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Del naufragio del Castillo de Salas a los rellenos de El Musel.


Por Carmelo de Samalea.

 


De la costa española podríamos decir aquello de que “entre todos la mataron y ella sola se murió”. Y esto también vale para la playa de San Lorenzo de Gijón que es la primera playa de Asturias. Y ese “entre todos” lo componen ahora una larga lista que comienza con Alvarez Areces, continúa con Fernández Felgueroso, Belén Fernández, Menéndez Rexach, Díaz Rato..., y finaliza con el penúltimo funcionario y el último becario que se llevó unas pesetillas en los falseamientos ambientales que son costumbre en estos casos.

El ecologismo astur, como el español, está lleno de corderos silenciosos que apacientan en el pesebre de la subvención oficial y dan la lana suave e inofensiva que abriga al sistema. Y en el bien cebado gallinero mediático, el acostumbrado cacareo oficial no se sale de la partitura y con plumas romas y temblonas se emborronan cuartillas al gusto de la superioridad.

A falta de canteras, las gentes de conciencia prostibularia suplen su incompetencia, que es tan grande como su avaricia, saqueando la naturaleza, que a todos nos pertenece como simples usufructuarios. Son 25 millones de metros cúbicos de arena, que se dice pronto, los que se están llevando de la playa de San Lorenzo, de su zona sumergida, para los rellenos de los nuevos muelles y explanadas de la sobrecostosa ampliación de El Musel.

¡No pasa na!, que diría El Tío de la Vara.

Un veterano ecologista, Marcelino Laruelo, ha hecho la prueba del nueve de las consecuencias que para la playa de Gijón va a tener ese expolio arenero de los veinticinco o treinta millones de metros cúbicos. Y esta sencilla prueba del nueve ha dejado en evidencia a todo ese rebaño de catedráticos, profesores de esto y de lo otro, alumnos de doctorado y técnicos que, por unos eurillos, dicen lo que haya que decir y firman lo que haya que firmar para que los tan traídos y llevados estudios y evaluaciones de impacto ambiental se hayan convertido en un trámite burocrático más a tanto el folio.

Porque, efectivamente, cuando el nunca suficientemente aclarado naufragio del Castillo de Salas se echaron a las aguas de la bahía unas treinta mil toneladas de la carga carbón que transportaba dicho barco (además de fuelóleo y dispersantes). El vertido se realizó en las mismas aguas profundas de la bahía gijonesa de donde se está sacando la arena para El Musel.

Como Laruelo le cuenta ahora al fiscal Colmenarejo, encargado allá en Madrid de perseguir, se supone, los posibles delitos contra el medio ambiente y el urbanismo, aquel carbón que indebidamente se echó al fondo de la bahía fue esparcido por los oleajes de los temporales y depositado en grandes cantidades sobre la arena de la playa desde 1986 para acá. Así que se comprueba y demuestra que el mar trabaja y remueve los materiales depositados a esas profundidades y el carbón del Castillo de Salas, sin nadie imaginarlo, ha sido un “marcador” para el gigantesco "ensayo" que sirve ahora para echar por tierra los argumentos a la medida, a la medida del que paga, de los envoltorios ambientales con los que se justificó el desfalco playero de los veinticinco millones.

La cosa está meridianamente clara: si lo que se vertió se deslizó hasta la orilla, lo que ahora se está sacando en el mismo sitio de aquel vertido va a provocar que la arena de la orilla se deslice en sentido contrario hacia los fondos de la zona sumergida.

¡Aló, Aló! Grupo de Ecología de la Universidad de Cantabria, ¿nos reciben?

¡Qué país!