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Entre Repúblicas
Contra la guerra con los Estados Unidos.
                                                

Contra la guerra con los Estados Unidos

Por Francisco Pi y Margall
(Publicado en el semanario federal
El Nuevo Régimen el 14-5-1898)

 

En medio de las grandes desventuras de la Patria, conviene que cada cual diga su pensamiento: consigno el mío.

Hasta el año 1783, América estuvo en poder de Europa. Emancipáronse aquel año las colonias inglesas del Norte después de largas y sangrientas luchas. Veintiséis años después ganó el espíritu de independencia a las que nosotros poseíamos de Méjico a Chile. Tras veinte años de continuas guerras, nos arrojaron de su territorio y se erigieron en Repúblicas.

No nos quedaron de aquel vasto imperio colonias, sino dos islas: la de Cuba y la de Puerto Rico. La de Puerto Rico se resignó a seguir viviendo bajo el dominio de España; no la de Cuba, que nos miraba hacía tiempo con enojo. El año 1823, Cuba, oyendo a Bolívar, urdía ya contra nosotros una vasta conspiración que, a no haber sido descubierta, tal vez le hubiese dado la independencia que apetecía.

Desde entonces acá no ha dejado de trabajar Cuba por emanciparse. En los últimos treinta años ha redoblado sus esfuerzos. Del 69 al 78 sostuvo una guerra en que llegó a tener contra sí hasta 60.000 hombres. Sólo por un convenio depuso las armas.

Renovó el mismo año 1878 la guerra, y aunque sucumbió prontamente, no desistió de su empeño. Se ha presentado diecisiete años después más formidable que nunca. No con 60.000, sino con 200.000 soldados ha debido batirse; y hoy, después de tres años de no interrumpidos combates, mantiene erguidas sus banderas. De Oriente a Occidente las ha paseado casi incólumes.

Al verla tan decidida y poderosa, comprendimos desde luego los federales la imposibilidad de reducirla por las armas, y encarecimos la urgencia de otro convenio. Empecemos, decíamos, por donde acabamos la guerra anterior, y ahorraremos oro y sangre. Ofrezcámosle la autonomía que nosotros queremos para las regiones de la Península, y si no la admite, negociemos la paz sobre la base de la independencia.

Hemos reconocido, añadíamos, la de las demás colonias de América, ¿por qué no hemos de reconocer la de Cuba? Ni eran las otras más cultas, ni habían hecho mayores esfuerzos por conseguirla; y es seguro que aun cuando hoy la venciéramos, dejaríamos en el último campo de batalla el rescoldo de la guerra. Es imprescriptible la libertad de los pueblos: no nos resistamos por más tiempo a la de Cuba.

No se nos quiso oír, se dio la autonomía mal y tarde, continuó la lucha y produjo otra de mayor trascendencia. Clamaban uno y otro día los Estados Unidos porque se pusiese pronto término a una guerra que, sobre traerlos agitados y revueltos, les irrogaba grandes perjuicios; y como se los desoyera y aun se rechazara la mediación que por dos veces ofrecieron, tomando motivo de la voladura del Maine y de las crueldades de Weyler, amenazaron con la intervención y al fin la decretaron.

No con esto había salido aún la cuestión del territorio de Cuba. Las cámaras de la República habían autorizado a Mac Kinley sólo para que, disponiendo de las fuerzas navales y terrestres, pacificase la isla, y luego de pacificada la pusiese bajo el dominio y el gobierno de los cubanos.

¿Qué debió hacerse ante esa resolución de las Cámaras? Esperar a que se nos comunicara oficialmente y acceder a la independencia de la isla o proponer el arbitraje; en modo alguno dar ocasión ni pretexto a que se sacara la cuestión de quicio. Apasionóse el Gobierno, y al solo anuncio de que Mac Kinley había sancionado la resolución, dio las dimisionarias a Woodford y ordenó a Polo de Bernabé que abandonara la capital de la República. Sin declarar la guerra, dio lugar a que los Estados Unidos nos la declarasen.

Ya estamos con ellos en lucha. Nuestro primer choque ha sido una derrota. Hemos perdido en una noche más de 600 marinos y 11 buques de guerra. Tenemos al enemigo en Cavite amenazando a Manila; y llena de zozobra el alma esperamos noticias de un combate naval en el mar Atlántico. Si tampoco allí nos favorece la victoria ¿qué será de nosotros?

Se ha engañado al pueblo pintándole los Estados Unidos como una nación de mercaderes ineptos para la guerra, incapaces de sostener largas luchas, faltos de marinos y marineros, sin otra pasión que la codicia ni otro dios que el oro. Se le ha ocultado las dos guerras que sostuvieron con la Gran Bretaña, la de Méjico, la de 1861, principalmente sostenida por la redención de los esclavos.

Se ha ocultado el poder de aquella nación y la debilidad de la nuestra: desparramadas por el mundo nuestras posesiones, mal defendidas las fortalezas, corta la Armada, pocos los buques capaces de resistir el empuje de los de nuestros enemigos, escaso el oro, nervio de la guerra.

Nada teníamos, y hemos procedido como si de todo anduviéramos sobrados. No podíamos antes sobrellevar una guerra meramente colonial, y hoy hemos de sostener, además de la de Cuba, otra que alcanza a cuanto nuestro pabellón cubre y protege. Fatigábanos antes poner la atención en una isla; y hoy la hemos de fijar en todas las del Mediterráneo, en las del Atlántico, en las del Pacífico. ¿Qué hemos de hacer ahora?

Proponen algunos que invadamos el territorio de nuestros enemigos. Suponiéndolo posible, y aún fácil, ¿qué se adelantaría? La invadieron los ingleses en la guerra de 1812, y dos años después se apoderaron de Washington y entregaron a las llamas el Capitolio. Esto no los libró de salir vencidos y suscribir el tratado de paz de Gante sin conseguir que se les dejara libre el paso del Mississipí desde la desembocadura al nacimiento. Se trata de una nación de 70.000.000 de habitantes que puede llevar a las filas millones de soldados, de una nación que se ha mostrado en todas sus guerras tenaz como ninguna.

Confían otros en la mediación de las grandes potencias. Predominan hoy en Europa Rusia al Oriente, Inglaterra al Occidente, y las dos favorecen la causa de los Estados Unidos. ¿Qué ha de importar a ninguna la nuestra? Esa mediación sería difícil que la aceptara la República: nos lo dice el estudiado silencio que en su último mensaje guardó Mac Kinley sobre la nota de las seis naciones.

Con dádivas se proponen otros ganar el favor de poderosos pueblos. ¿Qué les vamos a ofrecer? ¿Servicios? No podemos hoy prestárselos, y por servicios futuros ninguna nación está dispuesta a sacrificarse. ¿Dominios? ¿Cuáles y en qué forma? En la guerra del año 1888 cedió el sultán de Turquía a Inglaterra, primero secretamente y luego por un tratado, la isla de Chipre. ¿Podría aquí imitarle la Corona? La Constitución y el honor se lo vedarían.

Necesitamos, con todo, acabar la guerra. Son terribles los males que nos irroga. Por el alza de los cambios sufren la industria y el comercio; se encarecen todos los artículos, aun los más necesarios para la vida; y el hambre provoca en todas las provincias asonadas y tumultos. No basta ya suprimir las cifras del arancel para los cereales: es necesario prohibir que se los exporte.

La baja de los valores del Estado es rápida, y vienen a ruina aun los modestos capitales fruto del ahorro. ¿A qué interés habremos de levantar hoy los empréstitos que la guerra exija? ¿Qué renta les daremos en garantía? La de aduanas está absorbida por los réditos y la amortización de los últimos 800 millones de pesetas que emitimos. Mengua el crédito a medida que los gastos crecen; crecen los tributos a medida que el trabajo mengua; y es cada día más penosa la situación de la Hacienda y la de los ciudadanos.

¿Qué hacer, repito, contra tamaños males? Las naciones deben mirar por su propia vida, y jamás consentir poderes que se la hayan puesto o se la pongan en peligro. Deben en casos tales exigir que vengan a regirlas hombres capaces de enmendar los pasados yerros. El error principal estuvo aquí en negarse a reconocer la independencia de Cuba; hay que reconocerla y pedir la inmediata suspensión de las hostilidades. La cuestión está casi intacta. Ni nosotros hemos retirado de Cuba nuestras tropas, ni los norteamericanos la han invadido; cabe estipular los medios de pacificar la isla, entregarla al dominio y al gobierno de los cubanos, y regular las relaciones mercantiles y rentísticas entre los tres pueblos.

Pretensiones a la anexión de Cuba no podemos suponerlas en la República. Ha manifestado muchas veces el deseo de adquirir la isla; pero protestando siempre contra el pensamiento de ganarla por la fuerza. Ahora mismo, en sus resoluciones de 21 de Abril, ha desmentido a la faz del mundo el propósito de ejercer en Cuba jurisdicción ni soberanía, como no sea para restablecer la paza y la concordia.

Tampoco podemos imputar a la República el deseo de retener las islas Filipinas. No tiene colonias. No las ha querido nunca. Se resiste hoy a ocupar las islas de Hawai, de que pudo hace tiempo apoderarse, por no romper su tradicional política.

Ventajas son esas que nos permitirían hacer un tratado del que saliera ileso nuestro honor y lo menos lastimados posibles nuestros intereses.

Para negociarlo, ¿qué no podríamos los federales? Nos une con los norteamericanos la identidad de principios y de sistema de gobierno. Entre ellos y nosotros hay corrientes de simpatía. En el año 1873 se apresuraron a reconocer nuestra República, y hasta se esforzaron por abrirnos un crédito con que pudiéramos salvar la difícil situación en que nos encontrábamos.

Nosotros, ¿ignoran acaso que desde los principios de la insurrección de Cuba hemos sostenido la necesidad de ponerle término por la autonomía o por la independencia? Nadia ha puesto aquí más alta que nosotros la imprescriptible libertad de los pueblos.

Otros, aun entre los republicanos, han cubierto de infamia a nuestros enemigos; no nosotros, que hemos visto siempre en aquella República la cuna de la democracia. En 1776, trece años antes de la Revolución francesa, había hecho Virginia en Williamburgo la declaración de los derechos que se ha mirado después como las tablas de la Nueva Ley.

No vaya, con todo, a creerse que pretendemos ser nosotros los que estipulemos la paz con la República. Estipúlela quien pueda, con tal que la estipule bien y pronto. Cada día que la guerra dure es un paso más hacia nuestra ruina. Acabémosla. De quererla sostener, habríamos de aumentar nuestras fortificaciones, afianzar las que existen, proveernos de mayores y más poderosos buques, seguir arrancando gentes al taller y al campo. ¿Es esto fácil? ¿Lo es para una nación exhausta como la nuestra? Cabe improvisar ejércitos, no armadas ni fortalezas que puedan resistir las descargas de los formidables cañones en uso. ¿Ni de qué serviría que los improvisáramos, si vencedores, vencidos, con o sin mediación de otras potencias, perderíamos la isla de Cuba, causa y origen de los presentes males?

Terminar la guerra: tal debe ser hoy, en mi juicio, el primordial objeto y fin de la política, sin que nos distraigan ni pasajeros triunfos ni pasajeras derrotas.

Madrid, 12 de Mayo de 1898