El
tren de los dirigentes..
Por Miquel
Amorós
Conferencia pronunciada
en Hernani (Guipúzcoa) el 17-11-07
El TAV ocupa un lugar central
en la sociedad capitalista, es uno de los elementos esenciales del nuevo
orden mundializador. Nada es casual ni gratuito en el interés político,
financiero y empresarial por la alta velocidad. Es un instrumento del
poder.
Cada época ha tenido su ritmo, su tren. Cada cambio ha afectado
al modo de vida de la población y no descubriremos nada al afirmar
que el ferrocarril y el automóvil transformaron radicalmente la
configuración del espacio y el tiempo sociales, modificando ampliamente
la visión del mundo y la percepción de las cosas.
La tecnología no ha hecho sino llevar esos cambios hasta sus últimas
consecuencias; la movilidad ha dejado de ser una de las particularidades
de la vida moderna para convertirse en su rasgo principal; en la sociedad
motorizada la indiferencia por el territorio y el presente perpetuo caracterizan
la existencia humana, o mejor dicho, la inhumanidad de la existencia.
La velocidad es el componente señero de la opresión, por
lo que las infraestructuras son el medio de la deshumanización.
Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, dijo
que estábamos pasando “de un mundo donde el grande se come
al chico a un mundo donde los rápidos se comen a los lentos.”
Excelente definición de la línea de separación
de clases. La nueva burguesía dista de ser la “clase ociosa”
de antaño. Sus miembros son “los rápidos”, las
minorías que van en TAV. Los asalariados cuya jornada laboral se
ralentiza por culpa del transporte son los “lentos”, todos
los que no recurrirán en su vida a la alta velocidad sino en contadas
ocasiones. Para los primeros el TAV es un privilegio; para los segundos,
una penalización disfrazada de derecho.
Las grandes infraestructuras cambian el concepto de región metropolitana,
un fenómeno aún circunscrito a la suburbialización
de la ciudad tradicional. Evidentemente la absorción del entorno
no se para con el nacimiento de un monstruo urbano en constante expansión
radial. Los expertos situan para dentro de quince o veinte años
la fusión de varias conurbaciones en megalópolis de cientos
de kilómetros, tipo Shangai, conectadas por trenes de alta velocidad
y autopistas. La Península quedará convertida en un gran
espacio metropolitano. En el centro, un engendro urbano de siete millones
de habitantes, y el resto, o casi, en la costa. La movilidad de los dirigentes
resultará determinada por trayectos que ocurrirán en un
radio de 600 o 700 kilómetros. El TAV se impone entonces como una
alternativa más cómoda al avión y como el vehículo
ideal para la expansión de las conurbaciones. Gracias al
TAV las nuevas ciudades-dormitorio de Madrid y Barcelona no estarán
en su periferia sino en las provincias adyacentes. En efecto,
Puertollano, Toledo o Ciudad Real son ya alternativas baratas y tranquilas
de Madrid, ideales para dirigentes y cuadros de la nueva economía.
Pronto lo serán Segovia, Cuenca y la futura Valdeluz, complejo
de 30.000 habitantes a construir cerca de Guadalajara en torno a un parque
temático. Con mayor retraso, alrededor de la estación del
AVE de Tarragona, a veinte kilómetros de la ciudad, se construyen
urbanizaciones para acoger a vecinos de Barcelona, y lo mismo sucederá
en Girona y Figueres cuando el tren llegue hasta allí, completándose
la absorción de Cataluña por su capital, o la conversión
de Cataluña en una horrible aglomeración urbana.
Podemos imaginar desarrollos semejantes para los ejes Valladolid-Palencia-Burgos
y Córdoba-Sevilla-Málaga, la metrópolis vasca o el
litoral mediterráneo, conurbaciones satélite creciendo
hasta conectar con un centro aberrante aspirando la totalidad de la población
del país y dejando el suelo como decorado paisajístico salpicado
de centrales nucleares, parques eólicos y vertederos. En
el marco incomparable de un desarrollismo totalitario las ciudades intermedias
pierden toda su autonomía y sus señas de identidad,
convirtiéndose en eslabones amorfos del sistema, plataformas logísticas
de la conurbación central. El eslógan “Cataluña
será logística o no será” es puro terrorismo.
Se han entregado a los inversores que las convertirán en clústers,
es decir, en dormitorios, nudos de distribución y disneylandias
todo junto, encareciendo sus viviendas, expulsando a los habitantes de
los barrios históricos, asesinando el abastecimiento, la cultura
y la diversión tradicionales, destruyendo la sociabilidad de su
gente y, por fin, criminalizando y excluyendo a sectores marginados por
la nueva economía. La marginación puede llevar muy lejos
a juzgar por las quejas de ESADE, la escuela catalana de dirigentes, relativas
a los que no entienden inglés y por eso “frenan la llegada
de las empresas”. Las primeras coronas metropolitanas no crecerán
demasiado debido a la saturación, pero en cambio, el territorio
exterior fagocitado multiplicará su población. A causa del
modelo económico dominante basado en la construcción, los
servicios y la industria turística, se plantean dos inapelables
exigencias: movilidad extrema y fertilidad prolífica. La
urbanización total exige una expansión sin precedentes del
transporte de personas y mercancías, y un aporte de población
que dada la caída vertical de la natalidad solamente podrá
venir de fuera. (El 10% de los habitantes del Estado son immigrantes y
alcanzarán el 25% en los próximos años).
Pero como la iniciativa corresponde a los grandes intereses privados,
las prioridades se han fijado según el beneficio instantáneo
y, de este modo, la especulación inmobiliaria, la producción
de automóviles y las autopistas han pasado por encima de cualquier
planificación instrumental, dando por resultado un caos urbano
que se asemeja al tercermundista en todos sus aspectos negativos y difiere
en todos los positivos. Barcelona, con los dirigentes más
ineptos de Europa, es el paradigma más acabado de ese caos.
Parafraseando a Shelley, hemos de decir que el infierno es una ciudad
muy parecida a Barcelona, aunque podríamos decir lo mismo de las
demás. Ofrecen las condiciones más infames de habitabilidad
de la península; son urbes feas, contaminadas, insalubres y ruidosas.
Han heredado multitud de hábitos administrativos y represivos del
franquismo y por eso son clasistas, intolerantes y vulgares; están
obsesionadas con la seguridad y abiertas sólo al dinero; son incómodas,
caras y deprimentes. Para comprobar la decadencia de Barcelona y su conversión
en un centro de negocios de tercera categoría, así como
la cretinización paralela de la clase dirigente local y de su base
social, bastaría con contemplar su arquitectura. Su actual tecnovanguardismo
es tan adocenado y regresivo como la monumentalidad fascistoide de la
época de la dictadura. Nosotros nos ceñiremos al papel jugado
por el TAV en todo eso. Podemos afirmar con rotundidad que, desde que
se creó el GIF para construir la línea Madrid-Barcelona,
el TAV ha sido el elemento más importante de unificación
de la clase dominante, la plasmación de su interés general
y el estandarte de su poder. El tren dominante es por supuesto el tren
de la clase dominante, “el tren de los ricos”. El
TAV, obra inútil, perjudicial y ruinosa, tenía por un lado
la propiedad de poner de acuerdo a todo el partido del orden y, por el
otro, la de dotar a la dominación de un proyecto de transformación
social perfectamente coherente con la conversión del territorio
y de las propias ciudades en capital inmobiliario. La construcción
del TAV, llamado AVE para resaltar su especifidad española, prometía
hacer tabla rasa con el país. No era pues algo relacionado directamente
con la economía diaria, sino que por encima de todo era una operación
política nacional que requería la dirección del Estado
central, máxima institución del interés general de
clase, y la agradecida sumisión de todas las instancias autonómicas
y locales. Sin embargo, la decisión más aplaudida de la
historia de España había de concretarse en estrategias regionales
apropiadas, que en la práctica fueron someramente simplificadas
hasta quedar reducidas a una sola regla: prioridad absoluta del
AVE. Prioridad sobre la seguridad de los trabajadores, como demostrarían
decenas de accidentes mortales. Prioridad sobre el transporte público,
completamente descapitalizado. Prioridad sobre los intereses locales del
tipo que fueran: patrimoniales, laborales, vecinales, comerciales...
Los retrasos provocados por la construcción preferente de la línea
Madrid-Sevilla y el horizonte fallido del 2004, no hicieron sino echar
leña al fuego de la impaciencia y convertir la llegada del AVE
a Barcelona en algo parecido al descenso de Moisés del Sinaí
con las tablas de la ley. Sin embargo, lo primero que las obras del AVE
demostrarían a sus numerosas víctimas es que la eternidad
existe: desde el inicio del tramo Madrid-Zaragoza en 1995 hasta
2012, fecha en que se prevé que acabe de construirse la estación
de La Sagrera, han de pasar 17 años, seis más de los que
precisó el Canal de Suez, prototipo de obra faraónica.
Y enseñaría también que saltarse etapas en un proceso
tan destructivo arruina la necesaria habituación al desastre y
crea en los afectados una conciencia de la catástrofe que provoca
grietas en la unanimidad alienante pro TAV e incluso empuja a cuestionar
las cadenas tecnológicas de la sumisión que tanto trabajo
han costado de forjar.
En lo que concierne al TAV en Barcelona, la política ha adquirido
un aire de privacidad tan evidente que no podía sino fracasar en
público. Ahora el espectáculo de la llegada del AVE, revelándose
como agresión directa a los ciudadanos —o como dicen algunos,
“contra Cataluña”— ha perdido tanto el rédito
político como los espectadores-electores. La conversión
de la red ferroviaria de cercanías en un metro regional —el
“tren de los trabajadores” — era la necesidad más
urgente para la conurbación, en continuo crecimiento y transformación.
La terciarización económica elimina trabajos en
el cinturón industrial para concentrarlos en Barcelona, al tiempo
que ésta expulsa población al extrarradio, exacerbando una
movilidad que el vehículo privado no puede satisfacer. En
pocos años el número de pasajeros del tren se había
triplicado sin que el servicio se modificara (viejos vagones, vías
únicas, catenarias de más de treinta años...) porque
los intereses económicos inmediatos primaban sobre los intereses
a medio plazo, ciegos ante las previsibles consecuencias sociales del
sacrificio del ferrocarril. El TAV siguió absorbiendo toda la inversión
y sentando las bases de lo que vendría a disimularse como “crisis
de las infraestructuras”. Las obras que desde 1995 anunciaban la
venida del TAV ocasionaron un sinfín de molestias a su paso por
Zaragoza, Lleida, Montblanc, La Riba, San Sadurní, Vilafranca,
El Papiol, Castellbisbal... Desde 2005 empeoraron las condiciones de vida
de miles de vecinos de El Prat, Bellvitge-Gornal (Hospitalet) y Sants
(Barcelona): calles cortadas, invasión de camiones, ambiente
cargado de polvo, escombros, barro, ruido incesante prolongado durante
la noche (de hasta 70 decibelios), vibraciones y grietas en edificios,
etc. Un verdadero maltrato físico y síquico. El
pequeño comercio se resintió severamente y el servicio de
trenes sufrió numerosas interrupciones y retrasos debido a las
averías que provocaban las obras. A mediados de 2006 hasta las
mismas empresas constructoras negaban la posiblilidad de que el AVE llegara
a la estación de Sants el 21 diciembre de 2007 tal como estaba
políticamente previsto. En junio la ministra de Fomento enfrió
los ánimos de la oligarquía catalana al anunciar que la
llegada de la alta velocidad a la frontera francesa se posponía
hasta el 2012, y en octubre los congeló con la llegada del AVE
a Tarragona a bastante menor velocidad que la esperada. Trató de
compensar el efecto con la intensificación de las obras, lo que
condujo al incremento del desorden ferroviario, traducido directamente
en un aumento significativo de la jornada de trabajo de los usuarios.
En noviembre la ministra destituyó al director de la red de Cercanías,
un cabeza de turco, y elaboró un Plan de actuaciones urgentes cuya
eficacia real pronto fue revelada con la aparición de fisuras en
decenas de edificios de El Prat (ya había pasado antes en Martorell).
La crisis “ferroviaria” no hizo sino acentuarse en la primavera
del año en curso con los movimientos de tierras, socavones y hundimientos
de las vías, y su secuela de interrupciones y demoras. Ante las
perspectivas de una derrota electoral del equipo socialista, responsable
oficial del estropicio, la unidad política a favor del TAV se evaporó
como por ensalmo. Bien que todos habían contribuido a la crisis,
cada partido marcaba distancias respecto al trazado del AVE y a su ejecución.
Algunas asociaciones patronales protestaban por las pérdidas que
les causaban los retrasos de los trabajadores y empleados. Se
contabilizaron 13 obreros muertos desde el inicio de las obras, por culpa
del ritmo de trabajo, la presión y las insuficientes medidas de
seguridad. El tráfico en automóvil había
crecido en función de las deficiencias de los trenes, llegando
a colapsar los accesos a Barcelona por el Sur. Los perjudicados se organizaban
al margen de las asociaciones de vecinos, vergonzosamente al servicio
del poder político financiero, acercándose a la “cultura
del no”, tan temida por los burócratas del ayuntamiento y
de la Generalitat. En octubre, las filtraciones del agua de lluvia en
los túneles en construcción aumentaron el número
y el tamaño de los socavones hasta obligar a clausurar indefinidamente
tres líneas de cercanías, dejando en casa a 160.000 usuarios.
Todas las de largo recorrido quedaban afectadas. El caos estaba servido.
En mayor o menor medida la población metropolitana se había
vuelto rehén del AVE. Hubo quien se ocupó de calcular la
factura del desastre: 3’8 millones de euros diarios. Se echaba las
culpa a la empresa OHL. El futuro del túnel de la calle Mallorca
quedaba en entredicho. Surgían diversas plataformas de damnificados.
La crisis se convirtió entonces en problema de Estado. La crispación
y la indignación de los habitantes rozaba el punto crítico
y eran de temer ocupaciones de obras, manifestaciones y amotinamientos.
Los medios se preguntaban por qué no se había producido
todavía un estallido de ira popular, pero en el ritmo acelerado
impuesto por la supervivencia cotidiana se halla la clave de la desmovilización.
Los usuarios están demasiado somnolientos por la madrugada
y demasiado cansados por la tarde para participar en una protesta masiva.
El Gobierno celebró el día 27 una reunión en la Moncloa
para tratar la “crisis del AVE”, a la que asistieron directivos
de grandes constructoras, y al día siguiente Zapatero se presentó
por sorpresa en Barcelona ante una troupe de “palmeros” y
asumió la culpa en nombre del Gobierno. La prioridad abandonaba
el AVE por la protección del “granero” de votos socialistas
(la abstención catalana es la más alta del Estado). Se suspendía
el trabajo nocturno y se prometía la gratuidad del billete. Mientras,
de las vallas publicitarias del AVE desaparecía discretamente la
fecha fallida del 21 de diciembre.
El impacto del TAV en las grandes ciudades es el del urbanismo tecnocrático
especulativo que no ve en el espacio ciudadano más que su valor
mercantil y procura reciclarlo en santuario de la velocidad --en España
hay 501 coches por mil habitantes--, con sus torres de apartamentos, letreros
luminosos y garitos de comida rápida orbitando alrededor de una
estación. Se opera la metamorfosis de los barrios en dormitorios
para asalariados hiperactivos y motorizados de apreciable poder adquisitivo,
acentuando su carácter de no lugar mediante la ampliación
de calles y el trazado de vías rápidas. (En La Sagrera,
barriada de Barcelona donde han sido arrasadas las “casas baratas”
del Bon Pastor, se construirán 2.000 pisos en la zona de la estación
y un barrio nuevo de 10.000 viviendas). El TAV encarece la vivienda estimulando
el chabolismo de alto standing y la edificación de oficinas, aparcamientos
y hoteles, para lo cual se desvían terrenos de equipamientos y
zonas verdes. El urbanismo dominante consiste en eliminar los obstáculos
a la circulación mientras su arquitectura evoca bloque a bloque
la perspectiva vertical de la globalización y sus ideales imperiales.
Los barrios pasan a ser prolongaciones de una macroestación, dependientes
económicamente de ella. Mientras se liquidan las bolsas de actividad
autónoma relacionadas con los talleres y pequeños negocios;
los grandes centros comerciales y lúdicos acaban con la sociabilidad
ligadas al comercio minorista, la cultura local y los espacios públicos.
La desestructuración del barrio conlleva la de la vida en el barrio,
la pérdida de su idiosincrasia y de su memoria. El hombre es de
donde vive. El envilecimiento del espacio incide en las actitudes
y maneras de sus habitantes, porque un lugar de y para la circulación
no es un lugar donde relacionarse y forjar una existencia colectiva plena
y gratificante. Un sitio aséptico y vigilado para comprar y dormir
no es un sitio para plantar raíces. La movilidad hace de
cada individuo un pasajero. Se sabe que la vida apresurada es
superficial, que el desplazamiento se come más tiempo, de forma
que la mayoría de adultos apenas tienen contacto con nadie y se
resignan con facilidad. La trivialización del tiempo, reducido
a una superposición de instantes, y la desorganización del
espacio, mera red receptáculo de cuerpos y mercancías en
movimiento, crean las condiciones idóneas para el deterioro de
la vida. El espacio-tiempo degradado es el lugar de la patología.
La conurbación turbocapitalista ofrece un billete de ida al agotamiento,
la frustración y la infelicidad.
El TAV ocupa un lugar central en la sociedad capitalista, es uno de los
elementos esenciales del nuevo orden mundializador. Nada es casual ni
gratuito en el interés político, financiero y empresarial
por la alta velocidad. Es un instrumento del poder. Por eso la batalla
contra el TAV es algo más que la batalla por otro tipo de infraestructuras.
Es la batalla contra el matrimonio de la prisa y el beneficio, contra
la degradación del espacio, contra la adaptación del ser
humano a la aceleración sin límite; en definitiva, contra
el sometimiento de los individuos a la globalización. La
lentitud es el comportamiento virtuoso. La vida necesita mucho
tiempo para desenvolverse gozosamente. Un lugar adquiere los trazos diferenciales
que caracterizan su personalidad gracias a la actividad laboriosa y creativa
de una población anclada y estable. La humanidad no será
feliz si no se aparta del carril rápido y se toma todo su tiempo.
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