi vida, la protesta contra
aquellos de quienes el Código presume que son
autores de todas las obras, siembras y plantaciones,
y el señalamiento de todo conato de desviación.
¡Ojalá hubiera producido el mismo
efecto que a mí la amistad de Lafargue a Paulino
a Pablo Iglesias y a Paco Mora! Quizá no andaría
el proletariado español tan dividido en anarquistas,
socialistas y masa neutra.
Porque en Lafargue había dos aspectos
diferentes que le hacían aparecer en constante
contradicción: afiliado al socialismo, era anarquista
comunista por íntima convicción: pero
enemigo de Bakounine por sugestión de Marx, procuró
dañar al anarquismo. Debido a esa manera
de ser, producía diferente efecto en quienes
con él se relacionaban, según la pasta
propia de cada individuo; los sencillos se confortaban;
pero los tocados por pasiones deprimentes trocaban la
amistad en odio, produciendo cuestiones personales,
escisiones, y creaban organismos que, por vicio de origen,
darán siempre fruto amargo.
Pasó aquella época; no volví a
ver a Lafargue ni con él tuve correspondencia,
y quizá nada hubiera escrito sobro este triste
asunto, si a ello no me hubiera inducido la mención
del citado dictamen, hecha por mi amigo Morato, el simpático
redactor obrero del Heraldo de Madrid. En efecto, de
aquel dictamen fue Lafargue el autor principal, eI que
suministró la mayor parte de las ideas, correspondiéndome
la parte menor y la forma, porque Lafargue, aunque hablaba
español, no dominaba el idioma para poder escribirlo.
El dictamen estuvo en desgracia; divididos a la sazón
los directores del movimiento obrero, no fue aprobado
en Zaragoza, quedando para el Congreso inmediato, y
en el Congreso de Córdoba fue desechado con mala
nota por la inspiración del odio, entre anarquistas
esta vez, no por el juicio reflexivo.
Entre mis papeles conservo interesantes notas acerca
de este particular, que tal vez pronto verán
la luz pública.
Firmaban aquel dictamen Angel Mora, Valentín
Sáenz, Inocente Calleja, Paulino Iglesias, José
Mesa, Anselmo Lorenzo, Hipólito Pauly, Víctor
Pagés y Francisco Mora; pero esta era la firma
oficial, la del Consejo federal. Lafargue, el autor
principal, no tenia derecho a firmarle. En cuanto a
mi firma, diré que, exceptuando la adopción
de la caja de resistencia, por razones dadas bien públicamente,
la sostengo con tesón y hasta con orgullo.
Aquel dictamen hállase en el folleto de las "Actas
del Congreso de Zaragoza", y en la colección
de la Revista Blanca, con mención honorífica.
Por otro suicida insigne, Antero do Quental, fue traducido
al portugués y publicado en un periódico
obrero, cuyo título no recuerdo, y su presentación
se impone, ya que ante la tendencia verdaderamente revolucionario-comunista
que se dirige a suprimir el propietario en el régimen
del trabajo, hay tantos trabajadores desviados y perdidos
en eI estéril laberinto del parlamentarismo,
el reformismo, la cooperación, la vana cultura
y el hombre.
Complázcome en unir este recuerdo a las honras
tributadas por tos trabajadores de París a Paul
Lafargue y a Laura Marx, ante el horno crematorio del
Pere Lachaise.