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Los primeros días de guerra.
España a hierro y fuego. Por Alfonso Camín.

 

España a hierro y fuego (I).

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.

 

Regularmente es en abril o en mayo cuando dejo la capital española. En este mes de julio, ya estaba yo otros años por las cuencas de Asturias; en las playas de Santander; entre los hombres de Reinosa o de retorno en Palencia: en Saldaña, en Cervera del Pisuerga, en Barruelo, pueblo de minas tan ligado a Asturias, que una de sus calles llevaba el nombre de Manuel Llaneza, luchador asturiano que trabajaba allí, como simple minero en sus mocedades. Algunos años, prolongo mi viaje hasta La Coruña. Otros, lo remato en Castro Urdiales, último pueblo de Santander en el camino de Bilbao.

Pero en 1936 todavía me encuentro en Madrid bajo las primeras llamas del sol de julio. No atino a salir de Madrid. Ni tengo noticias ni espero ningún acontecimiento inmediato. Lo presiento irremediablemente, puesto que la República se halla desmantelada y los hombres que la rigen sestean tranquilamente bajo las encinas de El Pardo, las acacias de La Bombilla y los chopos del Manzanares.

No obstante, el mejor olfato hubiera olido los acontecimientos para el otoño o principios de invierno.

Yo pensaba embarcarme para América. Mis trabajos editoriales sufrían las consecuencias del retraimiento premeditado del capital en España, paquetes de dinamita que iba colocando en los puentes de la República cuya voladura es infalible cuando no hay hombres arriesgados que se decidan a cortar la mecha. Y el caso es que yo siento los miembros torpes. Me vacila la voluntad cuando pienso que tengo que abandonar Madrid. Presiento que mi casa y los míos van a quedar desamparados. Y esto no lo pensaba en otros años.

Por aquellos días me visitó Alfonso Muñoz de Diego, diputado por Asturias, escritor excelente y lealísimo amigo. Ello fue un motivo para retrasar otra fecha. Le presenté a Victorio Macho en sus talleres de mi barrio de Salamanca. Pasamos una tarde con el ilustre escultor palentino.

Volví a pensar en el viaje, y le dije a mi amigo:
-Mejor que en el tren, irás en automóvil. Te llevaré hasta Oviedo. No trabajaré este año en Palencia, si es que te decides al viaje.
-Me subyuga la idea, pero traigo la misión de convencer a Melquiades para que este año no vaya a Asturias. ¿Por qué no esperas?
-No, parto mañana. Tengo el automóvil listo y el chófer está avisado.

Melquiades todos los años veraneaba en Oviedo y en Gijón. En Oviedo, habría sido un prisionero de Aranda. En Gijón…

La noche es de inquietud, de fatiga y bochorno. Las alas del pensamiento se derriten como si fueran de gelatina. El aire es pegadizo y molesto.
En este mismo sitio, por donde voy hacia mi casa, me sorprendió hace unas noches el ruido violento de una camioneta –rápida como un aire empapado de azufre- que bien pudo ser la que llevaba el cuerpo de Calvo Sotelo. En este mismo lugar, mientras que pienso en el viaje y en la pesadumbre de España, encuentro a Manuel Serafín Pichardo, espíritu noctámbulo y ministro de Cuba, que había de morir en Madrid durante el primer año de guerra.

-¿Qué sucede? Le hago esta pregunta porque pienso partir de amanecida.
Pichardo me puso una mano en el hombro y me dijo, con su cordial (…)
-Creo que usted puede viajar. No ha de ser cosa grave. Lo de las tropas de Marruecos ya está vencido. En Barcelona hay conatos de agitación. Pero estas cosas, cuando son del dominio público, no llegan más allá. Un aborto nunca es un buen parto.

Yo pienso que hay abortos que cuestan la muerte definitiva de las madres, mientras que los hijos viven y son criados con biberón por cualquier mujer extraña. Empero, con estas frases de Pichardo, alejo un poco de mí las alas del murciélago del pesimismo. ¡Viejo amigo y diplomático viejo, si no de psicología, si debiera de andar mejor de noticias políticas!

Decididamente dejé de madrugada mi casa y mi despacho de Madrid. El hijo más pequeño me despidió más triste que nunca sobre la acera hasta que partió el automóvil. El corazón tiraba hacia atrás.

-¡Bah! Hay que ser fuerte –me dije-. Ha de ser que los años no pasan como el aire sobre el agua.
Y lo achaqué a mis sienes, a las que asomaban las primeras cenizas.
El automóvil partió por las calles limpias, bajo el cielo azul de Madrid.
Mi ayudante tiene que recoger su equipaje en uno de los barrios del Manzanares y aprovecho estos minutos para despedirme de la vieja Puerta de Toledo, arco de mis predilecciones del Madrid viejo.

Al fondo, sobre del río y más allá el puente, parpadean las luces entre las finas gasas del día, pintando de azul el paisaje. Lo mismo el rascacielos airoso que la casa pobre, el huerto humilde o los chopos requemados por el fuerte sol veraniego. El Guadarrama comienza a despertar entre una triple gracia de mantones azules, propios para cubrir los hombros de las mujeres de Madrid en la pradera de San Isidro, ilustrada alegremente por Francisco de Goya, paleta de la luz y del gracejo. Si no fuera por la color rojiza de las casas y el verde mozo de los árboles, pensaría uno que todo Madrid despertaba agitando largos mantones de flecos con anchas rosas de plata.

Madrid todavía no despierta, pero las bandadas de pájaros, los gorriones proletarios y los mirlos señores, revuelan y cantan al paso entre los árboles azulados.

En La Bombilla, la soledad del camino presenta un túnel de sombra que se abre en un grito de luz sobre la Puerta de Hierro. Allí, el surtidor de gasolina y unos guardias civiles. Ni nos miran. Apoyados en los fusiles, tienen los ojos absortos en el paisaje, como si esperasen alguna promesa surgida del silencio de las encinas.
Después, la Cuesta de las Perdices, y el automóvil que empieza a beber kilómetros.

Blanquean, a un lado y otro de la carretera, los hotelitos, como palomas sobre la tierra reseca. Los pinares mantienen sus copas negras contra las mordeduras del sol. Pero abajo el campo está seco y pajizo. Pacido al rape por la lengua de toro de los soles raciales, como si hubiera sido inútil su sombra.

Cuando se acaban los pinos amables, empiezan las rocas y las encinas. Se hace el paisaje más agrio. A veces hay más rocas que encinas. O viceversa. Lo que se puede afirmar es que hay más encinas y rocas que tierra. Rocas de la Castilla serrana, distintas a los otros roquedales del norte y sur ibérico. Rocas que viven fuera de tierra, sin conos agresivos, sueltas entre sí, como rebaños de merinas petrificadas, rememorando a cada paso a los célebres toros de Guisando, donde tuvieron su encuentro Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Son rocas desentendidas de la entraña terrestre, sobre las que bajan a descansar los crepúsculos y las nieblas de la Sierra. Si de lejos parecen merinas grises, a medida que uno se acerca desaparece el espejismo. Creeréis todavía que en vez de rocas son globos hinchados con un afán de ascensión a la luna y a las estrellas.

Muchas de estas rocas graníticas se sostienen sobre sí mismas o se unen a otras simplemente, como mozas que juntaran los hombros, sin tener base en la tierra. Rocas lavadas por la lluvia de los siglos, muchas se empinan para mirarnos por sobre encima de las copas de las encinas, sus prisioneras perpetuas. Porque entre la encina y la roca existe en estos lugares un pugilato permanente. Saltan, unas debajo y otras encima, según la llave que se han hecho, como en un deporte greco-romano. Por algo las encinas de Castilla son duras como la roca, cara a los vientos de la adversidad. A veces son tan iguales que no sabemos quién ha nacido antes: si la roca o la encina.

(…) Más al fondo, perdido entre las nubes blancas y el Sol que raya el horizonte de rojo, Madrid en esta mañana del 17 de julio.

En la Venta del Alto del León, en el mismo sitio en que hoy tomamos el desayuno, veréis más tarde como una bomba de aviación vuela el tejado del hotel y se sienta donde nosotros, exigiendo un desayuno de vísceras palpitantes y cunas desvencijadas.

El mesonero suele cobrar hasta el aire. Mañana, ese aire que hoy viene del fondo de los pinares, como un refresco de perfumes, traerá vaho de pólvora y un fuerte hedor a carne y huesos quemados. Porque allí abajo andará la muerte como una loba, removiendo los esqueletos.

Pasamos por San Rafael. Digo al chófer que compre una cuerda:
-¿Es para ahorcar a Lerroux?
-No señor, no. Es para asegurar las maletas.
Don Alejandro, el viejo caimán de la República, tiene allí su casa de campo. Supongo que ahora esté aquí, aunque, unos días después, aparece en Portugal adhiriéndose donosamente, por medio de una carta, a las huestes negras de Franco.


Lerroux, el hombre más capacitado de las fuerzas republicanas, es uno de los mayores responsables de la catástrofe española. En vez de abarcar la responsabilidad nacional, se sintió herido en su amor propio y se pasó al enemigo, como cualquier bergante de los que hacen pinitos políticos con el afán de ser gobernadores de esta o aquella provincia. El viejo león republicano degeneró de tal forma, que últimamente daba la impresión de un viscoso caimán de laguna sucio de barro y de ignominia, tendido al pie de la charca, tomando el sol junto a las aguas muertas, entre podredumbre y miasmas, juncales desmochados y pajarracos carniceros. (…) Su cabeza pelada de buitre anciano debe de erguirse, solemne y feliz, en su retiro de Lisboa, frente a la sangre nacional y a la carnaza que llevarán de la península, hasta su desembocadura, las roncas aguas del Tajo.

Ahora, en las afueras de San Rafael, se recorta la silueta de otro guardia civil sobre el arma, bien apretado el barbuquejo. El compañero no estará lejos. Porque, en esto, son como las perdices; van en parejas.
Y hasta Valladolid ya no encontramos más signos de autoridad. Ni siquiera guardias civiles.

El campo se ve tan solo, que parece guardar la respiración, como si ya presintiera el drama. A veces, la tierra comprende mejor que los hombres.
(…) En Villacastín hay también soledad.
(…) Las calles de Valladolid están más solas que nunca. Subimos al Ayuntamiento y saludamos al alcalde, un buen amigo nuestro y un buen amigo de Valladolid. Hombre que se desvivió por remozar la vieja ciudad que sirvió de tajo para la cabeza del Condestable Luna, no creo que la cabeza del alcalde haya corrido mejor suerte que la del consejero del rey don Juan de Castilla. Dicen que lo han salvado, para creerlo, yo he de verlo. Porque en Valladolid se ha hecho un cementerio especial para las gentes socialistas y republicanas.

El Ayuntamiento de Valladolid está solo, como sus calles. ¡Sólo queda el alcalde allá en el fondo de su despacho! ¡Sólo y correcto en sus labores, disimulando su tristeza! Algún empleado cuenta unos billetes y los vuelve a contar, como si su pensamiento estuviera a muchas leguas de allí.

Abandonamos Valladolid.
Comeremos en Palencia. En menos de una hora dejamos atrás los kilómetros que separan ambas ciudades, bajo un sol fuerte y alto, viejo reloj de Dios sobre la gracia de los trigales. Anchos trigales de Castilla, este año más salpicados de amapolas que nunca. Tan rojas, que en algunos lugares parecen anchos cuajarones de sangre que parten desde el Pisuerga a unirse con el Carrión, ríos que ahora saben de la agonía de muchos hombres.

Mediodía. Palencia. Aquí ya hay un agente de policía que examina nuestros papeles.

El Cristo de Victorio Macho, el Cristo Mayor de Castilla, levanta al cielo su cabeza y abre a la inmensidad sus brazos, como si presintiera el drama de España.