ALFONSO
XIII DESENMASCARADO
UNA
NACIÓN AMORDAZADA
LA
DICTADURA MILITAR DE ESPAÑA
Texto
original de la brillante proclama de Vicente Blasco
Ibáñez
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LECTOR: Si vives en España procura que este escrito
circule mucho. Dalo a leer a tus compatriotas. Si vives
en el extranjero, esfuérzate por hacerlo entrar
en España y con ello prestarás un enorme
servicio a la liberación de un país esclavizado
actualmente.
V.B.I.
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Para la introducción en España del presente
folleto, y de otros que iré publicando oportunamente,
he adquirido dos aeroplanos que llevan los nombres de
"Libertad" y "República Española".
Todos los españoles amantes de la regeneración
de su patria deben atender y ayudar a los hombres de
buena voluntad que tripulan dichos aeroplanos cuando
aterricen en España.
Agradezco de antemano cuanto se haga en favor de estos
valientes colaboradores que exponen su vida por noble
causa.
V.B.I.
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I
AL
LECTOR
Vivo
hace años alejado de la política, pero
la situación actual de España me obliga
a salir de mi retiro, empujándome otra vez a
unas luchas que creí abandonadas para siempre.
Confieso
que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución.
Mis gustos de novelista se complacen mejor en una existencia
aislada y laboriosa. Mas por deber es preciso que combata
como en otros tiempos, y sabido es que el deber resulta
las más de las veces de un cumplimiento áspero
y cruel.
Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto
ahora; y, en cambio, tal vez pierda mucho. Había
yo llegado a la mejor situación que puede conquistar
un escritor. Los más de los españoles
eran amigos míos, agradeciendo, por solidaridad
nacional, el prestigio más o menos grande que
he podido obtener en el extranjero. Ahora tendré
que renunciar a la amistad de algunas personas que,
por interés o por convicción, transigen
con el estado presente de España. Siento mucho
apartarme de ellas, pero cuando se trata de cumplir
un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los
afectos individuales y las imposiciones de su conciencia.
España
es hoy una nación que vive secuestrada. No puede
hablar porque su boca está oprimida por la mordaza
de la censura. Le es imposible escribir porque tiene
las manos atadas. El instinto de conservación
impide que las gentes salgan a la calle para protestar
contra tal esclavitud. Un ejército poseedor de
todos los medios destructivos oprime al país
y le es fácil borrar con fusiles y ametralladoras
las quejas de la muchedumbre desarmada.
La
palabra "ejército" resulta impropia
en este caso. Después de la última guerra
europea, que fue una guerra de pueblo, "ejército"
significa nación armada, conjunto de todos los
ciudadanos que sin distinción de creencias ni
categorías sociales empuñan las armas
en defensa de su patria. En España, el ejército
es una clase aparte, una especie de casta social como
en la Prusia del siglo XVIII durante el reinado de los
primeros Hohenzollern. Existe el servicio militar obligatorio
para ser soldado, pero no para ser oficial. Sólo
son oficiales los militares de profesión, que
se consideran de esencia distinta a la de sus compatriotas.
De aquí que el país no sienta gran simpatía
por su llamado ejército, que en realidad no tiene
nada de nacional. Es a modo de una organización
pretoriana para la defensa de la monarquía.
Los
hechos se han encargado recientemente de probar tal
afirmación. Este ejército que consume
la mayor parte de los recursos de España y al
que se prodigan oficialmente alabanzas de heroísmo
mayores que las que merecieron los ejércitos
más famosos de la Historia, resulta derrotado
indefectiblemente en toda operación emprendida
fuera del país. No se debe esto a la falta de
valor de sus individuos. La culpabilidad verdadera de
su eterno fracaso hay que atribuirla a la organización
especial de este llamado ejército, que no es
de España, sino del rey.
Repito
que el título de ejército no es exacto.
Mejor le conviene el de gendarmería. Sus únicas
victorias las puede conseguir en las calles de las ciudades
donde amenaza con sus ametralladoras y cañones
a muchedumbres que sólo llevan, cuando más,
una mala pistola en sus bolsillos.
España
hace un año que no puede hablar. Vive dentro
de Europa como una mujer secuestrada en el interior
de un cuarto forrado de colchones que impiden oír
sus gritos. El español no puede escribir porque
los periódicos de su país, antes de imprimirse,
pasan por la previa censura del Directorio militar.
Leer un diario español es leer simplemente la
literatura de Primo de Rivera, autor extravagante que
sólo inspira un interés festivo.
Hasta en las épocas de mayor reacción
fue respetado el libro en España. Jamás
existió en los tiempos modernos la censura para
el volumen impreso. Un escritor podía emitir
sus ideas con toda libertad. El Directorio de generales
ha apelado a un recurso hipócrita para esclavizar
igualmente la emisión del pensamiento por medio
del libro. Pretextando la necesidad de impedir la
difusión de cierta literatura inmoral que existe
en España -como existe en otros países-
ha ordenado, bajo las más severas penas, a los
dueños de las imprentas que no entreguen a un
autor la edición de su obra sin que antes presente
éste una autorización sellada y firmada
por los militares del Directorio o sus acólitos.
Para
combatir la literatura inmoral bastaba con castigar
a uno o dos editores sin escrúpulos, imponiéndoles
una multa y una corta prisión. Esto lo saben
todos en España. Pero lo que menos le importa
al militarismo triunfante es la persecución del
libro inmoral. Lo que desea es someter a esclavitud
a los escritores españoles. No han dicho nada
los actuales dominadores de España sobre plazos
para autorizar la salida de las obras, ni sobre garantías
a los autores. El que escribe un tratado de matemáticas,
de filosofía o, simplemente, un libro de cocina,
tiene que someterlo al capitán o coronel encargado
de la censura. Éste, pretextando sus muchas ocupaciones,
puede tardar meses y meses en conceder su autorización,
con lo cual el pensamiento queda sometido al capricho
del censor. El libro que no convenga a los intereses
del Directorio permanecerá indefinidamente sin
publicarse.
En
todo el siglo XIX, ningún pueblo de Europa occidental,
se vivió en una situación semejante a
la de España en los presentes momentos. Únicamente
la Rusia de los Romanoff, en el período más
absolutista de su historia, pudo ofrecer este espectáculo
de generales crueles e iletrados, o de generales parlanchines
y grotescos, esclavizando espiritualmente a un país
y ejerciendo la censura sobre su pensamiento.
Confieso
que al volver, hace pocos meses, de un viaje alrededor
del mundo, quedé sorprendido viendo hasta donde
había llegado la disparatada tiranía de
un grupo de generales sobre su patria. Todos estamos
sujetos a la debilidad e imperfección humanas,
y un sentimiento egoísta me hizo vacilar algún
tiempo, antes de emprender esta lucha contra el militarismo
español. Llevaba yo una existencia tan dulce,
dedicada al trabajo literario, lejos de las impurezas
de la realidad...
Pero
un escritor no debe de imitar al flautista que se recrea
haciendo sonar su instrumento en las soledades. Yo soy
un hombre de mi época y además soy español.
Por azares de la suerte tal vez más que por los
propios méritos, mi nombre es conocido en una
gran parte de la Tierra y cuento con numerosos lectores
en todos los países. Llevo recibidas centenares
de cartas de compatriotas míos residentes en
Europa y en América pidiéndome que hable,
que emplee los medios difusivos de que puedo disponer,
para que el mundo conozca la vergonzosa situación
de España. He pasado noches enteras sin dormir.
-¿Tienes derecho, egoísta -me decía
una voz interior- a permanecer impasible viendo la anormalidad
en que vive tu país, como si fueses un hombre
sin patria?...
La mejor de las ficciones novelescas que puedas inventar
permaneciendo tranquilo, no valdrá nunca lo que
un grito de protesta, sincero y enérgico, ante
la cruel situación de los tuyos.
Y a la mañana siguiente, presenciando la salida
del Sol en uno de los lugares más hermosos de
la Costa Azul, en mi sonriente jardín de Menton,
frente a la planicie azul del Mediterráneo, rodeado
de un ambiente favorable al trabajo y al ensueño,
sentía el mismo remordimiento que si cometiese
una acción reprobable.
Me
ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles
se ven imposibilitados de hablar dentro de su país,
yo debo de hablar por ellos.
Y así va a ser. Mas ya que me decido a ser la
voz de mis compatriotas, ocurra lo que ocurra, arrostrando
todas las consecuencias, debo decir la verdad, la verdad
entera.
Me
sería fácil limitar mis ataques a los
generales del Directorio que hoy tiranizan España.
Es muy posible que, aparte de ellos, todo el resto del
país, sin distinción de creencias políticas,
encontrase mi actitud muy simpática. Mas mi ataque,
en esta forma limitado, resultaría incompleto
y hasta injusto.
Esos generales no son más que figurantes, unos
de historia lúgubre, otros verbosos y en perpetuo
matrimonio con el fracaso. Al restablecerse la legalidad
constitucional, después de la muerte del Directorio,
hasta habría podido volver a España con
aire de triunfador...
Pero
ya que me decido a hablar, después de larga reflexión,
no debo mentir ni valerme de anfibologías y atenuaciones
para desfigurar la realidad. Si abandono mi dulce retiro
es para decir las cosas tales como son, señalando
al verdadero autor de los males que sufre España.
Recuerdo, al llegar aquí, las órdenes
de combate que daban los antiguos almirantes a sus artilleros
en tiempos de la marina a vela:
-¡No tiréis a la arboladura, tirad al casco!
La arboladura en el presente caso son los generales
de opereta o de drama policíaco que forman el
Directorio. El casco es el rey.
Y yo, español, declaro desde el primer momento,
por patriotismo, por decoro nacional, que tiro contra
Alfonso XIII.
II
EL
REY
Reconozco
que el actual rey de España ha sido durante algunos
años para la opinión internacional un
personaje simpático. Su juventud, su carácter
decidor a estilo madrileño y un intrepidez alegre
de subteniente hicieron de él ese "personaje
simpático tan amado por el vulgo que le ve de
lejos y sólo aprecia las exterioridades.
Pero
ocurre con los "personajes simpáticos"
que al transcurrir los años su "simpatía"
va resultando terrible. Persisten en ellos las condiciones
propias de la adolescencia y éstas resultan inoportunas
y peligrosas en la edad madura, sobre todo cuando se
trata de hombres que desempeñan altísimos
cargos y sobre los cuales pesan inmensas responsabilidades.
El
rey de España ha sido igual a esos niños
prodigio que llaman la atención por sus facultades
precoces mientras son pequeños. Luego, al convertirse
en hombres, sin evolucionar oportunamente, resultan
insufribles y peligrosos por su estacionamiento mental,
y por la vanidad omnisciente que les infundieron los
éxitos y adulaciones de su adolescencia.
Alfonso
XIII es un Borbón español que tiene todas
las malas condiciones de su bisabuelo Fernando VII.
Para los historiadores de Napoleón ha sido
siempre un problema oscuro cómo, este hombre
genial, de pensamiento clarividente, pudo emprender
la desastrosa guerra de España. El mismo, en
su retiro de Santa Elena, reconoció dicha empresa
como el mayor error de su vida. Para mí, el asunto
resulta clarísimo. Es que tuvo que entenderse
con los Borbones españoles y, especialmente,
con el joven Fernando VII (tan simpático en su
juventud como Alfonso XIII) el cual con sus astucias,
con sus faltas a la palabra, sus malicias y deslealtades,
era capaz de desorientar y perturbar al cerebro más
poderoso.
El
bisabuelo de Alfonso XIII, al mismo tiempo que pedía
casi de rodillas a Napoleón que le permitiera
casarse con una mujer de su familia, cediéndole
espontáneamente la corona de España, se
presentaba a los españoles como un triste prisionero
del emperador francés. Se comprende el engaño
de Napoleón. Juzgando al pueblo español
por los reyes miserables que venía tolerando,
lo creyó un pueblo envilecido y cobarde y se
lanzó a una invasión fatal para él.
Igual equivocación sufriría ahora el que
juzgase al pueblo español actual por la persona
del rey que aguanta.
Fernando
VII jamás en su larga historia tuvo una palabra
mala ni una obra buena. Sin embargo, muchos de sus
contemporáneos le admiraron en su juventud como
monarca simpático que sabía decir frases
chistosas. Cuando consiguió que Luis XVIII enviase
a los aliados Cien Mil Hijos de San Luis para batir
a los liberales españoles y reponerle en su trono
de monarca absoluto, agradeció tal apoyo restableciendo
la Inquisición y fusilando a un sinnúmero
de liberales que se habían rendido fiados en
la presencia de las tropas francesas.
Ni
aún para los mismos partidarios del absolutismo
tuvo Fernando VII amistad ni lealtad. Se consideraba
más allá de los amigos y los enemigos.
Reía igualmente de unos y de otros. En España
solamente debía de existir el rey; los demás
eran un mísero rebaño. Azuzaba a los absolutistas
contra los liberales y al vencer éstos, les pedía
el exterminio de las mismas gentes que él había
incitado a sublevarse.
Los
españoles clarividentes, le apodaron a causa
de su nariz borbónica y su rostro carrilludo:
"narizotas, cara de pastel". Este Tiberio
conocía el apodo que le daban los liberales llamados
"negros" y los absolutistas descontentos de
su falta de lealtad que se titulaban "blancos".
Y algunos de sus íntimos contaron que cuando
estaba a solas en su palacio toma una guitarra para
canturrear la siguiente canción:
"Este narizotas, cara de pastel a blancos y negros
los ha de j..."
Efectivamente, durante el reinado de Fernando VII, murieron
innumerables "blancos" y "negros"
por sus diabólicas combinaciones para destruir
a unos y otros.
Repito
que este Borbón fue en su juventud tan simpático
y chistoso como su bisnieto Alfonso XIII. Por eso su
recuerdo ha resucitado en España durante los
últimos años, comparándose la conducta
del rey presente con la de su bisabuelo.
-Es igual a Fernando VII- dicen muchos que le han estudiado
de cerca y hasta fueron sus ministros.
-Algo más- repuso uno de los personajes más
eminentes de la política de la derecha en España.
-Es Fernando VII.... y pico.
Para
hablar de Alfonso XIII es preciso traer a colación
a Guillermo II. Del mismo modo que en el teatro
existe la contrafigura que pasa por el fondo del escenario
imitando al protagonista de la obra, que se halla en
primer término, Alfonso XII ha sido siempre un
imitador, un reflejo del antiguo Kaiser.
Existe
en Cataluña un fabricante de champagne español
llamado Codorniu, y aunque su vino no es malo, los
burlones ríen de él al compararlo con
el champagne legítimo, haciendo de dicho vino
un símbolo de todo lo que es imitación
más o menos grotesca. Por ejemplo, de un mediocre
poeta dicen que es Víctor Hugo Codorniu, de un
general malo, Napoleón Codorniu, etc. A Alfonso
XIII le llamaban en los años anteriores a la
guerra el Kaiser Codorniu.
El
emperador viejo y el rey joven se detestaban cordialmente
como dos cómicos de edad diferente e historia
diversa, que pretenden desempeñar el mismo papel.
Pero los dos eran idénticos; el mismo afán
de cabotinage, la misma ansia de llamar la atención,
de intervenir en todo, de dirigirlo todo, de pronunciar
discursos, de creerse aptos para todas las manifestaciones
más brillantes de la vida.
Iguales
aficiones a la mascarada. Alfonso XIII se viste a las
dos de la tarde de almirante, a las tres de húsar
de la muerte, a las cuatro de lancero. No hay hora del
día que no aparezca con un uniforme distinto.
Y además de los trajes militares, se cubre
con unas vestimentas de clown para jugar al polo, ridículas
hasta el punto de que en cierta época tuvieron
que prohibir a los periódicos ilustrados de Madrid
que reprodujesen las fotografías de Su Majestad
en estos trajes deportivos de su invención, para
que no riesen las gentes.
Es
indiscutible que Alfonso XIII ha odiado siempre a Guillermo
II. Por la ley física que obliga a repelerse
a dos nubes de la misma electricidad, esta pareja de
histriones reales se detestó siempre de un modo
irresistible.
Guillermo II no prestó nunca un apoyo franco
al ensueño de ciertos allegados y consejeros
de Alfonso XIII, consistente en matar la República
de Portugal y crear un imperio ibérico para que
el bisnieto de Fernando VII pudiera darse aires de emperador.
Por su parte, el rey de España hizo todo cuanto
pudo para molestar a su maestro imperial, hasta el día
en que estalló la guerra.
Alfonso
XIII es hijo de una austriaca y aunque en los tiempos
de su adolescencia se mostró como un colegial
travieso que desobedece las órdenes de mamá,
al transcurrir los años ha recobrado la madre
sobre él un poderío enorme y con ella
toda su corte de archiduques arruinados y de superiores
de órdenes religiosas.
Además,
si Alfonso XIII aborreció la persona de Guillermo
II, admiró siempre sus ideas políticas,
su tendencia al absolutismo. La mejor demostración
la ha dado recientemente al matar en España el
régimen constitucional y favorecer el triunfo
de la dictadura militar.
Hábil
comediante, como su bisabuelo Fernando VII, que engañó
a Napoleón, engañó a Luis XVIII
y engañó hasta a sus más fervorosos
amigos, Alfonso XIII se dedicó durante los
cinco años de la guerra europea a mentir a los
beligerantes haciendo creer a cada uno de ellos que
se hallaba a su lado. Pero bien claramente se vio de
qué parte estaban sus simpatías.
Alfonso
XIII fue germanófilo, como su madre y toda su
corte. Y no solamente fue germanófilo, sino
que se permitió con Francia las ironías
más crueles. El, que ha sido siempre el verdadero
dueño de España y no ha hecho más
que su voluntad, se fingió una víctima
rodeado de enemigos y peligros a causa de su amor a
Francia, y dijo en cierta ocasión:
-En España, los únicos francófilos
somos yo y la canalla.
Y pensar que ha habido numerosos tontos en Francia que
han repetido y celebrado esta ironía cruel.
"La canalla" éramos nosotros, los escritores,
los profesores de la Universidad, los artistas, todos
los españoles intelectuales que estuvimos al
lado de los aliados desde el primer momento. Sin duda,
para el bisnieto de Fernando VII las únicas gentes
distinguidas eran la aristocracia ignorante y devota,
el populacho campesino, reaccionario y feroz, que aplaudían
los crímenes de la invasión alemana en
Francia y los torpedeamientos de los submarinos.
Yo
no conozco personalmente a Alfonso XIII. Nunca he querido
dejarme presentar a él. Pero le sigo desde hace
años con el interés del novelista que
estudia un "documento humano" y lo conozco
mejor que muchos de los que le han visto de cerca.
Una
de las razones de por qué me negué siempre
a verle fue porque adivinaba que tarde o temprano tendría
que escribir contra él, diciendo la verdad. ¡Lo
que he sufrido durante la guerra, no pudiendo hablar
libremente para advertir a los aliados quién
era este hombre que se declaraba partidario de ellos
en unión con "la canalla"! Pero en
aquel momento decir la verdad equivalía a un
escándalo sin resultado que sólo podía
alegrar a los alemanes. Además, los diversos
gobernantes franceses sabían tanto como yo qué
clase de amigo de Francia es Alfonso XIII. ¡Si
pudieran revelarse ciertas notas y documentos secretos
en los archivos de París!
Pero
al fin ha llegado la oportunidad de hablar de lo que
es público, aunque lo ignoran la mayoría
de las gentes, de exponer la verdad para que este personaje
de carácter complicado y tortuoso ocupe el lugar
histórico que le corresponde.
Ya
he dicho que estos Borbones españoles fueron
siempre astutos y con cierto talento diabólico
para sortear las complicaciones de la vida, haciendo
al mismo tiempo su voluntad. Las resoluciones más
extremas y violentas las revisten hipócritamente
de un forma paternal. Fernando VII, fusilador de liberales,
ordenó estos suplicios por el bien de la patria,
de tal modo que las muchedumbres imbéciles lo
consideraban un padre.
Alfonso
XIII ama el despotismo, pero procura atacar las libertades
públicas como si le obligaran a ello los que
le rodean, para después, en caso de fracaso,
dejar que castiguen a los otros y declararse inocente.
No creyó hasta el momento en el triunfo de los
aliados, pero como era vecino de Francia, no quiso tampoco
mostrarse enemigo de ellos.
Para
favorecer la política germanófila buscó
antes una coartada, y esta fue la oficina que montó
en su palacio para el canje de prisioneros. Unas
mesas y unos cuantos empleados le sirvieron para darse
aires de rey providencial y benéfico, haciendo
en pequeño y con enormes anuncios lo que hicieron
con menos ruido y más intensamente la Cruz Roja
y otras sociedades benéficas de Suiza.
Mas
en fin, si se hubiese limitado a esto, merecería
elogios, aunque no tan exagerados como los que le tributaron
sus aduladores. Gracias a su intervención hubo
prisioneros franceses y belgas que regresaron a sus
casas, como también los hubo alemanes y austriacos
que volvieron a las suyas. Pero al mismo tiempo que
el rey de España se preocupaba en público
de tales canjes, favorecía del modo más
descarado e insistente las operaciones navales alemanas
en las costas de España.
Durante
tres años, los submarinos alemanes se avituallaron
en los puertos españoles del modo más
cínico. En la desembocadura del Ebro, junto
a Tortosa, ciertos puertos antiguos y abandonados, que
sólo sirven de refugio a barcos de pescadores,
fueron empleados como lugar de descanso por submarinos
de Alemania. Un personaje alemán, el barón
de Rolland, actuaba en Barcelona con el mayor descaro
de proveedor de esencia para estos buques. Además,
tenía a sus órdenes una partida de malhechores
para aterrorizar a los que denunciaban sus manejos.
Un comisario de policía llamado Bravo Portillo,
que después fue asesinado en Barcelona, se valía
de su empleo oficial para averiguar la salida de los
vapores aliados y denunciarla al tal barón. Éste,
a su vez, daba aviso a los submarinos por medio de varias
instalaciones de telégrafo sin hilos que funcionaban
con entera libertad.
Alfonso
XIII se ocupó aparentemente de canjear franceses
e ingleses por alemanes y austriacos, pero estos prisioneros
eran seres vivos. Lo terrible es que al mismo tiempo
produjo centenares de muertos dejando actuar con toda
libertad a los submarinos alemanes. Rara fue la semana
en que no torpedearon éstos, dentro de las aguas
españolas, alguna vez a la vista de la gente
agolpada en la costa, buques franceses e ingleses, dedicados
al comercio, y hasta vapores correo que iban a Argelia
o venían de ella.
Buscaban
los buques el amparo de las costas de España,
fiados en las palabras de la monarquía española,
creyendo que su rey defendería la neutralidad
de sus aguas, y precisamente al hacer esto se lanzaban
en pleno peligro, pues los submarinos tenían
sus bases en los puertos pequeños de la costa
y contaban con numerosos agentes en las principales
ciudades del litoral, los cuales trabajaban tolerados
y ayudados por bajos personajes de la policía.
Una
vez se dio el caso de que los viajeros del tren correo
entre Valencia y Barcelona, cuya vía se desarrolla
a lo largo de la costa, pudieron contemplar desde sus
vagones, en las primeras horas de la tarde, como un
submarino alemán atacaba a un vapor aliado cerca
de la orilla, a la vista de todos.
El
dulce y poético Mediterráneo arrojaba
todas las semanas a sus orillas numerosos cadáveres
y pedazos de buques rotos por la explosión de
los torpedos. Yo tengo a orilla del mar, cerca de Valencia,
una casa llamada Malvarrosa. Mientras estuve en París
los cinco años de la guerra haciendo propaganda
en favor de los aliados, mis amigos me escribieron repetidas
veces dándome cuenta de los terribles hallazgos
con que les sorprendía el mar algunas mañanas.
Sobre la arena de la playa, junto a la escalinata de
mi casa, aparecieron repetidas veces cadáveres
hinchados por una larga permanencia en el mar, pobres
cuerpos desfigurados por las mordeduras de los peces
o la violencia de la explosión, mujeres y niños
que venían como pasajeros en buques procedentes
de Argelia, tripulantes de vapores aliados que transportaban
artículos de comercio o primeras materias para
la guerra. Todos habían ido hacia la muerte,
fiando en la neutralidad, ya que no en la lealtad de
un rey que se titulaban francófilo en compañía
de "la canalla".
Al
mismo tiempo, los fabricantes españoles que elaboraban
materias de guerra para los aliados, tenían que
desafiar los mayores peligros. Fue en Barcelona
donde los industriales españoles trabajaron más
para el ejército francés; unos produciendo
piezas sueltas de armamento, otros calzado, tejidos,
etc. Los alemanes, para asustar a los fabricantes de
Cataluña que trabajaban para Francia, organizaron
otra partida de bandidos encargada de arrojar bombas
en las fábricas y asesinar a sus dueños
si era posible. Esto parece de una novela de Ponson
du Terrall y, sin embargo, no puede ser más exacto.
La tal banda era mandada por un tal barón de
Koenig. Hay que decir que así como el barón
de Rolland, encargado del avituallamiento de los submarinos,
fue un personaje auténtico, este barón
de Koenig era un antiguo camarero de hotel, un tipo
rocambolesco que había hecho su carrera a fuerza
de asesinatos. La banda del barón de Koenig cometió
sus crímenes atribuyéndolos a anarquistas
o terroristas. Así mató al fabricante,
señor Barret, profesor de la Universidad catalana,
que era entusiasta de los aliados y dedicó sus
talleres a la fabricación para las tropas francesas.
Y si no mataron a más industriales aliadófilos
fue porque estos tomaron grandes precauciones.
El
comisario de policía Bravo Portillo actuaba de
acuerdo con el titulado barón de Koenig, lo que
proporcionaba a éste una completa impunidad.
Además, dicho policía le facilitaba toda
clase de informaciones.
Al
terminar la guerra, viéndose si ocupación
el facineroso alemán, se ofreció con toda
su banda a los industriales conservadores y de carácter
agresivo, para matar obreros fomentadores de huelgas,
empezando desde tal momento el período de asesinatos
y represalias entre un bando y otro, que aún
dura en la actualidad aunque amortiguado y que, por
desgracia, tal vez volverá a reproducirse. (Pero
esta "es otra historia" como dicen en los
cuentos orientales. Volvamos al rey)
Jamás
hizo nada Alfonso XIII por impedir las hazañas
de los alemanes, terrestres y marítimas, dentro
de su reino. Como una excusa previsora inventó
la frase de que en España no había más
francófilos que él y "la canalla",
queriendo hacer con ello que no era rey más
que de nombre, que no tenía ningún poder
y en España todos eran germanófilos y
le atropellaban al pobrecito francófilo.
¡Mentira!
Para desgracia de España, él ha hecho
siempre lo que ha querido. Últimamente consideró
que era de su conveniencia matar la Constitución,
suprimir todas las manifestaciones de una política
moderna, volver al país de los tiempos del absolutismo,
gobernar como las zares antes de la primera Duma, y
apelando a sus generales cortesanos lo hizo con toda
decisión.
Si
hubiese querido intervenir en favor de los aliados o
simplemente guardar una neutralidad honrada, lo hubiera
podido hacer en 1914 sin ningún obstáculo
y hasta con aplausos de una gran parte del país,
pues nosotros, "la canalla francófila",
éramos muchos. Precisamente en aquel tiempo aún
no había desarrollado él sus terribles
pedanterías militares en Marruecos y guardaba
cierto prestigio de mozo atolondrado pero "simpático".
Afirmo que no habría encontrado obstáculo
alguno. Mas dejó hacer a sabiendas a los alemanes
todo lo que quisieron dentro de España y lo que
es de mayor gravedad, impidió que sus ministros
tomasen ninguna iniciativa contra al insolencia germánica.
En
1918 se formó en España un Ministerio
llamado nacional en el que figuraban personajes de distintos
partidos políticos. El señor Dato, ministro
de España, recibió de sus compañeros
el encargo de presentar una nota al gobierno alemán,
protestando del descaro con que los submarinos germánicos
utilizaban los puertos de España y sus agresiones
en aguas nacionales que destruyeron muchas veces a buques
que llevaban en su popa la bandera española.
Esta nota sirvió para desenmascarar al rey, dejando
asombrados a sus ministros ante la inaudita duplicidad
de su conducta.
Era
embajador de España en Berlín un señor
Polo de Bernabé, gran admirador del Kaiser, que
sentía temblar sus entrañas de emoción
al verse recibido con familiaridad, él y su esposa,
por el emperador y la emperatriz. Este embajador se
guardó la nota del Gobierno y no quiso presentarla.
Cuando el señor Dato, indignado por tal silencio,
le repitió desde Madrid la orden para que presentase
la nota, este embajador le contestó la respuesta
más fantástica que se conoce en la historia
de la diplomacia.
-La nota es muy fuerte- dijo -y no quiero presentarla
al emperador. Sería darle un disgusto y... ¡Es
tan excelente persona!
El
Gobierno, aunque presintió desde el primer momento
que la persona de Alfonso XIII debía de andar
mezclada en el asunto, pues de otro modo no era comprensible
la insubordinación del embajador, dio un decreto
relevando al señor Polo de Bernabé de
su embajada por desobediencia a sus superiores y llevó
el citado decreto a la firma del rey.
Alfonso
XIII se negó a firmar y casi dio una respuesta
semejante a la del embajador. Él apreciaba mucho
a su representante en Berlín y no podía
darle el disgusto de firmar su destitución.
En
resumen: que el rey, a pesar de ser un monarca constitucional,
consideraba a sus embajadores y ministro plenipotenciarios
como representantes diplomáticos de su persona
y no de la nación española. Se entendía
con ellos directamente, a espaldas de sus ministros
respetables, y lo mismo hacía con los generales,
despreciando la mediación constitucional del
ministro de la Guerra. En realidad, no hizo nunca ni
más ni menos que su viejo y detestado maestro
Guillermo II.
Otro
detalle: durante el curso de la guerra, Alfonso XIII,
que desea aparecer como una gran capacidad militar (¡siempre
Guillermo II!), hablaba frecuentemente con el agregado
militar de la embajada francesa en Madrid para enterarse
de la marcha de las operaciones y, después, con
el agregado militar de la embajada alemana. Los franceses
han conseguido descubrir la clave secreta creada por
la embajada alemana de Madrid, leyendo gracias a ella
los despachos que enviaba por telegrafía sin
hilos a Berlín. Gracias a la posesión
de dicha clave, pudieron descubrir la existencia y traiciones
de la bailarina espía Mata Hari que acabó
siendo fusilada en París.
Pronto
notaron los franceses que el agregado alemán
en Madrid comunicaba a su gobierno muchas cosas de un
carácter extremadamente confidencial, que el
agregado francés había contado a Alfonso
XIII. Para poner a prueba a éste, le comunicó
dicho agregado algunas mentiras atribuyéndolas
a su gobierno y, efectivamente, horas después,
la embajada alemana de Madrid remitía tales noticias
falsas a Berlín. Inútil es decir que lo
franceses no quisieron hacer más confidencias
a Alfonso XIII.
No
tengo empeño en mostrar esto como un espionaje
interesado, como una deslealtad voluntaria a una nación
que él llamaba amiga; pero supone por lo menos
una abominable ligereza carácter, una absoluta
falta de seriedad, una tendencia a tratar los graves
asuntos de estado lo mismo que una conversación
en la Potiniere de Deauville.
Mientras
duró la guerra, los agentes alemanes con sus
bandas de asesinos y contrabandistas proveedores de
esencia, intentaron aterrar a los partidarios de los
aliados -lo que no consiguieron- y avituallaron públicamente
a los submarinos, lo que fue causa de muchas matanzas.
Hasta se dio el caso, junto a la entrada del puerto
de Valencia, de que unos alemanes hiciesen instalaciones
flotantes en el mar con pretexto de que eran aparatos
de ensayo para estudio y explotación de la fuerza
de las olas. A estos espías disfrazados de sabios
se les ocurrió precisamente tal invento en plena
guerra y no encontraron en todos los mares del planeta
lugar más a propósito que el pacífico
golfo de Valencia, en mitad del camino entre Marsella
y Argel. Para examinar sus aparatos, situados a pocas
millas de la costa, se embarcaban a todas horas en botes
automóviles de su propiedad. Inútil es
decir que estos aparatos eran simplemente boyas llenas
de esencia; depósitos que surtían a los
submarinos. La gente protestó muchas veces de
tales sabios y su misterioso invento. ¡Voces perdidas
en una soledad absoluta! Nadie podía oírlas
cuando todos en España estaban convencidos de
que el rey era alemán. Nosotros, los francófilos,
no creímos un solo instante sus palabras. ¿Cómo
podíamos creerle si jamás vimos en él
un verdadero acto a favor de Francia y sus aliados?
En cambio, por todas partes encontrábamos la
complicidad pro alemana.
Él,
como Primo de Rivera y tantos otros ignorantes con entorchados
de general, sólo fueron aliadófilos cuando
se convencieron, al fin, todos ellos, del triunfo de
los aliados.
Yo,
que en Agosto de 1914 sólo me vi unido a una
docena de amigos españoles como sostenedor de
la causa francesa y en 1915, al ir a España por
primera vez en plena guerra, casi fui asesinado en Barcelona
por las bandas de facinerosos que sostenían allí
los alemanes y, además, me vi "invitado"
por la autoridad con una solicitud algo sospechosa a
salir cuanto antes de mi patria porque había
vuelto a ella para hablar a favor de una honrada neutralidad,
río ahora con una risa de desprecio cuando leo
que Alfonso XIII afirma que fue amigo de los aliados
y cuando Primo de Rivera dice lo mismo.
No
sé lo que haya podido ser Primo de Rivera en
los primeros meses de la guerra. Si fue francófilo
-según el mismo afirma- debió de ser en
los últimos tiempos, cuando todos se apresuraron
a serlo, porque vería próxima la victoria
de los aliados. Perdió una hermosa ocasión
para él y para muchos de sus compañeros
permaneciendo mudo en los primeros tiempos de la guerra,
hubiese prestado un verdadero servicio al generalato
español hablando entonces.
De
los muchos centenares de generales que existen en España,
sólo unos pocos, que no conozco personalmente,
pero que a juzgar por sus escritos son militares de
ciertos estudios, mostraron un criterio independiente
y claro interpretando las operaciones de la guerra.
Los demás fueron simplemente despreciables. Guardo
unas declaraciones que hicieron al principio de la guerra,
comentando la batalla del Marne, algunos generales españoles
de los más bullangueros, los cuales, si no forman
parte del actual Directorio, deben medrar cuando menos
a la sombra de él. Lamento que no viva en
nuestra época el gran Flaubert. Hubiese llorado
de emoción al entregarle yo este documento para
que lo hiciese figurar en la grande obra que preparaba
en sus últimos años: el "Diccionario
de la estupidez humana".