En
defensa del anarquismo (I).
Por
Ricardo Mella.
Biblioteca de Tierra y Libertad.
Calle Cadena, nº 39, 2º Barcelona
Precio: 15 céntimos. Año 1919.
Imprenta Germinal. Rda. de S. Pablo, 36
Barcelona.
Una
confusión lamentable nos condenó al silencio
durante cierto período de tiempo. Algunos hechos
individuales, cuya responsabilidad no puede ni debe
alcanzar a todo un partido, nos hicieron víctimas
de la sañuda persecución de todos los
gobiernos. Por muchos días el anarquismo
dejó de ser doctrina más o menos aceptable
en el concepto general, y se trocó en enorme
delito colectivo. Unas veces por ignorancia, otras por
necesidad de justificar atropellos inauditos, muchas
por preocupación y mala fe, siempre, durante
ese período, la anarquía fue terrible
demencia de cerebros enfermos y de almas perversas.
La obra policíaca se completó con la investigación
científica de los que, como Lombroso, juegan
con la hipótesis a cambio de hallar en toda manifestación
dato que soporte sus teorías y les dé
visos de una certeza que de otro modo flaquearía
ostensiblemente.
A
pesar de todo, revivimos y estamos dispuestos a proseguir
la labor interrumpida.
Somos hombres
de ideas, que amamos fuertemente aquello que se nos
ofrece con todo el aspecto de una verdad irreductible,
que alimentamos la creencia en un mundo mejor, y si
alguna vez puede flaquear nuestro cuerpo maltratado,
no flaqueará nuestro cerebro en la convicción
del ideal tras el cual corremos luchando a brazo partido
con una sociedad llena de preocupaciones, de egoísmos
y de inmoralidades.
No tenemos
necesidad de hacer protestas ni aclaraciones. No declamaremos
desde lo alto contra la singular conducta de los vencedores
ni justificaremos la ira de los vencidos. Nosotros
no nos ocupamos de hechos, sino de ideas. Una
doctrina no se deprime por los actos de sus partidarios.
Si así no fuera, no sólo las religiones
y los partidos, sino también la misma ciencia
habría de doblar la cerviz humillada por sus
pecados.
Y si todavía
se insiste en que el anarquismo es una teoría
de aniquilamiento, responderemos que el anarquismo es
simplemente una teoría revolucionaria, y una
revolución no es ni ha sido ni será nunca
el aniquilamiento porque sí, sino la transformación
de las formas orgánicas de convivencia social.
Todo lo que
significa terrorismo, destrucción de cosas y
personas, podrá ser un accidente, un fenómeno
producido por el antagonismo en que vivimos, nunca un
principio de hombres que piensan y razonan. La muerte
de un hombre, una transmisión de propiedad, una
destrucción cualquiera de las cosas, no cambia
nada el organismo político, no altera el funcionalismo
económico y deja en pie las instituciones dominantes.
Y una revolución tiene por objeto, precisamente,
el cambiar o suprimir el organismo político,
modificar el funcionalismo económico, vencer
a las instituciones creadas.
La teoría
anarquista no ha sufrido, por tanto, depresión
alguna. Sus hombres, perseguidos, encarcelados, aniquilados
en ocasiones, han sufrido como sufren todos los vencidos;
pero ellos mismos subsisten para dar razón del
valor de sus ideas.
No
se extermina a todo un partido y mucho menos se elimina
del campo teórico una idea fuertemente arraigada
en la conciencia social como consecuencia de una necesidad
vivamente sentida.
Hablemos,
pues, de la anarquía y expliquémosla una
vez más, que por poderoso que sea el sentimiento
del egoísmo general y la preocupación
reinante, la razón se abrirá paso.
II
La anarquía
es una doctrina filosófica que comprende en amplísima
síntesis todo el intrincado problema social.
No es simple
principio de destrucción, como entiende la ignorancia
y proclama la mala fe. No implica la vuelta al hombre
prehistórico, como afirman enfáticamente
los mercenarios sabios de las clases dominantes. La
anarquía es la traducción, ideal y práctica
a un mismo tiempo, de la evolución política
y del desenvolvimiento económico.
La tendencia
innegable en todo proceso histórico a integrar
plenamente la individualidad, tanto como el hecho manifiesto
de una cada vez más creciente sustitución
del trabajo colectivo al trabajo disociado, envuelve
la categórica afirmación del anarquismo
consciente; de tal modo, que, apenas se disipa un tanto
el general prejuicio, no hay cerebro medianamente organizado
que no lo reconozca.
La
independencia individual ha sido siempre el objeto de
todas las revoluciones, y ni uno solo de los grandes
movimientos populares ha dejado de significar al mismo
tiempo una cuestión de pan. Las sociedades se
agitan constantemente alrededor de estas dos ideas:
libertad e igualdad, como si presintieran su resultado
inevitable: la fraternidad y la solidaridad de todos
los humanos.
La esfinge
de la felicidad, alejándose a medida que la humanidad
avanza, parece detenerse un momento. Dámonos
cuenta de la inmensa pesadumbre del montón de
preocupaciones, errores y falsedades que a través
del tiempo permanecen irreductibles en el mundo social;
rendímonos a la evidencia de una continua humanización
de la especie, que surgiendo de la animalidad primitiva,
camina resueltamente hacia la meta, negación
absoluta de su punto de partida; avívanse
nuestras facultades éticas y multiplícase
hasta el infinito, por el progreso de la mecánica,
nuestro poder físico, permitiéndonos
entrever próximo el reinado de la abundancia
y la realización del amor universal humano, dominando
desde la altura de la civilización presente las
estrecheces del pasado y las amplitudes del porvenir,
penetrámonos del radical antagonismo entre el
progreso material cierto y un estancamiento del progreso
social evidente.
No
caben nuestras artificiosas instituciones, nuestros
métodos rancios, nuestras ordinarias costumbres
en un nuevo mundo que domina las fuerzas de la naturaleza,
las sojuzga y las explota. La máquina nos redime
del trabajo innoble y ennoblece el trabajo útil;
convierte a la bestia que tira en cerebro que dirige;
suprime las fatales diferencias con que la naturaleza
distingue a los hombres, igualando todas las
fuerzas y todas las aptitudes en la síntesis
del trabajo mecánico, y cuando el vapor y la
electricidad suprimen toda barrera entre los cuerpos
y establecen una comunicación constante de los
pensamientos, nos apercibimos de la enorme distancia
a que queda nuestro progreso moral, político
y social del progreso posible de nuestras fuerzas en
el orden de la producción y la ciencia. El privilegio
económico y la dominación política
hacen inútil para la inmensa mayoría de
nuestro linaje ese avance tremendo de un siglo que ha
desenvuelto con rapidez vertiginosa todo contenido de
la experiencia y de los conocimientos de siglos y siglos
que marcharon al lento caminar del galápago.
Por eso bulle en nuestra mente la idea de un
avance semejante en el orden de las relaciones de la
vida, y concebimos ya la clara percepción
de la nerviosidad moderna de un mundo mejor, ante cuya
proximidad la impenetrable esfinge se aclara, se reduce
y finalmente se convierte en término clarísimo
de transparente verdad y de sencillísimo problema,
cuya incógnita se ha despejado por completo.