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Así funcionan los trenes de cercanías.

Por Juan Robles.

 


Los que nunca cogen un tren en su vida, hace años que están en campaña permanente para llenar España de trenes de alta velocidad. El despilfarro económico, el daño ecológico y el impacto paisajístico les traen sin cuidado porque, hablen de trenes o de lo que sea, ellos en lo que están pensando es en sus grandes negocios a toda velocidad.

La estación de ferrocarril de Foz, en la provincia de Lugo, está bastante alejada del pueblo. Me la encontré como esperaba: cerrada a cal y canto. En el andén había un tendal en el que se secaban al aire unas sábanas de vivos colores. Al otro lado de las vías, media docena de personas aguardaban debajo de una minúscula marquesina la llegada del tren: ¡menos mal que había alguien a quien preguntar! Y por ellos me enteré de los elementales tejemanejes para coger el tren en estaciones cerradas.

Eran las seis de la tarde cuando, con cinco minutos de retraso, vi aparecer por la curva los dos vagones que componían este tren de FEVE, uno de ellos, automotor. Subí y me senté junto a una ventanilla. Los vagones, ni viejos ni nuevos, ni limpios ni sucios. Es esta la línea del que en los primeros años del siglo XX fue denominado ferrocarril estratégico Ferrol-Gijón. Atraviesa tierras con gran producción de energía eléctrica, pero la línea sigue sin electrificar como hace cincuenta años.

Seríamos unas treinta personas las que viajábamos en este tren y todas con la pinta de “tráfico cautivo”, es decir, que íbamos en tren porque no teníamos otra cosa en que viajar. El revisor preguntaba a cada uno de los que habíamos subido su destino y nos iba cobrando y dando el billete que sacaba de su maquinita portátil. Como un curtido marinero de Terranova, amortiguaba con las piernas los bruscos balances del tren: doce euros a Gijón. Inmediatamente eché la cuenta y por ahí andaría lo que gastaría de gasoil con el coche.

De las playas próximas fue subiendo gente en cada uno de los apeaderos en los que el tren se detuvo. Luego, todos estos bañistas se bajaron en Ribadeo, donde, supongo, estarían de vacaciones. Cuando se hizo el nuevo puente del Eo, que ahora están ampliando para adaptarlo a la autopista en construcción, tampoco se creyó necesario que lo pudiera utilizar el ferrocarril, así que el tren tiene que ir bordeando la ría hasta llegar a Vegadeo. Y al entrar en Asturias, observé que hubo cambio de revisor, no sé si debido a las “competencias autonómicas”.

Al poco de adentrarnos en Asturias, el nuevo revisor nos comunicó que en Luarca había que hacer trasbordo porque una máquina se había estropeado y, hasta que no la retirasen, la vía estaba obstruida, pero ya tenían contratados unos táxis para que nos llevaran desde la estación de Luarca a la de Cudillero. Oí protestar a dos o tres viajeros, gente mayor para la que andar subiendo y bajando a trenes y coches requiere un esfuerzo y supone molestias. Los demás, nos resignamos.

Llegamos a Luarca a las 19,40 horas. Los cinco taxis ya nos esperaban, así que no fue difícil calcular que no éramos más de veinte personas las viajábamos en el tren con destino más allá de Cudillero. Me acomodé con otros tres viajeros en el primer taxi. Lo conducía una chica joven, morena y delgada, a la que se veía con mucho temperamento y remango. En veinte minutos, en la estación de Cudillero. Por los comentarios, se veía que no era la primera vez que ocurría un percance así.

En la estación de Cudillero había jefe de estación: menos mal, por que con las tarjetas que nos había dado el revisor en el tren no se abrían los tornos para acceder al andén. Tuvimos que volver a salir y colarnos por un hueco que había en el jardín. Hubo que ayudar a las personas mayores y a una pareja que lleva un bebé en un cochecito. La sorpresa fue grande al llegar al andén, pues esperaba encontrarlo vacío y resultó estar lleno de chavalería. Me pude enterar que venían de la romería de Santa Ana, en uno de los montes que se divisaban hacia el Sur. Se notaba a las claras que estaban de doblete y que venían llenos de sidra y vino por dentro y por fuera, pero aparte del normal vocerío y de los cánticos festivos, se les veía mucho más comedidos que los de nuestra época en trances semejantes.

Apareció el tren cuando llevamos más de cuarenta minutos de espera. Eran dos vagones y deberían de haber mandado, por lo menos, cuatro: ¡qué le importa a nadie! Es tráfico cautivo. Se inició el asalto, pero resultó mucho más pacífico de lo que se podía esperar. Los jóvenes, sea por un detalle de cortesía o por estar juntos, el caso es que todos los que no veníamos de la romería tuvimos un asiento. Ellos, que también pagaron billete, se sentaron a lo largo del pasillo y el tren se puso en marcha, abarrotado. Una estación más allá, todavía se llenó más al subir otra numerosa excursión de jóvenes con pinta de boy-scouts.

Para mi sorpresa, el tren no venía directo a Gijón, sino que había que hacer trasbordo en Pravia, a donde llegamos cinco minutos después de las nueve de la noche. Desbandada general. Se bajó toda la chavalería y unos cuantos pasamos al tren que venía para Gijón, que me pareció más nuevo y cómodo. El resto siguió hacia Oviedo. En este tramo del recorrido, entre Pravia y Gijón, el número de paradas es increíble. Se diría que cada tres kilómetros hay una estación o un apeadero en el que el tren se detiene.

Eran las diez y media cuando llegué a Gijón. Otra vez fueron muchas las personas, gente mayor sobre todo, los que tuvieron problemas con los tornos de la salida. Me pregunto si cumplirá las normas de seguridad en locales públicos este sistema, consecuencia del afán por suprimir puestos de trabajo. Cuatro horas y media para un recorrido de unos 160 kilómetros; o sea, una velocidad media de 36 kilómetros por hora. Sin comentarios.