Mitin aliadófilo, llamado de la dignidad, que
se celebró el domingo 27 de Mayo de 1917 en la
Plaza de Toros de Madrid.
En
los palcos, carteles con los nombres de los barcos españoles
torpedeados por los alemanes. En dos de ellos, sendos
carteles de saludo de las izquierdas de Gijón
y Oviedo. Exceso de policía dentro de la plaza
y de guardia civil fuera. La tribuna presidencial la
componían: Azcárate, Pérez Galdós,
Simarro, que presidió; y los que hicieron uso
de la palabra: Alvaro de Albornoz, Andrés Ovejero,
Roberto Castrovido, Emilio Menéndez Pallarés,
Miguel de Unamuno, Melquíades Alvarez y Alejandro
Lerroux. También estaban en la tribuna: Morayta,
Palacios, Anedo, Echevarrieta, Lamana, Moya Gastón,
Albert, Corujedo, Zulueta, Llarí, Hurtado Mendoza,
Catalina, Castrovido y otros diputados y dirigentes
republicanos.
Delante de la tribuna había colocado
un gran cartel con el nombre de Enrique Granados, el
insigne compositor y pianista muerto en Marzo de 1916
al ser hundido por un torpedo alemán el transatlántico
en el que viajaba.
Palabras
de Melquíades Alvarez.
(A sus 53 años).
Señores:
La voz del deber, ennoblecida por el sentimiento de
la Patria, congrega aquí a todas las izquierdas
españolas.
Nos une a
todos la democracia, ya que todos reconocen a que sólo
en el Pueblo tienen su raíz las instituciones
políticas, y todos reconocemos, además,
que sólo la voluntad popular, convirtiéndose
en esclavos de la misma, podrá justificarse la
vida precaria de otros poderes mayestáticos.
Al Pueblo,
pues, como verdadero y único soberano, acudimos
nosotros, para que decida de los destinos de España
en estos momentos culminantes de su historia. Lo que
vosotros resolváis, será, en definitiva,
lo que prevalezca; no nos importan otras opiniones.
No olvidéis, ciudadanos que me escucháis,
que en la vida de los estados modernos, los mandatos
del pueblo constituyen la ley obligatoria para todos,
para el rey y para el Ejército, porque si se
rebelaran contra el pueblo, el rey se convertiría
en un usurpador de su poder y el Ejército en
una oligarquía indisciplinada y facciosa. (Grandes
aplausos).
Os lo han
dicho todos los oradores, os lo digo yo; este
mitin es el de la dignidad nacional, porque venimos
a defender el honor y el porvenir de España;
pero este mitin es también para todos nosotros,
para las izquierdas españolas, una vindicación
contra las maniobras injuriosas de los elementos reaccionarios.
Observaréis,
amigos míos, que jamás las derechas
se mostraron tan insolentes y tan agresivas comoa ahora;
es la embriaguez que les produce un ambiente por ellas
mismas creado. Tienen por descontado el triunfo;
cuentan, según gratuitamente dicen, con el apoyo
del Ejército, presumen monopolizar el patriotismo,
toman por cobardía nuestra prudencia, y como
si esto fuera poco, pretenden suscitar contra muchos
de nosotros la impopularidad y el odio, presentándonos
a los ojos del Pueblo como traidores y vendidos. (Muy
bien.)
A mí
no me extraña ni las esperanzas ni los agravios
de las derechas. Las esperanzas son el fruto de su estructura
mental, un poco propicia a la puerilidad y a los absurdos
infantiles; los agravios son naturales, y no olvidéis
que la honradez de los hombres públicos ha sido
constantemente el blanco de las almas mercenarias. Responden,
además, a una táctica conocida, táctica
de infamias, táctica de captaciones perversas,
de audacias inverosímiles, la táctica
que utilizaron contra todos los liberales en el siglo
pasado, la táctica que encendió
en España tres guerras civiles, manchando la
Historia con todo linaje de crímenes, la táctica
que ha sumido a España en este estado de atraso
que hace que recaiga sobre nosotros, ya que no el desprecio,
la compasión humillante y despectiva de todos
los pueblos del mundo. (Muy bien.)
Tengamos
el valor, por patriotismo y por deber, de desenmascarar
a nuestros adversarios, definiendo con claridad nuestra
posición y nuestra actitud en cuanto a la guerra.
¿Qué
os he de decir de la guerra? ¿Qué puede
decir todo hombre que piense acerca de la guerra? La
guerra es azote y educadora de la humanidad a un mismo
tiempo; azote, por su trágica desolación,
con su cortejo inevitable de dolores y lágrimas;
por las enseñanzas que encierra, sobre todo por
esa corriente ideológica que fluye de su seno,
es renovadora de grandes valores con fuerza prolífica
bastante para crear un mundo nuevo, en el cual, amigos
míos, yo abrigo la esperanza de que la paz social
se asiente sobre la justicia y no sobre las armas, y
en el cual la libertad y el trabajo fecundarán
la vida entera, haciéndola cada vez más
generosa, más racional, más progresiva
y más humana. (Muy bien.) Por eso yo no concibo,
como no concebía el ilustre Unamuno, que nadie
pueda desentenderse de la guerra, ni los hombres ni
los pueblos. Esa inhibición absurda que algunos
pregonan supondría en los hombres una pasividad
rayana en el crimen; en los pueblos, un aislamiento
suicida, precursor inevitable de su abyección
mortal y de su muerte.
Ya sé
yo, ya sabéis todos también, que España,
por desgracia, ha pasado por aberraciones y delirios
semejantes; vivimos durante todo el siglo XVI apartados
de aquel movimiento que representaba la reforma religiosa,
y por haber un fanatismo que es la carroña moral
de nuestro espíritu, que nos impulsa a ser misoneístas
y crueles y que incapacita a España para marchar
en la Historia con aquel ritmo acelerado y progresivo
conque marchan otros pueblos civilizados.
Quisimos
cerrar las fronteras al espíritu fecundo de la
revolución francesa, y por haber intentado
esto, por no habernos compenetrado a tiempo con sus
enseñanzas, llevamos hace más de un siglo
oscilando entre la anarquía y la servidumbre,
sin haber encontrado todavía los ciudadanos españoles
la fórmula salvadora de nuestro régimen
político.
Si ahora
hacemos lo propio, si quisiéramos desviarnos
de esta catástrofe que conmueve al mundo y permanecer
indiferentes ante lo que ella significa, sobre desaprovechar
el momento preciso para incorporarnos a la vida de la
civilización moderna, pondríamos en peligro
la integridad y la independencia de nuestra vida nacional.
Por
ser así, por creerlo así, yo he sostenido
en nombre de los reformistas españoles que no
se puede conservar esa neutralidad pasiva, llamada neutralidad
estricta, que sólo sirve para quedar mal con
todos, por lo mismo que nos obliga a permanecer equidistantes
de unos y otros contendientes. (Aplausos.)
No; hay que
decir a las derechas reaccionarias, hay que decir a
los gobiernos españoles que con esa neutralidad
estricta no se sirven los intereses de la justicia;
se sirven las ambiciones del imperialismo alemán.
La neutralidad tiene que practicarse con vistas a los
intereses de España y aprovecharnos de posición
geográfica y seguridad de su independencia, a
las intuiciones claras y previsibles del porvenir, y
si se hubiera practicado así, el gobierno español,
interpretando los intereses del país, habría
seguido una neutralidad benévola con los aliados,
habría logrado una absoluta compenetración
moral con la noble causa que aquellas naciones defienden.
(Grandes aplausos.)
Sin miedo
a nadie, españoles que escucháis, sin
miedo a nadie, decid que España no puede estar
en ninguna forma con los Imperios Centrales; se lo vedan
los intereses políticos del pueblo; se lo veda
la causa suprema de la justicia, se lo veda el interés
de la civilización; se lo veda, en fin, como
decía el Sr. Menéndez Pallarés,
la conveniencia propia de la patria.
Los intereses
políticos. Abrid el espíritu, republicanos
y demócratas, abrid el espíritu de la
esperanza. Después de la revolución rusa,
después de las palabras proféticas de
Wilson, nadie puede desconocer que las naciones
aliadas encarnan el espíritu de la libertad y
de la democracia, frente al régimen militarista
y autocrático que personifican los Imperios Centrales.
(Grandes aplausos.)
Por eso estamos
al lado de los primeros, porque si en todas partes la
reacción es intolerable, aquí, en España,
por una levadura de fanatismo que tiene la vida de tres
siglos, la reacción sería bárbara
y enconada. Sí; decidlo alto: el régimen
de la autoridad significa la opresión de la conciencia
y la captación abusiva de todas las libertades
públicas.
El
régimen militarista aquí, en España,
sin el freno de la cultura que existe en otros países,
representaría el despotismo permanente y escandaloso
de la fuerza. (Prolongados aplausos.)
Españoles
que me escucháis; decid a nuestros enemigos que
es el amor a la justicia el que nos impide estar con
los Imperios Centrales. Tiene fama este país
de ser como Don Quijote, romántico, caballeroso,
un tanto soñador, paladín esforzado de
las causas nobles. Pues bien, por más pasión
que se ponga en el juicio, habrá que reconocer
que sólo a la voluntad de los Imperios Centrales
y a esa megalomanía pangermanista, nutrida con
exaltaciones de raza y con ambiciones conquistadoras,
se debe el desastre de esta catástrofe, donde
perece la juventud entre mares de sangre y donde se
destruye la riqueza entre ruinas y desolaciones. (Grandes
aplausos.)
A mí
no me extraña, no me ha extrañado nunca,
que patrocinen esta causa legitimistas, carlistas y
hasta mauristas. (Aplausos.) No me extraña, tienen
miedo al pueblo, viven, además, de espaldas a
la luz y su pasión política no les permite
discernir con verdad la justicia. Lo que me extraña,
descontando su insensatez, es que se coloquen de este
modo los llamados católicos. ¡Qué
sacrilegio, demócratas y republicanos españoles!
¡Qué sacrilegio! (Aplausos.) ¡Católicos
justificando aquella invasión criminal de Bélgica,
que sirvió para que esta nación escribiese
la página más gloriosa de su historia!
(Ovación estruendosa y vivas a Bélgica);
católicos justificando las deportaciones de Francia;
católicos justificando aquel hundimiento criminal
del Lusitania, donde pobres mujeres y niños encontraron
la muerte por las asechanzas del Imperio germánico.
(Nutridos aplausos.) Yo les diría: Católicos
insensatos, católicos fanáticos, católicos
que degradáis la religión, subordinándola
al interés político, pensad en lo que
hacéis. (¡Bravo, bravo! Aplausos prolongados.)
Pensad que
la Iglesia representa todavía en los pueblos
una gran fuerza moral; pero para conservarla es indispensable
que esta fuerza viva asociada permanentemente a los
sentimientos de la piedad y de la justicia. (Muy bien,
muy bien.) Y si por un divorcio pasional esa fuerza
moral se separase de la justicia y simpatizase con la
barbarie y con el crimen, su prestigio se hundiría
definitivamente ante la execración... (Aplausos
estruendosos, que impiden continuar al orador.)
Decidles,
amigos míos, a nuestros adversarios, que el pueblo
español no puede estar al lado de los Imperios
Centrales por interés de la civilización.
Yo no sé si tienen razón los socialistas,
muchos socialistas, cuando dicen que el carácter
predominante de esta lucha es un antagonismo de intereses
económicos. Yo sólo diré que la
realidad es más compleja queridos amigos míos,
y que la realidad nos dice que en la lucha hay todo
eso; pero hay algo más: hay la contienda
de dos civilizaciones, de una civilización occidental,
que es la nuestra, y de una civilización germánica,
que es la suya. Para mí, la civilización
occidental, la nuestra, heredera de la civilización
greco-latina, elaborada a través de los siglos
por una pléyade de filósofos, de artistas,
de pensadores, ennoblecida por el Renacimiento, purificada
por la Reforma, templada, además, en el fuego
santo de varias revoluciones; esta civilización
occidental ha hecho surgir todo el movimiento humanitario
y democrático que tuvo influencia decisiva en
Inglaterra durante el siglo XVII, en Francia durante
el siglo XVIII, que fue la base de la independencia
americana, que contribuyó a formar la unidad
italiana y que ha influido preferentemente en el desarrollo
actual de la revolución rusa.
Os lo diría
mejor, mucho mejor que yo, mi sabio e ilustre compañero
Sr. Unamuno; el pensamiento alemán se desvió
de esta dirección científica, formó
una cultura suya, una especie de panteísmo político
sobre la base de aquella omnipotencia del Estado, ente
divino, que por lo mismo que concentraba en sí
la plenitud de la fuerza, sacrificaba a ella todos los
intereses y todas las aspiraciones. Y de aquí
a la divinización de la guerra, a la idealización
de la guerra, no había más que un paso.
Lo apoyaba la historia. Toda la vida de los Hohenzollern
y de Prusia era una apoteosis viviente de la fuerza;
habían sido electores en un castillo que dominaba
Suavia, habían sido después reyes de Prusia,
habían llegado a ser emperadores de Alemania,
y por efecto de esta eficacia de la fuerza,
oídlo bien, quieren hacer que para Europa sea
Alemania lo que para Alemania ha sido Prusia: el eje
de una confederación donde el Imperio alemán
ejerce el poder absoluto y la hegemonía sobre
todos los pueblos, y sobre todas las naciones de la
tierra. (Grandes y prolongados aplausos.)
Y por eso
no estamos con Alemania.
Yo voy a
decir dos palabras, para condensar sintéticamente
mi pensamiento y terminar. (Una voz: Falta algo.)
Ya sé
lo que falta. Tened calma, porque yo os lo daré
todo, que no acostumbro jamás ni a recatar mi
pensamiento ni a convertirme, por temor, en cortesano
de las muchedumbres. Os diré que nosotros
no queremos predicar la guerra; no queremos ir a la
guerra. Los que dicen eso son plumas inverecundas
y mercenarias, vendidas al oro extranjero. No queremos
la guerra, no predicamos la guerra; pero... (Tumulto;
momentos de confusión en algunos lugares de la
Plaza.) Orden, señores. Dejad que griten. Dejad
que griten y permitidles que interrumpan; no nos importa.
No queremos la guerra; no hemos predicado la guerra;
pero nosotros, patriotas, no podemos permitir que se
ultraje, que se ofenda, que se escarnezca la dignidad
de España como nación. (Grandes aplausos.)
Me pedíais
una declaración. (Voces: venga.) Allá
va. Yo, queridos amigos, en unión de los diputados
reformistas, estuve en Francia, visité a sus
hombres políticos, llegué a las trincheras.
Cuando llegué a las trincheras, al ver mi pequeñez,
no sabía si arrodillarme o permanecer en pie;
aquellos “noilos”, aquella gente del pueblo,
aquellos soldados de Francia me parecieron los soldados
de la Convención que llevaban en su alma el ideal
redentor de la Humanidad. (Grandes aplausos.), y cuando
los vi así, yo dije para mis adentros: ¡Qué
grandeza la del pueblo francés! ¡Qué
heroísmo el del pueblo francés! ¡Qué
virtud tan extraordinaria y tan magnífica la
de aquella República redentora que había
sabido organizar aquel ejército de héroes!
Y lo comparé
con España y pensé en mi país,
al ejército que tan espléndidas pruebas
de heroísmo ha dado en nuestra historia, hoy,
por culpa de los gobiernos, no se compenetra como debe
para adquirir todo aquel prestigio sólido de
la institución armada, con la voluntad y el cariño
del pueblo.
Y
yo me dije: fui republicano, no dejé de serlo
jamás. (Grandes aplausos.)
Pero he de
deciros que pensé, que sigo pensando, que en
la política moderna, dadas mis ideas, que respetaréis,
la forma de gobierno no podía ser el ideal permanente
de la vida política del país. ¡Ah!
Pero yo os digo en nombre del Partido Reformista, lo
que decía Unamuno: estamos aquí
para defender el honor de España, para salvar
la dignidad de España, para consolidar el porvenir
de España. Si alguien se opone, por muy alto
que esté, ése alguien desaparecerá,
no lo dudéis. (Bravo, bravo; ovación estruendosa,
que se prolongó largo rato).
A
la salida del mitin, Alejandro Lerroux sufrió
un intento de agresión por parte de
un hombre con una estaca. El cortejo de acompañantes
consiguió neutralizar al agresor. El
coche en el que iba Melquíades Alvarez fue apedreado
y atacado por un grupo de jóvenes armados con
bastones cuando circulaba por la calle de Alcalá,
frente al iglesia de la esquina de Legasca. Sus acompañantes
se levantaron y sacaron las browning poniendo en fuga
al grupo de agresores que se mezcló entre los
que salían de misa. Resultó herido de
una pedrada el director de El Noroeste, Rafael Sánchez
de Ocaña. Se supone que los agresores eran de
filiación política maurista.