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Su personalidad a nadie dejaba indiferente, pero era más insobornable que la mayoría de nosotros

Juan Antonio de Blas: maestro, escritor y amigo

Por Fernando Cuesta.
(10-3-2018)


Conocí a Juan Antonio de oídas, antes de conocerle personalmente. Escuché sobre él por primera vez un domingo de septiembre de 1977, en una cafetería de la calle Manuel Llaneza -entonces todavía no se llamaba así, sino “Avenida de Calvo Sotelo” - que aun subsiste, aunque amputada de su altillo, un discreto reservado en el que por las tardes nos citábamos parejitas jóvenes para realizar ciertas maniobras mal vistas entonces en otros lugares. Un amigo - ya fallecido, y con sólo 30 años, menuda putada…- mencionó su nombre en el curso de una conversación sobre no sé qué tema, explicando que era maestro, y calificándolo poco menos que de “etarra” (me imagino que por su larga vinculación con el País Vasco).

Poco después, me volví a tropezar con su nombre y apellido en las páginas de una revista en la que yo empezaría a colaborar muy pronto. Fue a colación de un artículo acerca de una historieta ambientada en el Salvaje Oeste (la revista de marras estudiaba ya el fenómeno del Cómic enfocándolo como un arte adulto, al igual que el cine o la pintura, una de las novedades intelectuales de la Transición), y Juan Antonio aparecía en el epicentro de una polémica sobre si las armas que desenfundaban los protagonistas eran las correctas para la época o no. Y es que la polémica siempre le acompañó, y su personalidad a nadie dejaba indiferente, pero era más insobornable que la mayoría de nosotros, y si no llegó más arriba -con su ingente obra como enseñante y escritor- fue precisamente por eso, por ese carácter tan reacio al matrimonio intelectual de conveniencia.

Tras iniciarse como historiador especializado en cuestiones militares, ya bien entrados los años 80 debutó como novelista en el género negro, que luego enriquecería con novelas históricas y una producción siempre comprometida y combativa. Y en esas estábamos cuando por fin, después de conocerle a través de sus obras y de su reflejo en los otros, nos llegó el turno de conectar personalmente. Fue a finales de 1990. Tanto él como yo colaborábamos en la “Hoja del Lunes” de Gijón. En aquellas páginas Juan Antonio comentaba libros, con su personalísimo estilo, y yo programas y series de televisión. Nos propusieron pasar nuestros artículos semanales a un diario que iba a comenzar a publicarse, “La Prensa” (una cabecera histórica del periodismo gijonés de antes de la Guerra Civil), editada por los mismos responsables de la “Hoja”, es decir, la Asociación de la Prensa. Y en aquella insensata aventura nos zambullimos sin flotador.

Tras una sensacional presentación a todo trapo en el Museo-Casa Natal de Jovellanos, con camareros pulcramente uniformados, procedentes de la Escuela de Hostelería de Begoña, y un catering de lujo, todo empezó a ir mal. El primer número se retrasó, saliendo ya con el alba - era diciembre -, y el periódico empezó a acumular pérdidas desde el minuto cero. Pronto dejaron de pagarnos (lo que a mí, que acababa de ser padre, me puso de los nervios), pero seguimos remando, por si en el horizonte se vislumbraba algún puerto. Aquello duró seis meses, y al final recuperamos buena parte de lo escrito en moneda de curso legal, y también recopilamos una valiosa experiencia para el futuro.

El Juan Antonio visto de cerca no desmerecía en absoluto. Tipo socarrón y vitriólico, con un sentido del humor irresistible y un puntillo faltón, con el que hacía frente a la injusticia, la ignorancia, la miopía y otras lacras y taras. Nos veíamos de tanto en tanto, y me recomendaba libros y películas, y un buen día, por la mañana, acabamos convergiendo en el Rastro, a la caza y captura de rarezas bibliográficas. Su vista ya empezaba a decaer irremisiblemente (aunque siempre llevó “gafes de culo de botella”), y la enfermedad terminó de darle la puntilla, produciendo el apagón definitivo. Pero aun así continuó cultivando la amistad como siempre, haciéndome rebuscar entre los montones de descartes que ofrecían los puestos, en pos de libros de guerra con los que obsequiar a quienes honraba con esa amistad que sabía alimentar y que hoy nos hace recordarle y añorarle con tanto cariño, como al paisano irónico y entrañable que fue.