PRIMO DE RIVERA Y SUS ACÓLITOS
En el
curso de los últimos cincuenta años, la
monarquía española únicamente ha
pensado en halagar al ejército. Creyó
que teniendo a sus órdenes la fuerza armada no
debía preocuparse de otra cosa. Al que protestase
se le ametrallaría. Cuando con la adhesión
de las tropas podía permitírselo todo
y vivir descansadamente.
El resto
del país no ha existido para los reyes. Debo
valerme de una imagen para expresar con más exactitud
las relaciones de la monarquía con España.
Los Borbones han considerado al pueblo español
como si éste fuese una máquina de vapor
que les estorbaba con su movimiento ruidoso.
Prefirieron los reyes el silencio, la calma absoluta
de la nada, y dedicaron su tiempo y sus energías
a la supresión de dicha máquina. Colocaron
puntales sobre los émbolos para ahogar su ruidoso
dinamismo; apagaron sus fuegos, dejaron correr el agua
sobre los hogares generadores de fuerza y otras partes
de la maquinaria nacional. Ésta ha acabado por
paralizarse y oxidarse. Se han roto sus engranajes y
se está deshaciendo pieza a pieza.
Yo, español,
declaro con dolor y vergüenza, que España
es en estos momentos el país más desorganizado
de la tierra. Sus regiones más ricas y laboriosas
muestran una tendencia instintiva al separatismo. Son
miembros que aún laten con vida propia y quieren
separarse del resto de un organismo que consideran podrido.
Tal es el caso de Cataluña y otras provincias.
Además,
durante medio siglo, la monarquía ha convertido
en un pueblo materialista y de profunda bajeza moral,
a esta España que fue antes una nación
romántica, con ideales tal vez equivocados, pero
siempre generosos.
Hasta hace
un cuarto de siglo, existieron dos Españas: una,
tradicionalista; otra, liberal; una, partidaria de las
glorias del pasado; otra, deseosa de implantar los progresos
más audaces; pero ambas tenían sus ideales
respectivos y estaban dispuestas a dar su vida por algo
generoso. La monarquía de Alfonso XIII y de
su madre ha creado una España cínicamente
materialista, que sólo piensa en los provechos
vulgares e inmediatos, no cree en nada, no espera nada,
y acepta todas las vilezas del momento actual porque
le falta energía para arrostrar las aventuras
del porvenir, al otro lado de las cuales se halla su
libertad.
El país de Don Quijote, gracias a la monarquía
de los Borbones, se ha convertido en el asno de Sancho
Panza: glotón, cobarde, servil, incapaz de ninguna
idea que exista más allá de los bordes
de su pesebre.
Las clases
acomodadas muestran la crueldad del miedo, que es la
peor de las crueldades. Temen moverse, cambiar de postura,
aun con la certeza de que este cambio puede ser favorable
para el país, y proclaman con brutalidad su amor
al garrotazo, declarándose partidarios de toda
solución que prometa el fusilamiento como primera
medida.
Las masas
obreras, por su parte, muestran una violencia más
extremada que en ninguna otra nación. Cada vez
que han exteriorizado sus deseos se han visto ametralladas
en las calles por toda respuesta. El obrero desarmado,
como no puede batirse con el militar poseedor de las
herramientas de muerte más perfeccionadas, apela
al atentado personal. En resumen, las luchas sociales
que se desenvuelven en los demás países
en una forma más o menos atenuada, adquieren
sobre el suelo español, gracias a la monarquía,
el carácter de una guerra salvaje.
En cincuenta
años, los reyes de España no han creado
escuelas, no se han preocupado del progreso intelectual
del país. El pueblo español se ve elogiado
en todo lo que tiene de más bárbaramente
tradicional. Los defectos seculares son considerados
y ensalzados por los monarcas como virtudes patrióticas.
Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y su hijo,
Alfonso XIII, imitaron siempre el lenguaje y las acciones
de los toreros los "golfos" de Madrid, considerando
esta degradación como algo nacional. Los españoles
que muestran una cultura con arreglo a la civilización
de otros pueblos son tachados de malos patriotas y extranjeros.
Al llegar
aquí, considero conveniente decir algo, aunque
sea en breve aparte. La actual reina de España,
que es inglesa por su nacimiento, resulta una especie
de prisionera moral dentro del palacio de Madrid.
Durante la guerra, que arrebató a un hermano
suyo, oficial inglés, vivió en resignado
aislamiento en medio de una Corte donde todos eran germanófilos,
incluso su marido. En los momentos actuales, esta señora,
a causa de su educación británica, debe
sentirse asombrada viendo cómo su país,
uno de los primeros del mundo, es gobernado por hombres
civiles, por hombres liberales, mientras la atrasada
monarquía española rasga su Constitución
y es regida por una tiranía como la Rusia de
los zares.
Prosigamos
hablando de la vileza actual de España, obra
del régimen monárquico. Alfonso XIII acabó
por no poder vivir tranquilamente a consecuencia de
los males provocados por su mismo régimen; por
un lado, el separatismo; por otro, la guerra social;
por otro, la debilidad de los gobiernos, que mejor merecían
el título de desgobiernos, debilidad que es también
de origen monárquico; un resultado de las intrigas
a que se muestra tan predispuesto el rey.
En tiempos
de Alfonso XII y de la reina Regente sólo había
dos partidos dinásticos: el liberal y el conservador,
dirigidos por Cánovas y Sagasta. Este turno en
el disfrute del gobierno resultaba una comedia ridícula,
pero como los jefes sólo eran dos, inspiraban
respeto a los reyes y les era fácil entenderse
para imponer su voluntad a la familia real y a sus cortesanos.
Alfonso XIII, en su deseo de ser monarca absoluto
y quebrantar el régimen constitucional, se ha
dedicado a fraccionar y subdividir los antiguos partidos
gobernantes. Por medio de intrigas y enredos sublevó
a los lugartenientes contra sus jefes, premió
a los traidores, apoyó a los disidentes e hizo
de cada uno el jefe de un nuevo grupo al que prometió
el poder. De los dos antiguos partidos hizo surgir una
docena, siguiendo la jesuítica máxima
de "divide y vencerás".
Gracias a
esta política de fraccionamiento, ningún
partido gobernante tuvo, desde hace años, fuerza
suficiente para mantenerse en el poder. Cada gabinete
sólo pensó en defenderse de sus rivales,
en sostenerse a toda costa, y para conseguirlo, el gran
medio fue mostrarse obediente a las insinuaciones del
rey.
Un país
corrompido moralmente por la monarquía, agitado
por el separatismo, mal gobernado por unos ministerios
que sólo podían pensar en su propia existencia,
marcha fatalmente a la ruina. La monarquía española
ha sido víctima de su propia obra. Asustada
por las luchas sociales, ha buscado remedio en una dictadura
militar que podía favorecer al mismo tiempo sus
instintos absolutistas. Pero es la misma monarquía
la que creó la enfermedad nacional que ha pretendido
curar luego por medio de la brutalidad militarista.
La influencia
fatal y corruptora que los Borbones españoles
ejercieron sobre toda la nación, la han hecho
sentir igualmente sobre el ejército.
Durante el siglo XIX, el ejército español
intervino frecuentemente en la vida política,
unas veces en sentido liberal, otras en sentido reaccionario.
Pero los militares mostraban en sus sublevaciones cierto
idealismo liberal o retrógrado, y este idealismo
pudo representar en ciertos momentos una esperanza para
el país. Alfonso XIII, y antes de él
su madre, mataron también este espíritu
del antiguo ejército, convirtiendo a los militares
en unos burgueses sindicados, que sólo se preocupan
de las ganancias de su profesión.
Así
surgieron las llamadas Juntas militares, en 1917. Estas
Juntas fueron, sencillamente, unos soviets con uniforme,
en los que sólo figuraban militares de subteniente
a coronel. Tales soviets de casta, copia a estilo retrógrado
de los de Rusia, fueron la manifestación de las
aspiraciones de una categoría social que se había
dado cuenta de su importancia y quería explotarla.
Ya hemos
dicho cómo los reyes pensaron únicamente
en halagar y formar el ejército a su semejanza,
para estar seguros de su apoyo. El ejército,
al tener conciencia de lo necesario que resultaba para
la monarquía, empezó a exigirle por medio
de sus Juntas aumentos de sueldo y absorbentes privilegios,
acabando por formar dentro de la nación una casta
aparte, con leyes especiales que lo han hecho intangible
e indiscutible. En España se puede discutir
todo, hasta la existencia de Dios, pero el que discute
un acto de los militares va inmediatamente a la cárcel
y se ve sometido a un consejo de guerra, aun cuando
sea paisano.
Tal fue la
soberbia de los directores del militarismo al tener
plena conciencia de su importancia dentro de la monarquía,
que las Juntas discutieron con el rey y le impusieron
su voluntad. Pero Alfonso XIII, considerando el ejército
como una creación de su familia, aceptó
tales faltas de respeto como un mal pasajero, y creyó
que gobernando con personajes militares sería
más dueño del país que acompañado
de hombres civiles.
Durante
cuatro años se vino preparando el golpe de fuerza
que ha suprimido el régimen constitucional y
dado principio al régimen militar. El rey, con
su característica imprudencia, no supo guardar
el secreto. En 1922, a los postres de un banquete
en Córdoba, Alfonso XIII dejó ir su lengua.
Esto nada tiene de extraordinario, pues en Córdoba
abunda el vino de Montilla, que hace olvidar toda discreción
a los postres de un banquete. Inexperto orador que se
echa a nado a través de sus discursos, habó
con amargura de su papel de rey constitucional, dando
a entender que el porvenir sería amo absoluto.
Las Juntas militares deseaban también gobernar
a España. Según ellas, los fracasos del
ejército en Marruecos se debían a los
gobiernos constituidos por hombres civiles, a "los
políticos" que eran para el rey y para los
militares una especie de víctimas expiatorias.
Todos los males del país debían atribuirse
a tales políticos. El día en que el rey
y media docena de generales gobernasen España
a su capricho, empezaría una época de
venturas y el ejército obtendría victorias
cada veinticuatro horas.
Primeramente,
los militares metidos a políticos pensaron dar
la dictadura al general Aguilera. Este señor,
que era entonces presidente del Tribunal Supremo de
Guerra y Marina, resultó un personaje menos bufo
y de costumbres más honestas que Primo de Rivera.
Pero una tarde surgió inesperadamente en el Senado
una discusión entre personajes civiles y militares.
El general Aguilera dijo que el honor de un militar
es superior al honor de un hombre civil y el señor
Sánchez Guerra, antiguo presidente del Consejo
de Ministros, político conservador y hombre de
temperamento nervioso, le contestó dándole
dos bofetadas como demostración de que un civil
puede ser tan hombre como un militar.
Gran escándalo
parlamentario, explicaciones, todo lo propio del caso,
pero Aguilera, a pesar de que es un hombre de historia
valerosa, tuvo que quedarse con las dos bofetadas y
no las pudo devolver. Después de este incidente,
ya no era lógico pensar en dicho general para
que fuese el dictador. ¿Qué miedo puede
infundir un guerrero que recibe dos manoplazos de un
simple abogado?
Y fue entonces cuando el rey pensó en Primo de
Rivera, general desprestigiado por su conducta particular,
poco querido en el ejército por la rapidez de
su carrera, pero que estaba ocupando la Capitanía
general de Cataluña.
De todos
los generales del ejército español, el
menos indicado para representar una revolución
moralizadora es Primo de Rivera.
No quiero valerme de la vida particular de mis enemigos;
pero con Primo de Rivera resulta inútil este
escrúpulo. El mismo, dándose cuenta de
su situación, ha hablado varias veces, como si
hiciese penitencia pública, de la existencia
que llevaba hasta hace poco más de un año,
o sea, antes de ser dictador. (Según dicen muchos
españoles, continúa llevando en la actualidad
la misma existencia, pero con un poco más de
recato).
Durante
más de treinta años, cuando los militares
españoles querían mencionar un caso de
favoritismo inaudito, de nepotismo, mencionaban a Miguelito
Primo de Rivera. En la actualidad, las gentes siguen
llamándole Miguelito, porque, aunque es teniente
general y gobierna arbitrariamente a toda España,
imponiendo sus voluntades al mismo rey, continúa
siendo tan Miguelito como en la época en que
era teniente. Su carácter no ha cambiado.
Fue sobrino del capitán general Primo de Rivera
que traicionó al gobierno revolucionario en 1874,
ayudando a restaurar la dinastía de los Borbones.
Este señor, que no tuvo hijos, concentró
toda su influencia y su cariño en Miguelito para
hacer de él, en poco tiempo, un continuador de
las glorias de la familia.
Pocas veces
se ha visto una carrera tan rápida. Ascendió
casi tan aprisa como los generales de la primera República
francesa y de Napoleón. Este mozo no pudo hacer
un gesto sin que resultase un acto heroico. Allí
donde España tuvo una guerra, allí estuvo
él y a las veinticuatro horas de llegar ya había
hecho algo extraordinario, únicamente comparable
con las hazañas del Cid.
Reconozco
que debe de ser un apreciable subalterno, un oficial
valiente como los posee a miles el ejército español.
Lo malo para estos miles de oficiales es que ellos no
han tenido un tío como el capitán general
Primo de Rivera, y sus actos habituales de valor sólo
merecen cuando más una pequeña nota en
la hoja de servicios. En cambio, Miguelito no desnudó
jamás el sable sin que obtuviese un grado o un
nuevo título de heroísmo.
Durante
el período de las guerras coloniales, su tío
hizo de él una especie de viajante comisionista
del heroísmo militar. Lo envió a la
guerra de Cuba para que obtuviese varios grados y cuando
ya no era decente pedir más para él, lo
remitió a Filipinas para que hiciera nueva cosecha.
En resumen, que poco después de los treinta años
ya era general; el general más joven del ejército
español.
Jamás
mandó un ejército. Ha sido siempre un
subalterno. La primera vez que actúa de general
en jefe es ahora, como presidente del Directorio, asesorado
por otros camaradas no menos cubiertos de entorchados,
condecoraciones y fajas. Estos oropeles vistosos
no los libran a todos ellos de la vergüenza de
ser zarandeados y golpeados por Abd-el-Krim, que fue
su maestro de árabe y su compañero de
juergas cuando vivía en Melilla como empleado
del Gobierno español.
En Primo
de Rivera el individuo resulta tan interesante como
el "héroe". Yo he hablado con él
dos veces nada más, pero como no resulta un personaje
de grandes complicaciones intelectuales, hay de sobra
con eso para conocerle. Nació en Jerez, la tierra
del vino generoso, y tiene la verbosidad del meridional.
Esto no significa una censura. Su facundia podía
resultar un instrumento útil al servicio de una
verdadera inteligencia. Pero Miguelito es algo así
como un primo hermano de Alfonso XIII: un hombre de
carrera fácil que se lo encontró todo
preparado por el hecho de nacer, y cree saberlo todo
y haber venido al mundo para solucionar los más
difíciles problemas, diciendo una serie de perogrulladas...
Con su palabrería,
suficiente y segura, me recordó a muchos generales
improvisados que he conocido en México y en algunas
pequeñas repúblicas de la América
del Sur. Sólo le falta escribir versos malos
para ser un perfecto héroe como los otros. Pero
a falta de ello, redacta manifiestos casi pornográficos
en los que alude a los órganos masculinos, echa
requiebros a las mujeres españolas y comete extravagancias
que hacen de él un personaje de horribles consecuencias
para sus compatriotas, pero ameno y pintoresco para
los extranjeros.
Tiene
la locuacidad disparada de un barbero a la antigua con
faja de general, de un Fígaro que mientras afeita
al parroquiano arregla con su interminable y segura
facundia la suerte del país. Diré
más adelante cuáles fueron los primeros
actos de gobierno del moralizador Miguelito.
En realidad,
resulta una ironía de la suerte haber escogido
a este alegre soldado para defensor de los principios
morales. Primo de Rivera es eternamente joven, con una
juventud vulgarota y escandalosa, buena para una guarnición
de provincias. Recuerdo lo que contaban de él
en Valencia cuando era capitán general de dicha
región. Una vez, la gente se indignó contra
él porque en el palco de un teatrillo le sorprendieron
con una corista, consumando casi en presencia del público
lo que los demás sólo se atreven a hacer
a puerta cerrada.
De sus tiempos
juveniles guarda la afición a visitar por la
noche ciertas viviendas que en Francia ostentan un gran
número sobre su puerta.
Aún en la actualidad, siendo dueño absoluto
de España, los trasnochadores de Madrid encuentran
muchas veces su automóvil oficial detenido en
las cercanías de las más reputadas casas
de lenocinio. Estas casas quedan cerradas para sus habituales
parroquianos cuando las visita por la noche Su Excelencia
y sus amigos.
Además,
Primo de Rivera es uno de los más famosos jugadores
de España. No hay círculo de juego que
no le haya tenido por cliente. Se ha jugado lo suyo
y lo de otros, y cuando se apoderó del gobierno
para moralizar a España, andaba, según
dicen, muy falto de dinero.
El último
Gobierno lo envió de Capitán General a
Cataluña por un azar, porque no había
disponible para dicho puesto otro general. Desde el
primer momento explotó su situación, ofreciéndose
como un héroe a las clases más conservadoras
y retrógradas de Barcelona. Este hombre tiene
la monomanía de los órganos sexuales y
a cada momento los alude en su conversación o
los menciona en sus documentos políticos. Atropellando
a los distintos gobernadores civiles que pasaron por
Barcelona, hizo intervenir su autoridad caprichosa en
todos los conflictos sociales. Muchas veces los patronos
quisieron transigir con los obreros en huelga, por considerar
de poca importancia las diferencias que les separaban;
pero él se opuso a todo arreglo.
-Déjenme a mí -decía- ya es hora
que estos canallas se encuentren con un hombre de muchos...
como yo. Voy a meterlos en un puño.
Desde la
Capitanía General de Cataluña se entendió
con el rey para un golpe militar que derribase al gobierno
constitucional. El golpe no pudo ser más fácil.
El gobierno presidido por el marqués de Alhucemas
era un gobierno de gente débil que no opuso la
menor resistencia. Además, el general Aizpuru,
ministro de la Guerra en dicho gabinete, fue un hombre
desleal y sin escrúpulos, un traidor que se entendía
con sus compañeros sublevados y desde el Ministerio
ayudó y facilitó su complot. Por esto
el Directorio, una vez triunfante, lo premió
nombrándole Alto Comisario en Marruecos.
Si Alfonso
XIII hubiera querido cortar la sublevación militar
de Cataluña, podía haberlo hecho dirigiendo
un simple telegrama al coronel de la Guardia Civil de
Barcelona. Con ir éste en busca del Capitán
General, agarrarlo de una oreja y llevarlo a la cárcel,
hubiese terminado la insurrección, sin ningún
otro incidente.
La sublevación
militar de Primo de Rivera, lo mismo en Barcelona que
en Madrid y otras poblaciones, fue una sublevación
puramente de oficiales. Estos hablaron y amenazaron
en nombre del ejército, pero el ejército
permaneció encerrado en los cuarteles. Los
soviets de oficiales muestran cierto miedo a sacar los
soldados a la calle. Temen lo que puedan hacer al verse
en la vía pública bajo el mando de jefes
insubordinados que han suprimido las libertades de su
país. Bien podría ocurrir que en vez de
tirar contra el pueblo, tirasen contra los que tuviesen
más cerca.
Pero el hecho
es que Primo de Rivera realizó sin ningún
obstáculo y de acuerdo con el rey, la sublevación
militar de Cataluña. Es más: la realizó
en medio del ruidoso entusiasmo de ciertas clases sociales.
Esto lo reconozco y me lo explico perfectamente. Miguelito,
brillante hablador, algo retorcido y desleal en sus
promesas, mostró entusiasmo aun cuando las palabras
de dicho entusiasmo fueron muy vagas. Pero esto bastó
para que los catalanistas ricos admirasen en él
al sostenedor de la autonomía de su región.
Además, los industriales y capitalistas más
agresivos, al verse amenazados en su lucha con los obreros,
lo aclamaron como un heroico paladín de la sociedad
presente.
Todos estos
elementos, al marchar él a Madrid, le saludaron
en Barcelona como si fuese la aurora de un día
glorioso. La gente inconsciente que al verse en una
mala posición desea un cambio, sin pararse a
determinar la forma de dicho cambio, vitoreó
igualmente al vencedor sin combate.
Ya he dicho como la monarquía en cincuenta años
ha desorientado a los españoles, envenenando
su juicio. Existe en España un rebaño
considerable que acepta las ideas, siempre que sean
simples y fáciles, aun cuando resulten absurdas.
El trabajo de monarquía ha consistido en hacer
creer al país que todo lo malo que ocurre es
por culpa de los políticos y, si de vez en cuando,
hay algo bueno, esto no es obra de dichos políticos,
sino del rey. El pobre monarca es un dechado de
bondad; el haría toda clase de cosas buenas en
favor de su pueblo, pero no le dejan los pícaros
políticos que viven en torno de él. Y
los pobres políticos, que no han sido más
que unos domésticos de la monarquía, se
ven atribuir toda clase de vicios y crímenes.
El vulgo español educado por los reyes tiene
un apelativo fácil que aplica a todos su gobernantes:
-¡Ladrones! ¡Todos ladrones!
Y Miguelito, barbero locuaz con faja de general, que
tiene una mentalidad poco más o menos como la
del vulgo, encontró fácilmente el programa
revolucionario para entusiasmar a la masa imbécil.
"El rey es un gran hombre; casi tan grande y tan
puro como yo. Todos los políticos que han gobernado
hasta ahora son un atajo de ladrones. Yo los desenmascararé
y los meteré en la cárcel."
Y después de esta solemne promesa, el hombre
providencial regenerador de la monarquía, emprendió
el camino de Madrid para purificar España.