En ESPAÑA, la Francmasonería tiene precedentes
monumentales y documentales más claros y convincentes
que en ninguna otra nación de Europa.
El
más importante de todos es la Capilla de Mosén
Rubí, o Templo de la Anunciación, de Avila,
sito al Norte de la ciudad, dentro de la muralla, entre
el Mercado Chico y el Arco del Mariscal.
Fue
construido en los comienzos del siglo XVI, a expensas
de doña María Dávila, y es un octógono
de piedra sillar magníficamente tallada, muy
claro en su interior y de gran elevación, que
forma una sola nave, a la que da acceso otra más
baja, y tiene anexo otro edificio, asentado sobre un
gran patio, que, por designio de sus fundadores. sirvió
de benéfica hospedería para campesinos
y labradores pobres.
Se
trata indudablemente de un edificio construido por masones,
costeado por masones y para fines masónicos,
esto es, benéficos y filantrópicos.
La
forma del templo es exactamente igual a la de las Logias
de Rito Escocés, y las dos columnas del paso
al interior son las reglamentarias y obligadas, no faltando
en ellas más que las respectivas iniciales, que
acaso en algún tiempo las ostentaran. La vidrieras
policromas de los ventanales ostentan los emblemas de
los grados 3º y 4º; las alegorías predominantes
en los contrafuertes del ábside, en los botareles
y en los pilares del interior corresponden a los símbolos
de los grados 1º y 3º.
La
columna triangular que soporta el púlpito, de
mármol, tiene en sus lados, esculpidos, los emblemas
de los grados de Aprendiz, Compañero y Maestro,
acaso para significar que sólo podían
hablar desde allí los que hubieran obtenido el
último. La silla presidencial del coro tiene
en lo alto de su respaldo el escudo del grado 30; la
figura que corona el triángulo final del altar
mayor es la alegoría del grado 33, y toda la
ornamentación del edificio ofrece una clarísima
interpretación masónica. Es también
muy digna de ser tomada en consideración la cláusula
testamentaria creadora de la hospedería. Sabido
es que la superstición fatídica del número
13 es de la más pura ortodoxia católica
y tiene su origen en la Sagrada Cena, pues de entre
los trece reunidos en ella, los doce Apóstoles
y Jesucristo, salió el traidor Judas Iscariote,
que con su villanía hizo posible la Redención,
por lo cual los cristianos debieran haberle perdonado,
ya que sin su crimen se hubiese frustrado el divino
designio. Pues para combatir esta superstición,
y el combatirlas todas es una de las grandes finalidades
masónicas, dispone dicha cláusula que
seis eclesiásticos den albergue y asistencia
a trece ancianos de uno y otro sexo. Recuérdese
además que la plantilla de dignidades y oficiales
de una Logia consta y constó siempre de trece
hermanos.
Para
completar la referencia, añadiré que en
1530 la Inquisición prohibió que el templo
se terminara, y el Arzobispado de Toledo lo excluyó
de la visita pastoral. En cuanto a la personalidad
masónica de Mosén Rubí, no ofrece
duda alguna. Tiene en el templo su estatua, no yacente
ni orante, sino erguida y arrogante, en actitud de sacar
la espada con la mano izquierda, gesto específico
y rituario del Caballero Kadosck grado 30, del cual
es evidente que estaba en posesión Mosén
Rubí, como atestigua también el paramento
del sillón que tenía derecho a ocupar
en el coro.
El
edificio es único en el mundo; tiene además
el mérito de estar situado en el corazón
de una de las ciudades de más obstinada tradición
católica, y la Francmasonería española
tiene a su cargo el pecado gravísimo de no haberlo
reivindicado en alguna de las épocas en que pudo
hacerlo, y sigue cometiendo aún otro más
grave: el de no encauzar hacia esta preciosa reliquia
el turismo masónico internacional.
De
Mosén Rubí consta que vivió muchos
años en Flandes, en donde seguramente fue iniciado.
También pudo suceder que en Holanda, en donde
asimismo residió, emancipara su conciencia y
fuera luego uno de tantos españoles como inició
en la Orden en 1519 el Almirante Coligny, Señor
de Chatillón, quien al morir en Fuenterrabía,
en 1522, hizo constar reiteradamente que no era católico.
Hay
otro documento, perfectamente auténtico, que
también acredita la antigüedad de la Francmasonería
española.
En
1535 se celebra en Colonia una Convención Masónica,
a la que asisten los Venerables o Presidentes de las
diecinueve Logias más importantes de Europa,
y entre las firmas que lleva el acta, descubierta y
constatada en 1637 en el archivo de la Logia "Frederik
Kredehall", de La Haya, consta la de Ignacio de
la Torre, representante de España.
La
Francmasonería moderna aparece en España
en 1728. Dada la gran importancia política y
económica que por entonces tenía nuestra
nación, Inglaterra no podía descartarla
de su gran obra. El Duque de Warton, ex Gran Maestre
de la Francmasonería inglesa, vino, tal vez expresamente,
a organizar la nuestra,
y debió encontrar terreno propicio y abonado,
porque en muy breve espacio logró fundar la Logia
Matritense, que inicia sus trabajos en 15 de febrero
del citado año, y en 7 de abril del mismo es
solemnemente instalada, bajo los auspicios de la Gran
Logia Inglesa, que le asignó el número
60 en el Registro de Talleres activos. Este primer
Templo se estableció en la calle Ancha de San
Bernardo. (Lo fue en una casa, con pretensiones
de palacio, que tenía entonces el número
17 y hacía esquina a la calle de la Garduña,
tabique por medio con un convento de Bernardos que había
en el número 19. La casa era entonces la mejor
posada de Madrid; se llamaba "Hôtel du Lis",
al que se entraba por la calle Ancha. Otra entrada por
la calle de la Garduña daba acceso a la Logia
Matritense.)
Adquirió
la Orden extraordinario desarrollo, principalmente en
Andalucía, tanto que Felipe V, temeroso de su
poderío y tomando como pretexto la bula de Clemente
XII, publicó en 1740 un Edicto contra los masones,
por lo que muchos fueron entregados a la Inquisición
y no pocos condenados a galeras.
En
1751, el Pontífice Benedicto XIV lanza un nuevo
anatema contra la Francmasonería, lo que sirve
para que otra vez el Rey azuce sus esbirros; pero los
masones habían aprendido a ser cautos, y la persecución
oficial no causa en ellos grandes estragos. Quien los
causa de verdad en aquel tiempo es la astucia de
un fraile llamado José Torrubia; de acuerdo con
el Santo Oficio, se hace iniciar en una Logia, con nombre
supuesto, introduciéndose en la Orden de tal
modo que pudo poner en manos de la Inquisición
una denuncia contra noventa y siete Logias, con los
nombres de sus afiliados, y una calumniosa relación
de los trabajos realizados en ellas. No hay para qué
decir que todos los denunciados sufrieron prisiones
y tormentos y algunos de ellos la muerte.
Por
Decreto de 2 de Julio de 1757, Fernando VI la prohíbe
en sus dominios bajo penas severísimas, pero
no logra extinguirla; por el contrario, trabaja
en secreto, recoge adeptos de calidad y lucha denodadamente
contra el poderío jesuítico.
Bajo
el reinado de Carlos III adquiere un desarrollo extraordinario,
debido en gran parte a la acendrada fe masónica
de Campomanes, Fiscal del Consejo de Castilla, y a la
ecuanimidad de Jovellanos.
En
1767 se instala en España la primera Gran Logia,
bajo la presidencia del Conde de Aranda, hecho que coincidió
con la expulsión de los jesuitas, medida que
creyeron conveniente todos los Gobiernos europeos de
aquella época, y que fué especialmente
celebrada aquí por el clero secular. Entre
otros, el Obispo de Zamora escribía: "Lauro
inmortal de Carlos III será en los venideros
tiempos la expulsión de los jesuitas..."
En
1780, la Francmasonería española, bastante
fuerte ya para valerse por sí misma, se emancipa
de la Gran Logia de Inglaterra y constituye su "Gran
Oriente", que se instala en el palacio de los Duques
de Híjar, en la Carrera de San Jerónimo.
Contra
lo que afirma de Godoy la ignorancia frailuna, que suele
presentarlo como un "masón ejemplar",
el explotador de todas las impotencias de Carlos IV
denunció en 1794 al Conde de Aranda, entre otras
personas que formaban "Sociedades contrarias al
servicio de S. M.", lo que determinó la
caída del gran Ministro y acaso su muerte, acaecida
poco después de sobreseído el proceso
que se le siguió con motivo de la denuncia.
En
la dirección de la Francmasonería española
sucedió al Conde de Aranda el de Montijo, y como
no tenía las dotes, la fe ni el entusiasmo de
su antecesor, cayó la Orden en lamentable decadencia,
tanto que casi llegó a dispersarse.
José
Napoleón, que había sido Gran Maestre
de la Masonería francesa, fundó en Madrid,
en octubre de 1809, la Logia Santa Julia, y la instaló
en el edificio que había ocupado la Inquisición,
disuelta por un Decreto suyo.
Poco
después creó también un Gran Oriente,
al que se adhirieron las Logias constituidas por los
militares franceses en las provincias ocupadas, y en
el que se impuso la fraternidad masónica, que
congregaba en los templos a los adversarios políticos
y militares, y haciendo abstracción de la causa,
de las discordias y las luchas, aquel Oriente salvó
de la muerte o de la prisión a no pocos masones
de uno y otro bando.
En
esta organización ejercía un alto cargo
el acendrado patriota don Agustín Argüelles,
y del seno de ella fue a las Cortes de Cádiz
una representación importantísima por
su calidad y su cantidad.
Desde
1814 a 1820, Fernando VII persigue sañudamente
a la Francmasonería; basta un indicio de haber
pertenecido a ella para ingresar en la cárcel
y sufrir el tormento.
En él murieron todos los afiliados a la Logia
de Murcia en 1819, con una sola excepción, la
del ilustre Abogado Romero Alpuente, que hubo de soportarlo
con entereza y heroísmo.
La
brevísima etapa de libertad que se inicia en
1820 determina la reorganización rápida
de la Orden, que encomienda su Maestría al General
Riego, quien la desempeña hasta el momento de
su horrible suplicio. (El ambiente masónico
debió ser por entonces en Madrid verdaderamente
extraordinario, a juzgar por este episodio: Espronceda,
que apenas contaba quince años, había
fundado con don Patricio de la Escosura, que no tendría
muchos más, y otros amiguitos una Sociedad secreta
que se titulaba "Los Numantinos". Primero,
se reunían en los cerros inmediatos al Observatorio,
después en la pradera del Canal y, por último,
lograron alquilar un sótano. Un día, jugando
a las puertas de los Estudios de San Isidro, presencia
horrorizado cómo arrastran a Riego en un serón
hacia la horca erguida en la Plaza de la Cebada. Siguen
al héroe y ven su muerte ignominiosa; cierran
aterrados los ojos y vienen al misterioso sótano,
en el que levantan y firman acta por la que se comprometen
a dar muerte al monarca ordenador de tal infamia. Una
mano misteriosa descubre y delata el sótano y
el documento, y Espronceda es condenado a sufrir cinco
años de prisión en el Convento de los
Franciscanos de Guadalajara. Más tarde, fueron
masones de verdad Espronceda y Escosura, y en sus vidas,
singularmente en la de este último, que fue dilatada,
no hay el menor indicio de inclinaciones a castigar
un crimen con otro crimen.)
Desde
entonces, la Francmasonería española sigue
las oscilaciones de la política: el absolutismo
de 1824 castiga con pena de muerte al masón por
el mero hecho de serlo, y el inaudito castigo se
cumple, con el escarnio que en la época le era
inherente, sobre siete masones de Granada en 1827 y
en la misma capital en 1828 sobre el Marqués
de Lebrillana y el Capitán don Fernando Alvarez
de Sotomayor, y sobre el Teniente coronel Gálvez,
en Barcelona.
Como
la Francmasonería, por su historia y sus principios,
parece ha de ser inmortal, en 1829 se rehace bajo la
presidencia del Infante don Francisco de Paula de Borbón,
y adquiere tal fuerza que en 1832 la Reina Cristina
solicita su auxilio para evitar el golpe de Estado que
preparaban Calomarde y Alcudía.
Con
el encumbramiento de Narváez vuelven las persecuciones
contra la Francmasonería, y sólo alcanza
algunos momentos de respiro bajo el Gobierno de Espartero,
que había sido iniciado en ella durante su estancia
en América; pero Narváez logra dispersarla
y vive una vida penosa, desorganizada e incoherente,
hasta que las libertades conquistadas por la Revolución
del 68 le permiten salir a la superficie y ponerse en
vías de reorganización.
No
es muy fácil lograr esto último; los masones,
disgregados, han ido afiliándose a Orientes extranjeros
y creando nuevas potencias y disciplinas, que no logran
coordinar y mucho menos unificar la energía de
Ruiz Zorrilla ni la habilidad y el entusiasmo
de Sagasta, Sin duda el triunfo estaba reservado
para que sirviese de premio al abnegado entusiasmo y
a la gloriosa actividad de don Miguel Morayta,
quien logra levantar el Gran Oriente Español
con tal prestigio que las organizaciones que no se le
someten quedan totalmente anuladas. (De la confusión
de Orientes, disciplinas y obediencias se aprovecharon
los enemigos de la Francmasonería para procurar
su descrédito. Prueba de ello es hecho certísimo
que yo conté en mi novela "El Hermano Rajao,
Grado 33", tan mal interpretada por algunos masones
analfabetos y cizañeros, que hicieron ver una
invectiva en donde había una leal defensa. No
recuerdo bien si en el año de 1906 o en el de
1907, un señor de rostro venerable, bien vestido
y un poco literato, me vendió en un café
por dos duros un título de Grado 33 de no sé
qué Oriente en el que había estampada
una preciosa colección de sellos. Joven e inexperto
entonces, creí que se trataba de un sablazo pintoresco
y di de buena gana los dos duros para que aquel señor
satisficiera la suya; pero aunque no estaba yo aún
iniciado en la Orden, la mixtificación me indignó
y rompí el título. Después he sabido
que aunque algunos como el de mi caso ejercían
tal comercio por necesidad, otros lo hacían para
sembrar en torno de la Francmasonería la confusión
y el descrédito.)
A
la muerte de aquel eminente historiador y catedrático,
a quien tanto debe la Francmasonería española,
contaba el Gran Oriente Español con 235 Logias
Simbólicas, siete de Adopción, 44 Triángulos,
tres Grandes Consejos Regionales, 45 Capítulos
de Rosa-Cruces y II Cámaras de Caballeros Kadosck.
Las Potencias masónicas extranjeras tenían
en el Gran Oriente Español 25 representantes
o Garantes de amistad.
Después
de desempeñada interinamente durante un año
la Gran Maestría por quien estas líneas
escribe, recayeron los altos poderes en el inolvidable
Doctor Simarro, cuyo elevado prestigio en el orden
científico y en el orden moral atrajo a ella
numerosos adeptos.
Con
la muerte del eminente Doctor Simarro se inaugura la
etapa contemporánea de la Francmasonería
española, que ha acrecentado su prestigio con
las luchas durísimas que hubo de sostener contra
la Dictadura y los trabajos que realizó para
la instauración de la República.
Del
libro: "La Francmasonería. Sus apologistas
y sus detractores".
De Eduardo Barriobero y Herrán
Madrid, 1935.