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Sindicalismo y socialismo (I). Por José Prat.

Sindicalismo y socialismo (I). Por José Prat


Conferencia leída en el Centro Instructivo
Obrero de San Feliu de Guixols
el 5 de Junio de 1909.
Biblioteca La Internacional.

 


Compañeros:

Es un hecho que el proletariado actual, este descendiente directo del siervo y del paria de las pasadas edades, vive, o, mejor dicho, vegeta debido a unas condiciones de vida que le sujetan a continua dependencia económico-política con relación a otras clases sociales y a continua miseria fisiológica, que son causantes de este embrutecimiento moral y de esta pobreza intelectual que le colocan en el último peldaño de la escala social. Estas condiciones de vida son artificiosas, no son naturales. Son producto de la prepotencia humana. Digan lo que quieran los escritores de la burguesía empeñados en justificar la injusticia, las condiciones de vida del hombre primitivo eran muy de otra índole, y las actuales podían haber sido muy otras de las que son, de no haber intervenido en su formación y consiguiente desarrollo la astucia y la fuerza brutal de una minoría empeñada en privilegiarse a sí misma en detrimento de la gran masa de sus semejantes, demasiado buenos y demasiado confiados. El estudio de las sociedades primitivas demuestra que la humanidad debutó con la libertad y la igualdad. La desigualdad y la tiranía vinieron más tarde con aquel individualismo en materia de propiedad, que es aún base de esta sociedad tan ensalzada por los economistas políticos. Dejando a un lado lo que pudo ser, ya que no nos es dable hacer que lo que ha sido deje de tener una influencia sobre lo que es, pero haciendo constar la intrusión de este factor artificioso en la evolución social, lo cierto y evidente es que actualmente la sociedad está dividida en dos grandes clases: la burguesía por un lado, dueña y señora de todas las riquezas creadas por el esfuerzo humano y de los medios para acrecentarlas en los sucesivo, y dueña asimismo de un poderío político con el cual defiende y perpetúa el privilegio de esta propiedad; y por otro lado, el proletariado, que, como el paria de los remotos tiempos y el siervo de ayer, no es dueño de nada, ni siquiera de su persona, porque sobre él mandan y gobiernan arbitrariamente las fuerzas sociales que para explotarle a mansalva ha sabido crear la clase burguesa. Los intelectuales de la burguesía reconocen ya que hay una injusticia en esta división de la sociedad. Difieren, sin embargo, de la moderna sociología, en el modo de hacerla desaparecer. Los economistas políticos o, digámoslo en otros términos, la burguesía, no pudiendo ya negar, como antes hacía, la injusticia y la arbitrariedad de esta división, quisiera reformarla para satisfacer en parte las crecientes reclamaciones proletarias que se le echan encima y que van adquiriendo cada vez más un carácter de amenazadora exigencia. La escuela socialista no se contenta con este simple cambio de forma y pretende que la injusticia social sea total y sustancialmente anulada.

No es preciso insistir grandemente en describir estas condiciones de vida proletaria. Los obreros sabemos muy bien a qué atenernos sobre este particular. Representan para nosotros una desnudez completa. Es la privación del pan del cuerpo y del pan del espíritu. El ser más inconsciente se da cuenta de estas privaciones. Esclavos del terruño, esclavos del taller y de la fábrica, esclavos de la mina y esclavos del mar, somos meras máquinas de carne y hueso que junto con las máquinas de metal producimos todo lo que podría sostener y embellecer la vida, si el actual modo de producción capitalístico no nos lo arrebatara para satisfacer hasta la saciedad la ambición y el despilfarro de las clases burguesas, dejándonos en cambio, por premio a todo nuestro esfuerzo productor, unos cuantos ochavos con que poder engañar el hambre, junto con la visión perenne de las cosas buenas y bellas que malgasta la burguesía, y el placer bestial de procrear irreflexivamente más fuerza de trabajo, más miseria y más ignorancia, y ponerlas al servicio del insultante lujo de los privilegiados. Y ni éstos ni nosotros vivimos, en pleno sentido de esta palabra. Esta sociedad está forjada de tal modo que, sin por un lado los obreros somos víctimas de este privilegio, por otro los privilegiados son víctimas de su insano egoísmo. A nosotros nos mata el hambre y no nos deja vivir plenamente la propia ignorancia; a ellos ha de acabar por embrutecerles y matarles como clase la ociosidad y el egoísmo en que viven.

Superfluo decir que estas dos grandes clases sociales conviven en continua guerra. Desde el fondo de las capas sociales sube constantemente el clamoreo de la envidia, del odio y del derecho, que de todo hay, a amargar la tranquilidad de los poderosos. De lo alto baja a las profundidades la amenaza de una constante represión que es expresión del desprecio y de la animosidad con que las clases altas gratifican al pueblo.

Más o menos conscientemente, según los tiempos y los lugares, y con mayor o menor intensidad, según sean las circunstancias, los siervos de todas las edades se han rebelado contra la injusticia de fueron y son objeto. Con mayor o menor intensidad, también los poderosos de la tierra a la violencia, cuando la disfrazada con el nombre de legalidad no ha bastado, para reprimir la rebelión de los oprimidos y despojados, y no dar satisfacción a sus reclamaciones. La historia de la humanidad la llena casi toda esta lucha secular por la conservación del privilegio de la propiedad privada y por la adquisición del derecho común a esta propiedad. Luchas religiosas y luchas políticas han girado y giran alrededor de este eje. Por la posesión de las cosas materiales, que son la base de más elevadas concepciones de vida, se baten los hombres. Sin el pan que alimenta el cuerpo no se vive plenamente la vida moral e intelectual, que es su complemento y coronación. El supremo ideal humano consiste en realizar para todos los hombres sin distinción la mayor suma posible de bienestar material y de elevación espiritual. Y como a este ideal se opone la testarudez del privilegio que no se aviene a que todos los hombres sean iguales y libres, es muy natural que los oprimidos y expoliados traten de recabar para ellos y sus descendientes la supresión de estos dos azotes de la humanidad que tienen por nombre servidumbre y privilegio, y que pueden simbolizarse en el mendigo que revienta de hambre en el quicio de una puerta o en la cuneta de una carretera, y en el multimillonario que pasea y oculta su hastío detrás de sus fastuosidades. Entre estos dos extremos oscila nuestra mal llamada civilización. Y estos extremos se tocan a veces con abrazos de muerte y producen los horrores del terror blanco y del terror rojo.

Este estado de guerra debe de tener un término. La humanidad, que nos parece vieja por el tiempo transcurrido y por las vicisitudes pasadas, cuando todavía está en su infancia, no será siempre tan imperfecta en la constitución de sus sociedades como lo es en el presente. Los hombres se convencerán al fin de que es mejor asociarse más fuerte y armónicamente de lo que lo están para disfrutar de una vida integral, que luchar como fieras para el logro de una vida vivida a medias. Principia a vislumbrarse un principio de paz y de concordia social. En medio de los horrores y estruendos de esta lucha, la humanidad no ha carecido de hombres estudiosos y abnegados que se han impuesto el deber de señalar a sus semejantes los mejores medios para conseguir la fraternidad que les una en un supremo y definitivo abrazo.

Presenciamos en el presente en el consolador espectáculo de la aparición de nuevas teorías sociales, de una nueva ética y una nueva economía que se proponen derrumbar esta vieja sociedad de la injusticia. El ocaso de una civilización es precursora de otra que está a punto de nacer. La clase burguesa, sustituta del clero y de la nobleza, está ya a los finales de su evolución. Ha hecho grandes cosas, no cabe duda; supo dar al viejo privilegio del clero y la nobleza el golpe de muerte que andando los tiempos la matará a ella también; ha sabido adueñarse y domar definitivamente muchas de las fuerzas hostiles de la naturaleza que diezmaban a la especie humana; esto es necesario reconocerlo; pero no ha sabido ser igualitaria en el reparto de los beneficios de su lucha gigante con la naturaleza, y es preciso que la clase privada de estos beneficios subsane este olvido superando con su evolución la evolución de la clase burguesa. A esto viene el Socialismo: a subsanar las deficiencias de la Democracia. Después de la evolución de la clase burguesa, la evolución de la clase proletaria, que creará una nueva civilización. Tal vez sea necesario, yo tengo el convencimiento de esta necesidad, que antes de fusionarse ambas clases en una sola, se libre la última batalla, empujar a la fosa la clase moribunda. Sea como fuere, el dilema está ya planteado en estos términos: o la continuación de la democracia burguesa basada en el sistema de propiedad privada defendida por la coacción gubernamental, con su cohorte de desigualdades, de miserias de todo género, de brutalidades mil, teniendo por corolario el paralelismo de una creciente miseria al lado de una creciente riqueza, o el socialismo con un régimen de propiedad común, de trabajo libre, de libre asociación, que asegure y facilite a todos, por el hecho mismo de estas libertad e igualdad, el derecho natural de todos los hombres al pleno desarrollo de todas sus facultades y al pleno disfrute de las riquezas creadas por el esfuerzo de la mente y del brazo de todos los hombres.

Estas son, a grandes rasgos trazadas, las dos teorías que se disputan la dirección de las sociedades, la primera empeñada en conservar y hacer perdurar indefinidamente el actual estado de cosas, y la segunda prometiéndose transformarlo radical y sustancialmente.