A
mis hermanos de España, presos en ella (I).
Por
Miguel de Unamuno.
Hojas Libres, Enero de 1928.
Aquietado
ya el pulso, me figuro, y segura la mano, me pongo a
escribir como quien ara con espada. Y debo empezar por
contar un suceso que llega a hacerse hecho.
Después de haber pasado conmigo, aquí,
en este albergue de destierro, las fiestas de navidad
y año nuevo –gabon y gabonzar, noche buena
y noche buena vieja que decimos en vascuence- mi mujer
con mi hijo y mi hija mayores, volviose, dejándome
en mi soledad patriótica, a reunirse con los
otros nuestros, en nuestro hogar español salmantino.
Al llegar a Irún a suelo esclavo de la
tiranía pretoriana y policiaca, la registraron
los esbirros, y la detuvieron y se la llevaron presa
a San Sebastián, donde la metieron en la cárcel.
¿El delito? Llevar cuatro ejemplares de estas
Hojas Libres. Estuvo en la cárcel unas
horas, acompañada por nuestra hija mayor, y luego
me escribió: “Ya me habían hecho
las hermanas de la Caridad la cama con colchón,
y una presa que está allí hace veintidós
meses, muy simpática, estaba dispuesta a servirme
en todo lo que me hiciera falta. Yo le dije que desde
mañana le ayudaría a coser la ropa de
los presos, pues hay más de 50 y sólo
cuatro monjas y la dicha presa que les ayuda mucho.
Cuando me dieron la orden de libertad se quedó
un poco desconsolada, pues preveía que nos íbamos
a hacer grandes amigas.”
Al leer esto sentí que me subía del corazón
a la boca y a los ojos toda la entrañada costumbre
de una convivencia de más de treinta y seis años
y de un lazo de querencia de más de cincuenta
y me dije: “es mi mujer, toda mi mujer.”
Como es mi mujer comprendió en las pocas horas
de cárcel que iba a hacerse grande amiga de una
pobre presa muy simpática y hacendosa. Hoy
en España hay que buscar las amistades mejor
entre los que en ella sufren en las cárceles
persecución por la justicia que entre los más
de los que andan sueltos por la cárcel que es
la que fue patria. Y más en San Sebastián
donde un nauseabundo sayón que responde al apellido
de Santos ejerce de sobregobernador y cabecilla de la
policía de croupiers, pistoleros, bandoleros
y rufianes del M. Anido, un nauseabundo sayón
que hasta se ha ensañado en la agonía
y el entierro de un pobre muchacho que se decía
comunista y a quien por ello se le quitó el pan
que honradamente ganaba. Hasta se encarceló a
los que velaban su cadáver. Al Santos se le había
echado por ladrón de esa policía extra
legal, pero hizo que se le repusiera su digno jefe,
el que se intitula ministro de la Gobernación.
¿Qué se buscó con el encarcelamiento
de mi mujer? La cosa es clara; lo que están buscando
los tiranuelos con todos sus atropellos; que ella, o
mi hijo a su nombre fuese a ponerse al habla con el
Gobernador incivil de Guipúzcoa, que como sus
piernas, arrastra su ancianidad en abyecta sumisión
al pretorianismo.
Pero ella, mi mujer, toda mi mujer, hizo lo
que hice yo cuando me detuvieron en nuestra casa para
deportarme a Fuerteventura y fue no pedir merced ni
ponerme al habla con delegados de la tiranía.
Porque no, no entraré en camino de componendas
que lleve al borrón y cuenta nueva. No hay más
que justicia y justicia para todos, justicia civil y
honrada, y no casinera y de honor de duelista, no justicia
profesional y castiza.
En aquel hediondo regüeldo que soltó
de la sobreabundancia de un bilioso asiento Primo y
que es su manifiesto prehistórico del 13 de Septiembre
de 1923, aquel en que barbotaba de su masculinidad,
barbotaba también de la moral -¡moral!-
¡de su profesión y casta! Y cuando
con asco lo leí –estaba en Palencia, en
casa de mi hijo mayor- me dije: “¿Justicia
profesional y castiza, masculina, pretoriana? ¿Justicia
de jurisdicción exenta castrense? ¿Justicia
de ley de Jurisdicciones? ¿Justicia inquisitorial?
¡Dios nos libre!” Y así es. Y por
esto cuando la mayoría se abría a la esperanza
de un turno regenerativo, yo fui de los pocos
que desde el principio denuncié el fondo inmoral,
cainita y de mala fe del golpe de Estado. Y no me equivoqué.
Y cuando Primo dice que cree no haber defraudado las
esperanzas que hizo concebir, yo me respondo que a mí
no, no me ha defraudado, pues nunca caí en su
fraude.
Ya antes del golpe y estando él, Primo,
de chulesco gobernador militar de Valencia, entablamos
una escaramuza periodística. Y ello
porque a propósito de la expulsión del
Ejército por monstruoso tribunal de honor –quintaesencia
de la deshonradez- de aquellos cultos alumnos de la
Escuela Superior de Guerra, saltó diciendo que
ello era cosa que sólo atañía a
la familia militar y que en ella, como en un Casino,
se puede votar la expulsión de socios por bolas
blancas y negras. ¡Y nótese de paso que
para él la familia es un Casino…! Y eso
decía para congraciarse con la beocia castrense
que en su enemiga a los diplomados y a sus estudios,
no buscaba sino satisfacer la innoble pasión
de ánimo inquisitorial que ha sido el sino agorero
de la triste tragedia histórica tradicional española,
pasión lóbrega que se agría y enrancia
sobre todo en conventos, cuarteles y claustros académicos.
Y por esto cuando leí el manifiesto casinero
preveí acongojado toda la cenagosa sima moral
en que iba a hundirse el Gobierno de mi pobre España.
Y tomando los tiranuelos, ¡blasfemos!, el santo
nombre de Dios aparejado a los de Patria y rey. Sabía
que está para siempre por el Cristo dicho a los
tradicionalistas: “dejando el mandamiento de Dios
cogéis la tradición de los hombres”
(Marcos VII, 8); y de los verdugos pretorianos: “vendrá
hora en que todo el que os mate se figurará ofrecer
culto a Dios” (Juan XVI, 2).
En los principios de la tiranía aun se
prometían los tiranuelos atraerse a hombres civiles
y liberales y patriotas. Sé que en el
primer brevísimo Directorio, los generales Cavalcanti
y Dabán –luego, suicida- lanzaron mi nombre,
pero el epiceno magistrado palatino del Supremo, Ortega
Morejón, les puso en guardia de las que llaman
mis genialidades y recapacitaron que era mejor esperar
a que se les ofreciesen asistentes civiles, que no dirigirles
avances exponiéndose a una repulsa. Pero aun
así los dirigieron por mediaciones discretas,
a mí por una enquisa que inició El Sol
y que se le chafó en cogollo. Y luego han seguido
tendiéndome cables o, mejor, cadenas.