Eduardo
Varela: el propagandista ciego.
Por Indalecio Prieto.
La política —hablo de la política
honrada en que cimentó su prestigio y su popularidad
el Partido Socialista Obrero Español— suele
ser bastante arbitraria en sus refulgencias y oscuridades.
A veces hace que resplandezcan figuras mediocres y a
veces —esto es lo más lastimoso—
hunde en sombrías simas de olvido a varones de
claro talento que lo pusieron al servicio del ideal
con abnegación rayana en el martirio.
Mirando melancólicamente
a un pasado ya lejano y evocando hombres y sucesos topo
con una figura singularísima, injustamente
oscurecida: Eduardo Varela.
Las
dos organizaciones socialistas más potentes de
España, las de Vizcaya y Asturias, tuvieron por
precursor a Eduardo Varela y, sin embargo,
cuando se habla del movimiento obrero vizcaíno
asoman siempre los nombres de Facundo Perezagua y Felipe
Carretero y, si del movimiento asturiano se trata, surgen
los nombres de Manuel Vigil y Manuel Llaneza. Nadie
se acuerda de Varela, que en una y otra región
los precedió heroicamente, muy superior a todos
en cultura y elocuencia y no inferior a ninguno en espíritu
de sacrificio.
El
sentimiento de clase entre los jornaleros de las minas
de Vizcaya lo despertó Eduardo Varela.
A un asalariado de entonces le habría sido imposible
la perseverancia que tamaña empresa exigía,
porque el boycot patronal se la hubiese impedido, expulsándole,
por hambre, de la cuenca de Triano. Varela no era un
asalariado; tampoco capitalista ni perteneciente a la
clase media. Dedicábase a vender novelas
por entregas y libros a plazos. Todo su capital
encerrábase en un lío de lienzo, repleto
de cuadernos literarios, folletos filosóficos
y tomos de historia. Con el fardo a cuestas y apoyándose
en recia cachava, subía desde Somorrostro, Pucheta
y Ortuella a Gallarta, Labarga, Orconera y La Arboleda
y aún ascendía hasta las altas cumbres
de Sopuerta y Galdames, peregrino del socialismo.
Cada visita
a cualquiera de aquellos sórdidos barracones
donde, para consumar su explotación, se albergaba
forzosamente a los trabajadores, convertíase
en aleccionadora conferencia a cargo del errabundo librero.
Candiles humeantes alumbraban la escena. Entonces se
trabajaba de sol a sol, sin más horas de reposo
que las nocturnas.
Abiertos
así los primeros surcos, Varela esparció
la simiente de su palabra germinadora desde tablados,
o ventanas y balcones, en las plazas de aquellas barriadas
rojas, rojas como los montes que se agujereaban y achataban
al serles arrancada la rica mena; rojas como las escombreras
que, creciendo, formaban colinas nuevas con el apiñamiento
de tierra inservible; rojas como los lavaderos del mineral
donde el agua parecía convertirse
en sangre...
Frecuentemente
coincidían en cañadas y vericuetos el
librero peatón y cierto mercero ambulante que,
algo más holgado de recursos, cargaba telas y
quincalla sobre los lomos de cansino mulo. Juntos seguían
caminando departiendo, no de negocios, sino de ideas.
Aquel mercero, elegido por los mineros de La
Arboleda, fue el primer concejal socialista en San Salvador
del Valle y uno de los primeros ediles de nuestro Partido
en España: Facundo Alonso.
Más
tarde, Varela pasó de Vizcaya a Asturias y allí
recorrió los negros valles hulleros con igual
comercio y el mismo afán catequístico.
En Asturias una terrible dolencia le dejó sin
vista. Ya no podía ir solo por caminos
y senderos a repartir entregas y vender folletos, pero
aún era útil para la propaganda y no hubo
pueblo carbonero donde no encontrara eco la palabra
encendida del tribuno ciego. Yo le conocí años
después, cuando, en breve temporada de descanso,
volvió por Vizcaya. En casa de Felipe Merodio,
generoso huésped, rodeábamos diariamente
a Varela varios muchachos socialistas, ávidos
de adoctrinarnos. Oiámosle embelesados, contemplándole
como a un Iluminado…, un iluminado que no veía
la luz.
Durante una
de aquellas inolvidables charlas, yo, siempre impulsivo,
le interrumpí, no sé con qué motivo,
y otro contertulio, entre mordaz y cariñoso,
aconsejóle que no me hiciera caso por ser yo
medio loco. Varela, tras disculpar mi destemplanza,
púsose a discurrir sobre la locura, deciéndonos
que más comunmente solía ésta adueñarse
de personas frías, poco expansivas, que de las
fogosas y exaltadas. Me impresionó profundamente
aquella definición profética, dicha con
palabra reposada por el orador de los ojos muertos…
A
poco tiempo Varela perdía la razón, tan
fácil de quebrarse en quienes cegaron siendo
adultos. Mirarse mucho por dentro sin poder
mirar hada afuera, quizás promueva la demencia;
porque el espantoso espectáculo interior avasalle
la mente, necesitada, en compensación, de frívolas
distracciones externas. Pero ¡ay!, si una noble
hiperestesia recarga dentro del alma pesares de la propia
desgracia con angustias por ajenos infortunios —los
de la humanidad toda— entonces, rompiéndose
el alma, se arruina la razón.