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Entre Repúblicas
La entrada en España de los folletos de Blasco Ibáñez.
                                                


Cómo entraron en España los folletos
de Blasco Ibáñez.


Por Vicente Marco Miranda.


Apenas regresé de París me ocupé activamente en buscar los medios para introducir en España los cien mil ejemplares de Una nación secuestrada. Llevaba cartas de Blasco Ibáñez para amigos de Valencia que podrían ayudarme en la empresa, y con ellos hablé. Me expusieron las dificultades que tal empeño ofrecía; pero uno de ellos, don Vicente Ferrer Peset, ex diputado a Cortes, ya fallecido, prometió realizar los trabajos necesarios. Otros aportaron dinero con que atender a los gastos. A ellos contribuyó últimamente el propio Blasco Ibáñez.

Ferrer Peset me explicó su proyecto. Se trataba de depositar la mercancía en Cette, meterla en unos toneles, llamados bordelesas, y transportarla en un barco a Valencia. Así lo comuniqué a París y los folletos fueron facturados a la citada ciudad francesa y depositados en un almacén de vinos, propiedad de un comerciante francés. Lo dispuso así un médico notable de Cette, de grandes simpatías en la población.

Pasaba el tiempo y no había manera de conseguir nuestro objetivo. Cuando ya todo parecía resuelto favorablemente, surgían nuevas dificultades. Blasco Ibáñez, con la natural impaciencia, me apremiaba por medio de Esplá. Yo, a mi vez, apremiaba a Ferrer Peset, que había estado en Cette y volvía desalentado. En París vio a Blasco y le expuso los inconvenientes, casi insuperables, con que tropezaba. Era indispensable un barco cuyo capitán, cuando menos, se decidiera a admitir la carga. De otro modo, nos amenazaba el peligro de que fuese descubierta.

Abandoné, por fin, aquel procedimiento y busqué a un hombre decidido, práctico en el contrabando, para exponerle el plan que en París acariciara Blasco Ibáñez. Le pareció realizable y así se lo comuniqué al ilustre novelista.

A poco vino a verme aquel hombre para comunicarme que teníamos a nuestra disposición una barca de vela de las que hacen la travesía de Valencia a Mallorca. Su dueño y patrón se encargaba de cargar los folletos en Cette y llevarlos a una playa próxima a Valencia. La descarga debía realizarse de noche y mediante los necesarios hombres que, llevando sendos bultos, los depositasen en una casa aislada en el monte. Los gastos ascendían a unas quince mil pesetas, sin contar los que había de ocasionar el reparto de folletos por toda España.

Acepté, sin embargo, el ofrecimiento, y me dediqué a buscar el dinero necesario. No era cosa fácil hallar en unos días tan crecida cantidad, y, por otra parte, me pareció que no debía pedírsela a Blasco, que había gastado ya mucho más en la impresión del folleto, que debía repartirse gratis. Cuando ya casi triunfaba en mi empeño, contando con promesas de dinero, ocurrió que la barca, después de esperar unos días en el puerto de Valencia, había tenido que salir para las Baleares. ¡Nueva desilusión!

Entre tanto, en España habían entrado ya folletos, aunque en escaso número, y las autoridades vigilaban con mayor celo. Blasco, para despistarlas, había dicho que unos aeroplanos volarían por toda la Península y la llenarían de papel. Echóse a volar la fantasía de las gentes y cada día aseguraban que los aeroplanos habían volado en un punto de la nación. Tan pronto se les veía en Burgos como en San Sebastián o Coruña. ¡Y la carga dormía en el almacén de Cette!

Se organizó un servicio desde Orán y alguna de nuestras plazas de Marruecos y de allí venían a Valencia y Alicante algunos envíos. Blasco Ibáñez redoblaba sus excitaciones, mientras pasaba yo los naturales apuros al verme caído en el ridículo o poco menos.

Por fin, encontré los ansiados medios. Ya teníamos barcos y buenos amigos que me ayudasen. Sin embargo, era necesario cambiar los envases. No servían las bordelesas, pues pareció mejor utilizar grandes bocoyes. Había que rellenar de papel las curvas, de suerte que el centro quedara libre, para transportarlos como vacíos. El peso de los bocoyes, de los de mayor tamaño, bien podía admitir unos kilos más de papel sin que suscitara sospechas. Acepté el plan y salí para París y Cette con mi buen amigo José Miralles, muy entendido en las artes de la carpintería.

En París expusimos nuestro proyecto a Esplá, que nos proporcionó cartas de identidad para los amigos de Cette, y desde esta población escribí a Blasco Ibáñez, que se hallaba en la Costa Azul. ¡Llegaba la hora!

Entramos en París por la mañana y salimos por la tarde, con gran desconsuelo de Miralles, que nunca había visitado la capital de Francia y apenas si pudo ver algunas calles, con la rápida visión de quien las recorre en automóvil. Pero no había que perder una hora, que harto tiempo habíamos gastado, mientras en España esperaban el folleto con el ansia natural.

Ya en Cette, Miralles examinó los bocoyes y aconsejó lo que con ellos había que hacer para acondicionar el papel debidamente. Aun hubo que hacer otro viaje para ultimar los trabajos. La carga había de ser desembarcada en el puerto de Alicante, y allá fui para ponerme de acuerdo con los excelentes amigos a quienes se debió principalmente el buen éxito de la aventura. Próxima la llegada del barco, esperé su paso por Valencia, puerto en el que había de realizar operaciones de carga y descarga. Se trataba de vigilar lo que ocurriera para comunicar a Alicante el resultado, favorable o adverso, pues desde algunos días antes las autoridades del puerto registraban todos los buques.

No se libró de ello el nuestro. Llegó por la noche y a bordo subieron los carabineros, policía y autoridades de Marina. El registro fue minucioso. Tuve la impresión de que de Cette había llegado alguna denuncia. Acaso se sospechó al cargar los bocoyes. Mis temores aumentaron al saber que las autoridades pretendían que fuesen descargadas todas las mercancías del buque. El capitán se negó, alegando, con razón, que las mercancías destinadas a Alicante allí debían ser descargadas, y si se sospechaba de ellas bastaba con avisar a las autoridades de aquella capital.

Llegó el barco y a nadie se le ocurrió practicar registros. Entre los amigos necesarios para la recepción del contrabando se hallaba un obrero que había de dirigir la descarga de los bocoyes y su traslado a los carros que los transportaran a un gran almacén de vinos. Colgando estaba de la grúa el primer bulto, cuando se rompió la cadena y el bocoy cayó desde una regular altura. Creían que se había desencuadernado e iba a vomitar folletos en presencia de carabineros, empleados de Aduanas y otros funcionarios; pero no ocurrió así, aunque llegó a romperse la madera del fondo, pero no de modo que la mercancía quedara al descubierto. Nos decían aquellos amigos que difícilmente ocurre un caso semejante: el de romperse la cadena de las grúas.

Más tarde se hizo otra expedición. Los folletos, que apilados formaban un montón muy respetable, fueron depositados en gran número de cajones, en los que pegamos elegantes etiquetas, impresas al efecto. Unas llevaban la dirección con nombres supuestos. Otras, el contenido del cajón: botellas de tinta, objetos de ferretería, de cristal, con el «frágil» consiguiente. Todas indicaban la procedencia, como si fueran de paso para Alicante. Procedían de Ibiza, Barcelona, Valencia, etc. Y el tren se las llevó a Madrid, Barcelona, Coruña, Zaragoza, Valladolid, Valencia y otras capitales. Desde algunas fueron reexpedidas a otros puntos, y casi el mismo día apareció España inundada de folletos. Sólo una caja fue descubierta en Vigo, porque por error no fue a retirarla quien poseía el talón.

En Madrid y Barcelona fueron repartidos más de veinte mil ejemplares y diez mil en Valencia. En esta ciudad se había hecho unos días antes una tirada de cuatro o cinco mil. En ella intervinieron Sígfrido Blasco, Just, Senén Pons y otros amigos.

El segundo folleto, Lo que ha de ser la República española, que apareció algún tiempo después, no vino de París. Blasco decidió que se hiciese en España, vistas las dificultades que ofreció la entrada del otro. Se encargó de ello Sígfrido Blasco, hijo del insigne novelista y actual director y propietario de El Pueblo, ese diario glorioso, fundado por aquel gran valenciano. Dirigía entonces el periódico Félix Azzati, el amigo inolvidable, y allí se hizo la tirada. Ayudaron a Sígfrido en la distribución Just, Pons y otros amigos de Valencia y otros puntos de la provincia y el resto de España.

Sígfrido Blasco, joven decidido, que heredó de su padre, entre otras cualidades, su ímpetu y sus entusiasmos por la República, fue perseguido, como lo fuera más adelante. A don Pedro Fernández, ex alcalde de Requena, hombre de tantos arrestos como simpatía, se le detuvo y encerró en la cárcel del partido, como supuesto autor del reparto de folletos en aquel distrito. En infecto calabozo pasó no poco tiempo y fue puesto en libertad, sin proceso alguno.