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con tacto
   

Blanco sobre blanco.


Por Juan Robles.




Cuando aprendí a entrar en la Naturaleza y a sentirme como parte integrante de la misma, fui dejando de lado arneses, cuerdas, clavijas y mosquetones. Será también cosa de la edad, pero ahora me importan menos las cumbres y la superación de dificultades. Ahora, es el ver, sentir y escuchar lo que más me llena y complace.

Subo a un pico por tener una vista y descubrir un paisaje, no por vencer una dificultad y anotar un objetivo. Nunca escalé con un desconocido y tampoco acepto en la montaña compañía que no tenga la sensibilidad necesaria para disfrutar con lo mismo que yo.

También en la Naturaleza, como en el río de Heráclito, todo fluye, todo cambia y nada permanece. El mismo bosque no es nunca el mismo, y el mismo paisaje es siempre diferente.

Sentado en una peña, en uno de esos enormes bloques erráticos, desgajados de la montaña, que se asoman al valle como un primitivo belvedere, contemplé el bosque de hayas. Pardo y sin hojas, sería el mismo bosque invernal de meses atrás, sino fuera porque a las alargadas manchas blancas de los neveros les vinieron a hacer competencia los esparcidos algodones de los cerezos en flor: diecisiete pude contar. Son los cerezos silvestres del bosque relicto.

Al día siguiente, me acerqué al mismo lugar: un nuevo paisaje blanco se extendía a mis pies con el bosque y el valle cubiertos nieve. Todo ese día estuvo trapeando y neviscando. Luego, fui caminando por la nieve, no sin dificultades, a uno de aquellos cerezos que había visto cuajados de flores. Y porque la Naturaleza es, al mismo tiempo, lucha y paz, allí me quedé contemplando el manto blanco que doblegaba las ramas de las que colgaban los copos también blancos de las flores.

No sé si habrá este año más o menos cerezas silvestres. Los árboles, los cerezos, no protestan, resisten. Y en esa resistencia entre la débil y efímera flor de los cerezos en flor y la nieve, vi el resumen de la vida, tal como Herodoto lo recogió de los persas: nacieron, lucharon y murieron.