Una visita al país de los soviets en la primavera
de 1923(I).
Moscú
Por José Loredo Aparicio
Abogado
y periodista. Presidente
de las Juventudes Socialistas asturianas,
Junto con Isidoro Acebedo fue uno de los
fundadores del Partido Comunista.
(Publicado en el periódico
asturiano El Noroeste)
Hemos
salido de Riga a las diez de la noche en el tren que
diariamente pone en comunicación a Europa occidental
con Moscú. La población está a
oscuras y llueve torrencialmente, así que el
ánimo no puede menos de entristecerse y prever
una lúgubre entrada en Rusia, presentimiento
que una alegre mañana de primavera disipó
por completo.
La última estación letona está
llena de soldados que cantan melodiosamente, y las isbas,
que luego hemos de ver incesantemente, constituyen todo
el poblado. Sufrimos la última investigación
aduanera y penetramos en la Rusia soviética,
acortando el tren la marcha, bajo un arco sencillo y
elegante con inscripciones y atributos soviéticos
que los campesinos elevaron el Primero de Mayo. A un
lado del mismo, y arma al brazo, está de centinela
un soldado rojo, un muchacho al que los viajeros saludan
con entusiasmo (no sabemos si verdadero o fingido).
Se detiene el tren, sube al furgón un
destacamento del ejército rojo y reanuda la marcha
para detenerse a unas pocas verstas, en la primera estación
rusa, que es un pequeño edificio de madera con
la fachada enguirnaldada y ornada por una cromolitografía
de Lenin.
¿Es esta la Rusia que esperábamos encontrar?
No. La leyenda de la estepa –como la leyenda flamenca
que obsesiona al extranjero en España- nos dominaba:
esto no es el desierto, el terreno estéril hasta
el horizonte, sino una aldea inmensa, perdida en el
bosque y en la llanura, cultivada toda ella, salpicada
por las charcas y lagunas del reciente deshielo de la
nieve. Las aldeas suceden a las aldeas, los campos cultivados
a los bosques, y otra vez los campos, cuidadosamente
preparados para las próximas cosechas. Centenares
de niños saludan al tren en las frecuentes estaciones,
mientras el campesino, filosóficamente, fuma
y mira, y las mujeres venden a los viajeros huevos,
pan, tortas, embutidos. Este no es el país
hambriento, triste, consumido, que a pesar de lo que
sabíamos, pensábamos hallar. Cierto que
los campesinos están mal vestidos, pero no así
los empleados del tren, ni los soldados, ni los niños
de una escuela que con el maestro al frente toman el
sol en un campo, ni la mayor parte de las mujeres, que
van descalzas de pie y pierna, por costumbre, mientras
todos los hombres calzan formidables botas altas.
Estamos, pues, en una aldea, pero no es una aldea miserable,
como lo demuestran esos numerosísimos rebaños
–más frecuentes a medida que nos acercamos
a Moscú- que pastan en las verdes praderas. Este
no es un pueblo triste; nos lo dicen las estaciones
de Novo-Sokolniki y Vasilitjas, toda la gente chilla,
canta, ríe y alborota; y por doquier las insignias
soviéticas, la estrella y la hoz y el martillo
cruzados, en los coches, en los vestidos, en los frontis
de las estaciones, en las pequeñas isbas que
de vez en cuando enarbolan una banderita roja. Hay miserables,
sí; hay mendigos que piden y esto no nos produce
buen efecto en un principio; pero ya explicaremos porque
las cosas son así; Rusia se levanta, se reconstruye
a pasos agigantados, y aún no ha podido eliminar
todos los males del anterior régimen, de la revolución,
de la guerra civil, del hambre.
Por fin, después de haber salido de Oviedo
el tres de mayo, entramos en Moscú el dieciséis,
sin tropiezos ni obstáculos, como no sean los
que los franceses oponen para entrar en Alemania.
Unos cocheros pintorescos, con una chistera aplastada
y de alas muy vueltas, nos ofrecen sus servicios mediante
un precio fabuloso; es de advertir que esta honorable
clase no pudo ser dominada ni en los días más
críticos de la Revolución: como el coche
es de ellos y, por lo tanto, no explotan más
que al caballo, y sus servicios en Moscú son
indispensables por la enormidad de las distancias, nunca
se les pudo dominar. Nos negamos a aceptar servicios
tan caros; esperamos pacíficamente a que rebajen
los millones de rublos que nos piden y, en efecto, no
tarda en establecerse una curiosa puja entre ellos sobre
quién ha de llevarnos por menos cantidad, lo
mismo que en la rula del pescado.
Se entra en Moscú por un arrabal. El
contraste con las ciudades que hemos atravesado es marcadísimo;
enseguida aparecen los cientos de torres de iglesias
con las doradas cúpulas en forma de peana achatada,
y las brillantísimas cruces que hieren la vista
al devolvernos los rayos solares que caen sobre ellas.
Las calles, anchísimas, están animadas
por abigarrado gentío y muchísimos niños,
que se notan tanto porque apenas si se ve uno en París
o Berlín; multitud de vendedores ambulantes pregonan
su mercancía; los tranvías, recién
reparados y pintados, circulan llenos de gente; pasan
coches, autos, casi siempre con banderita roja, y motos;
se arreglan y pintan las pequeñas casas;
otras, cuya construcción se suspendió
al principio de la Revolución, están ya
terminadas y muestran, en una arquitectura severa, sus
brillantes pinturas y encalados; los comercios están
abiertos y los escaparates llenos de muestras. Pasada
la Puerta Roja (así llamada antes de la Revolución)
encontramos un bullicioso mercado de campesinos, como
los de nuestros pueblos, donde centenares de mujeres,
en pie, sosteniendo en brazos el mostrador, ofrecen
toda clase de alimentos y baratijas.
Cualquier ciudadano de ahí creería
encontrar nada más que soldados rojos, fieros
policías de la Tcheca, comunistas con un hacha
en las manos; semblantes lívidos, cuerpos macilentos,
casas en ruina y ametralladoras por las calles. Nada
de eso. Hay huellas, sí, en los desconchados
de las casas, en el pavimento estropeado, en las ropas
humildes de algunos viandantes, de la terrible enfermedad
pasada; ahora, sin embargo, se trabaja con esfuerzo
la “Nep” (nueva política económica)
preconizada por Lenin, está salvando a Rusia,
sin que el proletariado ceda una partícula de
poder, y todo el mundo reconoce que los comunistas cumplen
su palabra, y que otra guerra civil aniquilaría
al país por completo, pues ellos son la única
garantía de orden y progreso.
¿Exagero los tonos claros del cuadro? Ya expondré
la nota triste. Este es el tercer día que estoy
aquí y no hago más que informarme, interrogar,
tomar notas. Afortunadamente, tropiezo con gente sincera
que nada me ocultan, comunistas o no, y me señalan
el mal, pero con un semblante de confianza, que quiere
decir: ¡venceremos a pesar de Inglaterra!