CÓMO EL REY PREPARÓ EL GOLPE DE ESTADO
Mientras Alfonso XIII fue joven, cifró los éxitos
de su vida en ser un automovilista vertiginoso, un buen
tirador de pichón, un jugador de polo, etc. Resultaba
el primero en cada clase de deportes, lo que nada tiene
de extraordinario, pues bien sabido es que los reyes
siempre son los primeros, cuando viven rodeados de sus
cortesanos.
Educado
para rey y con una mentalidad puramente sensual creyó
que su paso por el mundo debía de ir acompañado
de toda clase de placeres materiales y satisfacciones
de la vanidad. (Esto tampoco lo considero extraordinario,
pues muchos, sin ser reyes, piensan lo mismo). Los
elogios de sus allegados y una fe orgullosa en su propio
valor, le hicieron creerse el primero en todo. Alfonso
XIII no se limita a ser rey. Es, además,
el primer soldado de España, el primer agricultor,
el primer marino, el primer... (aquí ponga el
lector lo que le parezca). Sólo le ha faltado
pintar cuadros o escribir libretos de óperas
como su maestro Guillermo, "el del brazo corto".
Pero todo llegará con el tiempo.
Por
lo pronto, este joven "simpático" que
en los banquetes se limitaba a contar cuentos graciosos
o decir chistes chulescos, se ha metido a orador y pronuncia
casi tantos discursos como Primo de Rivera.
Se
lanza intrépidamente a la oratoria como un nadador
se arroja de cabeza en un mar de olas encrespadas superiores
al vigor de sus brazos, lo que hace que éstas
se lo lleven de un lado para otro, a merced de sus agitaciones
caprichosas. En vez de mandar a las palabras, son las
palabras las que tiran de él y le hacen decir
cosas que le conviene callar, comprometiéndose
con toda clase de indiscreciones. Prueba de ello el
discurso de Córdoba y otros de los que hablaré
más adelante.
Al
crecer en edad y sentirse capaz de pronunciar discursos
en público con un tono y una voz que, según
dicen sus oyentes, tiene algo de monjil, este joven
que era simpático como un subteniente alegre,
ha acabado por creer en su genio de hombre de estado,
considerándose superior a todos los políticos
servidores de la monarquía.
España,
según Alfonso XIII, era desgraciada por el régimen
constitucional le tenía a él encadenado,
lo mismo que a los reyes de Inglaterra, de Italia y
de otros países europeos, indudablemente inferiores
a su persona. ¡Qué le dejasen gobernar
solo como su bisabuelo Fernando VII y entonces se vería
con qué facilidad cambiaba la historia de la
nación, haciéndola entrar en un período
de grandezas y prosperidades...! Dicho prodigio podría
realizarlo gracias al ejército, que debe de ser
del rey más que de la nación.
A
cada momento, este portador de uniformes, dice: "Yo,
que soy un soldado" o "Nosotros los soldados".
Una vez, al repetir en pleno consejo de ministros: "Nosotros
los soldados", uno de aquellos le contestó
que él era un rey y no un soldado.
-Y un rey- continuó diciendo el ministro -debe
mantenerse por encima de los militares y de los civiles,
para en caso de conflicto entre ambos, poder guardar
su imparcialidad.
Este
soldado de innumerables uniformes que, además,
sugiere planes estratégicos a sus generales en
Marruecos -planes que tienen siempre como final horribles
matanzas y fracasos irreparables- es un soldado que
se mantiene tenazmente lejos de la guerra. Pero la imparcialidad
me obliga a añadir que tanto los generales como
los cortesanos le aconsejan dicho alejamiento, no solo
por espíritu adulador, sino también porque
tienen miedo a su orgullo omnisciente, a su megalomanía,
a su facilidad para creer que lo sabe todo y puede aconsejarlo
todo.
Hablando,
lejos de España, con un amigo de Alfonso XIII,
manifesté mi extrañeza de que "el
primer soldado de español" no fuese nunca
a la guerra, a pesar de que esta dura en Marruecos muchos
años.
-¡Ah, no! ¡Qué no vaya!- dijo asustado
el cortesano-; lo embrollaría todo y las operaciones
marcharían aún peor que en el presente.
Además
del vanidoso deseo político de ser rey absoluto
y gobernar la nación a su antojo, este hombre
ha sentido una necesidad particular de suprimir el régimen
constitucional, gobernando por sí mismo, sin
la colaboración de ministros.
Alfonso
XIII se considera pobre. Cobra todos los años
una lista civil respetable, superior, indudablemente,
a la vida económica de España, pero esto
no basta para los gastos de su lujo y el de su familia,
cada vez más grande.
Su
madre, la reina regente, consiguió reunir una
fortuna enorme durante el período de su gobierno.
Debo añadir inmediatamente que esta fortuna fue
de legítimo origen, consistiendo simplemente
en un ahorro tenaz y austero de los millones que le
entraba la nación.
La
madre de Alfonso XIII vivió durante la menor
edad de éste con gran modestia, sometiendo el
presupuesto interior del palacio real a una estricta
economía, como una simple burguesa que hace ahorros
en los gastos de su casa. La única preocupación
de dicha señora fue impedir que se derrumbase
la monarquía después de la derrota de
Cuba y Filipinas, y educar a Alfonso XIII, fortaleciendo
su salud de hijo de moribundo, engendrado en las últimas
semanas de la vida de su padre.
Según
cuenta la gente de la Corte española, y es bien
sabido en Madrid, la reina madre siempre tuvo miedo
a un destronamiento de la familia y creyó, en
cambio, inmortal al imperio austriaco, por cuyo
motivo confió una parte de sus millones a un
archiduque tío suyo. Este guardó dichos
millones como un administrador de confianza, pero al
morir, hace pocos años, no tuvo la precaución
de marcar previsoramente en su testamento qué
bienes eran suyos y cuáles otros pertenecía
a su sobrina doña Cristina, y ésta se
vio en una situación dificilísima para
cobrar las enormes cantidades de dinero que había
ahorrado. Los herederos del archiduque, todos ellos
parientes de la reina madre, se opusieron a entregarle
lo que era suyo, y al fin hubo un arreglo amistoso;
pero dicha señora sólo pudo recobrar,
según parece, una fracción mínima.
El resto de sus economías lo arriesgó
en negocios austriacos y alemanes que hicieron bancarrota
después de la guerra.
Don
Alfonso, que se titula "rey moderno" y no
espera heredar mucho de su madre, sólo ansía
una cosa: acumular. Gastar considerablemente más
de lo que le proporciona la lista civil y como, por
otra parte, no tiene la seguridad completa de que continuará
siendo rey hasta su muerte, apela a los negocios para
juntar una fortuna rápidamente. Por esto ha arriesgado
muchas veces el prestigio de la monarquía comprometiéndose,
con la ligereza propia de su carácter en todos
los negocios que le proponen. Pero deben ser negocios
en los que no se arriesga ningún dinero, aportando
solamente a ellos su influencia personal.
Algunos
periódicos han hablado de acciones liberadas
que le entregó la fábrica de automóviles
la Hispano-Suiza, establecida en Barcelona y que tiene
depositadas a nombre de uno de sus cortesanos. También
ha hablado de la compañía de navegación
llamada la Transmediterránea y de miles de acciones
del Metropolitano de Madrid, cuya concesión
se otorgó ilegalmente, pues otra empresa había
solicitado antes ejecutar dichas obras. Pero al rey
le convino apoyar a la actual empresa del Metropolitano
de Madrid, imponiendo su voluntad al alcalde de la capital
en aquella época.
Todo
el mundo sabe la estrecha amistad del rey de España
con el belga M. Marquet, personaje cuyo único
título importante es ser dueño de la ruleta
y el "treinta y cuarenta" en el Casino de
San Sebastián. Alfonso XIII ha buscado hacerse
amigo de los grandes multimillonarios de los Estados
Unidos, y cuando llega a San Sebastián o
Santander en el yate de cualquiera de ellos hace mayores
extremos de sumisión y admiración que
si fuese en la galera del Papa, pero hasta el presente
no ha podido conocer estos hombres de negocios que M.
Marquet, dueño de la ruleta de San Sebastián,
y M. Cornuché, dueño de los juegos de
Deauville, y un señor Pedraza, del que hablaré
más adelante.
Tal
es la amistad de Alfonso XIII con M. Marquet, que hace
unos cuantos años empezaron a decir las gentes
que Alfonso XIII iba a darle algún título
nobiliario, nombrándole "barón",
unos decían que del "Pleno", otros
del "No va más", y otros del "Negro
y Encarnado". Pero fueron tales los comentarios
de los belgas, al enterarse de este honor presunto de
su compatriota, que el rey y el agraciado tuvieron que
desistir de tal proyecto.
Como
el casino de San Sebastián sólo funciona
en verano, M. Marquet, que piensa indudablemente con
envidia en la continuidad anual del Casino de Montecarlo,
quiso inventar algo para seguir explotando a los españoles
durante el invierno, y fundó en el centro de
Madrid el llamado "Palacio de Hielo", en cuyo
piso inferior se patina y cuyos pisos superiores están
destinados al "treinta y cuarenta" y otras
amenidades.
Los
reyes asistieron a la inauguración de esta casa
de juego polar instalada en el corazón de su
capital. M. Marquet, como dueño del establecimiento,
tuvo el honor de entrar a la reina de España,
dándole el brazo, para mostrarle todas las suntuosidades
del edificio.
Últimamente,
el rey Alfonso XIII ha formado una cuadra de caballos
de carreras y se dedica a hacerlos correr, especialmente
en San Sebastián. La gente aristócrata,
bien enterada de esto, murmura que don Alfonso no tiene
dinero para sostener la caballeriza y sospecha que ésta
pertenece en realidad a M. Marquet. El caballo "Rubán"
es la bestia más importante de dicha cuadra.
Cuando corre en las carreras de San Sebastián
gana siempre. Esto no lo considero extraordinario. La
pista de San Sebastián es tierra española
y, por lo tanto, pertenece a Alfonso XIII que puede
hacer de ella lo que quiera.
Los
que apuestan contra "Rubán" y pierden
el dinero, gritan siempre, como reos de lesa majestad,
afirmando que les han robado, pero yo no puedo creer
en sus afirmaciones irreverentes. Es verdad que "Rubán",
al correr en Bélgica, era siempre quinto o sexto.
Pero esto sólo significa que como su amo es español
corre mejor dentro de casa, en terreno bien preparado.
El
otro hombre de negocios de Alfonso XIII es M. Cornuché,
que organizó como una apoteosis su viaje a Deauville
hace tres años.
Hay
que recordar cómo fue este viaje. Las tropas
españolas habían sufrido meses antes una
de las derrotas más inauditas que se conocen
en la historia de las guerras coloniales. Únicamente
la del general italiano Barattieri en Abisinia puede
compararse con ella. Mil quinientos españoles
estaban prisioneros de Abd-el-Krim. Hay que saber lo
que significa ser prisionero de los rifeños.
Para muchos hombres es peor esto que caer en manos de
una tribu de antropófagos de Oceanía.
Resulta preferible la muerte a sufrir los ultrajes y
vilipendios que infligen a los prisioneros europeos
estos bárbaros que han heredado las corrupciones
antinaturales de lejanos siglos.
En
dicho periodo yo me sentía triste a todas horas
al pensar que muchos centenares de compatriotas míos
estaban en el peor de los cautiverios, sufriendo toda
clase de penalidades y atropellos.
Y
fue en este momento cuando el rey de España,
aceptando una invitación de Cornuché,
marchó a Deauville para que apreciasen su hermosura
graciosa en la "Potiniere" y en el Casino,
oyéndose llamar "simpático"
por un sinnúmero de damas pintarrajeadas que
formaban su cortejo admirativo.
No
quiero creer que Alfonso XIII al realizar tal viaje
tuviese en su memoria a los españoles prisioneros.
Le hago el favor de pensar que se había olvidado
de ellos y si obró de un modo tan monstruoso
fue con la inconsciencia propia de su carácter
frívolo. Pero de todos modos, el espectáculo
resultó tan inaudito que muchos periódicos
de diversos países censuraron al rey de España
y los cancioneros de Montmartre le hicieron objeto de
sus sátiras, teniendo que intervenir oficiosamente
el embajador español en París para que
no se hablase más de Alfonso XIII, héroe
de la "Potiniére" de Deauville en canciones
y revistas.
El
heredero de Fernando VII le tomó gusto a visitar
los dominios de M. Cornuché. Éste explota
en verano Deauville y, en invierno, Cannes. Empezó
a anunciarse para el invierno siguiente la visita a
Cannes del rey de España. El pretexto del viaje
era una visita a los Borbones destronados de Nápoles,
o sea, a los duques de Caserta, que viven retirados
en Cannes. Pero en realidad la visita estaba destinada
a Cornuché, que empezó a hacer gastos
para comodidad y boato de su rey "anuncio",
el cual iba a dar prestigio con su presencia a los juegos
de Cannes, estableciendo una rivalidad con los de Montecarlo.
Pero
en España hubo un movimiento de indignación,
tal vez más en las clases superiores que en las
inferiores, que ignoran lo que es Deauville y lo que
es Cannes. Hasta en la Cámara de Diputados hablaron
las oposiciones del próximo viaje del rey al
Casino de Cornuché en la Costa Azul, y aquel
tuvo que desistir.
Tal
vez mormuró entonces como su abuela, la sentimental
Isabel II, cuando en plena ancianidad la separaron de
su último secretario:
-¡Qué oficio el de rey! ¡Siempre
le contrarían a uno en sus gustos y placeres!
En
los últimos años, creyó don Alfonso
haber encontrado el hombre de negocios que necesitaba
para hacerse rico. Es éste un señor
Pedraza, español que ha rodado mucho por los
Estados Unidos y la América del Sur; hombre listo,
inteligente, y al cual por su historia llena de altibajos,
dan algunos el título de aventurero.
Creo
que si se atreven a llamarle así es porque el
señor Pedraza ha sido llevado a la cárcel
algunas veces por asuntos comerciales, no sé
si con razón o sin ella. Con este señor
entabló Alfonso XIII una íntima amistad.
Fue, y no sé si es todavía, su gran agente
de negocios.
Como
el rey de España tiene un carácter ligero
y este señor Pedraza parece ser un fantaseador
de gran verbosidad y que habla de su amistad con los
multimillonarios de Wall Street y de la City, el rey
le aceptó como una especie de Morgan o Rockefeller
que iba a enriquecerle en unos cuantos meses a costa
de España.
El
señor Pedraza, que estuvo en la cárcel
de Barcelona por asuntos comerciales, ha enseñado
telegramas y cartas firmadas "Alfonso R."
(Alfonso Rey), que es como éste firma.
Los
planes financieros de Pedraza fueron brillantes vaguedades
sin nada determinado, en los que se mezclan la verdad
y la mentira, y cuyo único resultado cierto habría
sido lanzar en el mundo centenares de millones de valores,
representando su emisión de cincuenta a cien
millones de dinero positivo, para los autores del negocio,
o sean, el rey y su agente.
Este
señor Pedraza prometió el auxilio de un
grupo de financieros e industriales ingleses y americanos
que llevarían a España miles de millones
para colocarlos en negocios, pero con unas garantías
que equivalían a un monopolio sobre todos los
recursos nacionales. Para endulzar la terrible operación,
prometió construir el ferrocarril directo a Valencia
y otro desde la frontera francesa a Algeciras.
Los
banqueros españoles se escandalizaron ante una
operación que tenía por objeto apoderarse
de todos los negocios de España. El regio socio
de Pedraza iba a vender la nación por varios
millones recibidos de golpe. La Prensa financiera combatió
igualmente los planes de Pedraza.
Afortunadamente,
ocupaba en aquel entonces el ministerio de Hacienda
el señor Pedregal, antiguo republicano pasado
a la monarquía, pero hombre íntegro que
guarda en su conducta la austeridad de su origen democrático.
El señor Pedregal se opuso enérgicamente,
y los capitalistas que estaban detrás de
Pedraza tuvieron que retirarse dejando en manos de éste,
según han dicho algunos, cien mil libras de comisión
que había recibido anticipadamente. Pero esto
es cosa insegura, como también inseguro es saber
a qué manos fueron a parar las cien mil libras,
caso de que existiesen.
Lo
cierto es que desde el fracaso de Pedraza, Alfonso XIII
sólo tuvo una idea: gobernar sin las trabas constitucionales,
ser "el amo único", como manifestó
pocos días después del triunfo del Directorio.
Fácil
resulta imaginarse la psicología de un monarca
que se considera pobre a causa de sus muchos gastos
y que no puede contar con otros recursos que los que
le señala el poder legislativo, como rey constitucional.
Su deseo es ser rey absoluto, no tener ministros
que le puedan exigir cuentas, confundir su fortuna propia
con la fortuna del país como hicieron en otros
siglos monarcas dilapidadores que acabaron provocando
revoluciones.
Además,
teniendo ministros constitucionales a los que es preciso
contentar a cada momento y con los cuales hay que contar
para que firmen los decretos, no son posibles los negocios
en grande, como los del amigo Pedraza. Es preciso ser
rey absoluto para hacer dinero, verdaderamente.
Debo
adevertir, que Alfonso XIII desistió por el momento
de realizar la combinación Pedraza, al ver que
sus ministros constitucionales no la aceptaban. Luego,
en tiempos recientes, al quedar suprimido el régimen
constitucional y vivir España esclavizada por
el Directorio, el rey creyó llegado el momento
de reanudar el gran negocio de su vida. Pedraza, que
andaba por el extranjero, recibió un telegrama
de su regio socio, el cual fue enseñado a los
capitalistas de Londres y de otros países para
que le apoyasen en su asunto:
"Ven pronto -decía el telegrama- Todo está
preparado. Alfonso R."
Pero
Primo de Rivera y los demás generales del Directorio
tampoco quisieron aceptar el plan financiero patrocinado
por Alfonso XIII. Esta negativa no fue por virtud. Como
el Directorio busca su sostén en las gentes de
la derecha, tuvo miedo a enajenarse las simpatías
de los banqueros españoles y las clases capitalistas.
Además, entró en esta negativa el egoísmo
personal. Primo de Rivera sabe, como todos los españoles,
que esto de Pedraza es un negocio enorme del monarca
y, ¿por qué lo iba a aprobar él,
cargando con toda la responsabilidad, sin tener ningún
resultado positivo...?
Otra
razón tuvo Alfonso XIII para desear ser monarca
absoluto en tiempos del último gobierno constitucional.
El ministro de Hacienda, señor Pedregal, había
cortado con su enérgica negativa el negocio de
Pedraza, y la guerra de Marruecos había puesto
en evidencia la responsabilidad personal del rey en
los fracasos sufridos por el ejército español.
La
pobre España es para Alfonso XIII algo así
como una caja de soldados de plomo de las que se venden
en los bazares. El eterno adolescente quiso jugar
de monarca importante en Europa y para serlo aceptó
en Algeciras el protectorado sobre el Riff, o sea,
sobre una región que figura como perteneciente
a Marruecos y donde jamás en el curso de los
siglos pudieron ejercer su autoridad efectiva los sultanes
marroquíes.
En
el banquete diplomático de Algeciras, a España
le dieron el hueso, lo que nadie podía tragar,
el indomable Riff; pero Alfonso XIII lo aceptó
gozoso, con una alegría de subteniente, igual
a la del Kromprinz cuando hablaba de "la guerre
fraiche et joyeuse". Lo importante para él
era mostrarse tan caudillo como Guillermo II.
Así
empezó la guerra española de Marruecos,
la más incomprensible y absurda que se conoce
en la historia.
España
ha tenido en Marruecos desde hace catorce años,
el ejército más grande que existió
nunca en África; más de cien mil hombres;
algunas veces, ciento veinte mil y todavía más.
Los adversarios con que combatió siempre este
ejército son ocho o diez mil montañeses,
con cartuchos escasos, y, sin embargo, el ejército
español no obtenido jamás una victoria
decisiva y ha sido derrotado numerosas veces.
Hay
que añadir para que la cosa resulta aún
más inexplicable, que el español se bate
valerosamente. Yo he hablado con militares franceses
de gran valía que han visto esta guerra de cerca
y todos se muestran acordes al afirmar que el oficial
español lucha algunas veces con una audacia casi
de suicida. El soldado se limita a batirse resignadamente.
No siente ningún entusiasmo por una guerra que
nada le importa. Pero, en fin, cumple su deber; va adelante
y se deja matar.
Los
oficiales, por espíritu profesional, dan su vida
con una generosidad exagerada... Y, sin embargo, las
derrotas siguen a las derrotas. Es la demostración
de que este ejército es una obra dinástica
y no una institución nacional.
Los
españoles se ven obligados a batirse porque el
rey ha querido hacer figura de gran caudillo en Marruecos,
y él y sus allegados tienen esperanzas de poseer
las minas del Riff, minas algo fantásticas, cuyo
verdadero valor no conoce nadie, y que Abd-el-Krim negocia
con gentes de todas las naciones, como un tesoro de
cuento oriental.
Para
explicar el eterno fracaso de España en Marruecos
bastaría que es Alfonso XIII el que en realidad
dirige las operaciones desde Madrid. ¿Cómo
no iba a mezclarse en la guerra este joven que nació
sabiéndolo todo y se titula "el primer soldado
de España"?
Todos
recuerdan la gran catástrofe que sufrió
el ejército español en 1924, o sea, la
inmensa derrota de Annual.
Alfonso
XIII se entendió directamente con el general
Silvestre, gobernador de Melilla, para realizar una
operación rápida y decisiva que permitiese
a las tropas españolas ir a través del
Riff hasta la bahía de Alhucemas, apoderándose
de todo, obligando a las tribus a una instantánea
sumisión, deslumbradas y anonadadas por la estrategia
fulminante del rey.
El
general Silvestre era un soldado valeroso pero de cortos
alcances, un combatiente heroico, excelente para
obedecer; un guerrero del arma de Caballería,
insustituible para ser mandado por un caudillo de talento,
algo así como un Murat o un Lasayle, guardando
las proporciones del medio.
Alfonso
XIII fue el Napoleón de este húsar heroico
y se puso de acuerdo con él, sin consultar para
nada a su ministro de la Guerra. Tan en secreto llevaron
los dos la operación, que el general Berenguer,
Alto Comisario de todo Marruecos (el único que
dirigido dicha guerra con alguna habilidad) casi recibió
casi recibió al mismo tiempo la noticia de su
inmensa derrota y su muerte.
El
general Silvestre, antes de emprender este ataque disparatado,
fue a España para ponerse de acuerdo con su "general
en jefe", el rey. En un banquete al que asistieron
en Valladolid, con motivo de una fiesta en la Academia
de Caballería, los dos chocaron sus copas.
-El veinticinco de Julio, día de Santiago -dijo
Silvestre- prometo a Su Majestad que llegaré
a la bahía de Alhucemas.
-¡Olé los hombres!-contestó el rey-.
El veinticinco te espero.
Si no profirió Alfonso XIII en tal momento estas
palabras, las dijo más adelante por escrito,
en un telegrama del que hablaré oportunamente.
El
general Silvestre volvió a Melilla y emprendió
la operación con arreglo a su estrategia de jefe
de Caballería y a la gran ciencia militar de
Alfonso XIII. No podía ser más sencillo
el plan: ¡marchar, adelante; siempre adelante!
Yo que soy un hombre civil, tal vez hubiese discurrido
la cosa con más precauciones y complicaciones.
Pero Alfonso XIII tiene la genialidad de los grandes
capitanes. ¡Adelante! ¡Siempre adelante!
El
general Silvestre arrolló al principio a cuantos
moros le salieron al paso. Al tomar en los primeros
días de avance un monte famoso por su valor estratégico,
envió un telegrama al rey. Este le contestó
empleando el lenguaje de las corridas de toros: "¡Olé
los hombres! El veinticinco te espero." (Textual).
¡Ay! Todavía no llegado el veinticinco.
Van transcurridos cuatro años y aún está
esperando el "Kaiser Codorníu".
Las
tribus de Abd-el-Krim dejaron avanzar al intrépido
Silvestre, que en su ardor agresivo apenas si se preocupó
de mantener el contacto a sus espaldas con las bases
de refuerzo y avituallamiento. Lo cercaron, lo aislaron,
cortando su retaguardia, y murió combatiendo
lo mismo que tantos miles de españoles. Únicamente
lograron salvar su vida, como prisioneros, unos mil
quinientos con el general Navarro.
Se
calcula que en este desastre perecieron doce mil españoles,
recogiendo los rifeños sobre el campo de batalla
un material de guerra que representaba muchos millones
de pesetas.
Para
olvidar este pequeño incidente, el amigo de M.
Cornuché, pocos meses después, marchó
a Deauville. Mas no por eso dejó de pensar en
el fracaso.
Como todos los artistas mediocres, de quisquillosa
vanidad, estaba convencido de que su plan era magnífico,
y echó la culpa de la falta de éxito a
la cobardía de los ejecutantes.
En
España cuentan muchos una frase de este joven
ingenioso. La gallina es allá el animal que simboliza
la cobardía. Cuando los rifeños exigieron
cinco millones de pesetas por dejar en libertad a los
prisioneros en la derrota de Annual, Alfonso XIII dijo
con su gracia chulesca:
-¡Qué cara cuesta la carne de gallina!
Los
españoles cultos se dieron cuenta de la responsabilidad
que incumbía a Alfonso XIII en el desastre de
Annual. Por primera vez en muchos años, el Parlamento
español dio señales de vida, enérgica
e independientemente. Se formó una Comisión
en la Cámara de Diputados compuesta de individuos
de diferentes grupos dinásticos y de las oposiciones.
Esta Comisión, llamada de los Veintiuno por el
número de los individuos que la componían,
abrió una información, haciendo comparecer
ante ella a numerosos generales.
Por
primera vez se vio también en España a
los militares -siempre orgullosos y convencidos de pertenecer
a una casta superior- prestar declaración ante
un tribunal civil como testigos o como futuros acusados.
Según
se dice, la Comisión recibió testimonios
y documentos que demostraron cómo el general
Silvestre se había movido siguiendo las órdenes
y los planes estratégicos del rey. Además,
una parte de la documentación cambiada entre
el monarca y el general Silvestre fue descubierta por
un procedimiento algo novelesco.
Recordará el lector que después de la
inesperada y completa derrota de Silvestre, los rifeños
vencedores avanzaron hasta las puertas de Melilla, y
si no entraron en ella fue por falta de decisión.
Sólo algunos grupos de soldados enfermos guarnecían
la plaza. Para dar ánimo al vecindario, las bandas
de música recorrieron las calles haciendo sonar
sus instrumentos. Todo estaba abandonado. En tal situación,
llegó el general Berenguer con las primeras fuerzas
que pudo embarcar en el Marruecos occidental perteneciente
a España. Y fue en estos momentos de confusión,
cuando alguien, no se sabe quién, descerrajó
la mesa del general Silvestre, ya difunto, encontrando
en un cajón parte de su correspondencia con Alfonso
XIII.
Allí estaba el famoso telegrama: "¡Olé
los hombres! El veinticinco te espero." Allí
también, entre otras cartas, una en la que el
rey aconsejaba a Silvestre lo siguiente: "Haz lo
que yo te diga y no te preocupes del Ministro de la
Guerra, que es un imbécil."
Este
Ministro de la Guerra tratado de imbécil por
un rey constitucional que obraba a sus espaldas, era
un hombre civil, el vizconde de Eza. Me dicen que al
enterarse de tal carta estuvo mucho tiempo sin querer
ver al rey, para evitarse la molestia de saludarlo.
Ahora, tal vez lo salude, pues para los hombres que
tratan reyes, representa muchas veces una muestra de
cariñosa confianza ser tratados de imbéciles.
La
Comisión de los Veintiuno, después de
oír a numerosos testigos, dio por terminado su
expediente. La culpabilidad del rey resultaba visible
por las declaraciones y los documentos.
Alfonso
XIII siguió con inquietud el trabajo de esta
Comisión, cuyas funciones eran completamente
nuevas. Se iban a hacer públicas en el Parlamento
su desdichada intervención en la guerra, sus
actos de rey absoluto, su desprecio a la Constitución.
Había
que ahogar este escándalo enorme y para ello
apresuró el golpe de Estado que estaban preparando
los militares y que produjo el Directorio actual.
Una parte del ejército venía conspirando
de acuerdo con el rey, pero la fecha de la sublevación
se había fijado para más adelante. Al
saber Alfonso XIII que la Comisión de los Veintiuno
había terminado su información e iba a
hacerla pública el veinte de Septiembre, dio
orden a Primo de Rivera para que adelantase el golpe
de fuerza.
Primo
de Rivera, acelerando sus preparativos, con la seguridad
que le daba el apoyo del rey, se sublevó en Barcelona
el día trece. Uno de los primeros actos de los
militares triunfantes fue enviar un oficial de gran
confianza al palacio del Congreso, en Madrid, seguido
de fuerte escolta. En una de las secciones, donde se
había reunido la Comisión de los Veintiuno,
estaba guardado el famoso expediente sobre las responsabilidades
de la derrota de Annual. El enviado del Directorio se
incautó de él, y nadie ha sabido más
de tan importante legajo. Deben haberlo destruido.
Pero
los individuos de la Comisión viven todos y muchos
de ellos guardan nota de las declaraciones que escucharon
y los documentos que leyeron.