asturiasemanal.es
laboral ecología cultura opinión política etcétera
  inicio
con tacto
   

Ecología republicana
para retorcerle el cuello al capitalismo “verde” (I).


Por Aurélien Bernier y
Corinne Morel Darleux.
legransoir.info

 


Lo presentíamos, pero los recientes debates sobre la tasa del carbono lo confirman: estamos confrontados a la irrupción en la esfera política de una visión liberal de la ecología, cuya capacidad para causar daño no debemos subestimar.

En las manos del actual gobierno (francés de Sarkozy), la crisis ambiental se convierte en una nueva fuente de beneficios, hábilmente maquillada bajo el término "capitalismo verde", y es una excusa adicional para aplicar más medidas antisociales.

Como Nicolas Sarkozy, dijo en el Congreso de Versalles, para él, la única manera de salir de esta crisis es "producir más para consumir más" (sic). Por lo tanto, todos los medios son buenos: la superbonificación por la compra de coches eléctricos, el relanzamiento de la energía nuclear y los biocombustibles, el fomento de energías "descarbonadas", propiedad de la compañía Areva, las autopistas ecológicas Vinci, el mercado del carbono y sus planes de "desarrollo limpio"... Antiguas recetas productivistas puestas al gusto actual, una capa de financiación, y el “negocio” está listo. Nada pueda perturbar la ecuación: “crecimiento-producción-consumo”, rebajando de nuevo a los ciudadanos al rango de consumidores. Ni el menor atisbo de medidas que permitan una redistribución de las riquezas, sino todo lo contrario. Para aquellos que todavía no habían comprendido lo que se tramaba en Grenelle, las cosas se han aclarado: gracias a la coartada ecológica, el capitalismo se prepara para una segunda juventud.

Lamentablemente, una parte de la izquierda del espectro político sigue muda, enzarzada en una aproximación a la ecología que es mero ambientalismo. Así, el discurso planteado por Europe Ecologie durante la campaña de las elecciones europeas multiplicaba las incoherencias. Al situarse más allá de la izquierda y la derecha, y aceptar el ultraliberal Tratado de Lisboa que impide cualquier política progresista, al dejar creer, por último, que se puede ahorrar una crítica radical del sistema, los Verdes entrenados por Daniel Cohn Bendit han facilitado la recuperación mercantil y liberal de la ecología.

Algunos de ellos asumen, cada vez con menos complejos, la defensa de una ecología de acompañamiento y de una fiscalidad "verde" que penaliza a los más pobres, la perspectiva de alianzas con el centro-derecha o incluso la colaboración con las grandes empresas multinacionales transformadas en pioneros de la ecología por la voz de sus altavoces mediáticos. Para ellos, el futuro es el capitalismo más las energías renovables. Es el crecimiento “verde” en el “norte” para compensar las emisiones de gas de efecto invernadero del crecimiento "sucio" deslocalizado en los países con bajos costes de mano de obra, lejos de la vista de los votantes. Es la culpabilización individual y la ecología antisocial como proyecto político. Es, en fin, una mayoría de militantes ecologistas sinceramente de izquierdas atrapados en este atraco exitoso gracias al apoyo de los medios de comunicación.

Esta situación no es producto del azar, y la ecología paga, sin duda, el alto precio de algunos errores históricos. Los movimientos ecologistas en Francia surgieron principalmente en el período posterior a mayo del 68 en torno a la lucha antinuclear y sobre un rechazo visceral del Estado. El gigante público EDF (Electricité de France) era el diablo y los sucesivos gobiernos sus secuaces. De defectos reales, se hicieron fatalidades. Intelectuales que renunciaron a cambiar la sociedad para, en vez de eso, cambiar “la vida", han llevado al movimiento a abandonar la ambición de poner la potencia de lo público al servicio del interés general, y a apostarlo todo a la unión de los pueblos, en una visión idílica y mundialista. Actuando de este modo, la ecología política ha tomado dos riesgos.

El primero fue replegarse sobre las alternativas individuales y los experimentos de pequeños colectivos. Estas iniciativas son ciertamente necesarias, pero sin embargo no es menos evidente que las AMAP (asociaciones francesas para el mantenimiento de la agricultura campesina), el SEL (asociaciones cristianas de mutua ayuda) o los "campamentos climáticos" no bastan para derrotar a las grandes multinacionales y cambiar radicalmente la sociedad. Las burbujas locales permiten a una minoría escapar en parte al sistema, pero dejan intacta la mundialización capitalista que puede convivir muy bien con alternativas marginales. Contentarse con apostar al cambio de los comportamientos de las personas, es también garantizar una aproximación liberal que ve en la libertad individual la matriz de una sociedad armónica. Es olvidar que la emancipación individual y colectiva necesita un marco, un proyecto de sociedad que permita a todos vivir bien, a nosotros mismos y con los demás.

El segundo impasse que ha bloqueado a una parte del movimiento ecologista es el mundialismo, que consiste en condicionar cualquier transformación de la sociedad a los cambios globales. Ninguna política se podría llevar a cabo que no sea a una escala supranacional. Cualquier perspectiva de salida del capitalismo queda supeditada a una reforma de la Organización Mundial del Comercio (OMC), a la creación de una Organización Mundial del Medio Ambiente, a un acuerdo del conjunto de los estados del planeta o a una convergencia universal de las luchas sociales. Así que muchos proyectos respetables, pero que, dado el contexto, sólo pueden tener éxito en un futuro lejano, en unos plazos incompatibles con las urgencias sociales y ambientales.

Por supuesto, los cambios de los comportamientos individuales, los experimentos colectivos y las utopías que muestran la sociedad hacia la cual queremos tender son importantes. Sirven para favorecer las tomas de conciencia, señalan pistas, abren nuevos horizontes y no se trata de desacreditarlas. Pero se vuelven contraproducentes cuando se utiliza para negar la importancia de otras palancas. Ahora más que nunca, tenemos necesidad de invertir la relación de fuerzas, de proponer rupturas inmediatas y romper con el fatalismo que produce la abstención y el retroceso de lo político. Estos males son precisamente los efectos buscados por los poderes económicos, la desaparición de la cosa pública, la rex pública, como una de las mejores garantías para el mantenimiento del sistema.

En este contexto, demonizar el Estado y negarle cualquier legitimidad con el pretexto de sus errores pasados es olvidar demasiado deprisa que en el momento actual no existe ningún otro espacio en el que se pueda ejercer la soberanía popular. ¿A través de qué canales podría surgir una democracia supranacional? ¿Por la Unión Europea, que se organizó para llevar a cabo sus políticas liberales ocultándolas a la mirada de los pueblos? ¿Por las Naciones Unidas, que desde 1997 permite que un mercado de derechos a contaminar se haya creado a espaldas de los ciudadanos, sin el menor debate público? ¿Por la OMC, esa organización que trata de someter los estados a la voluntad de las grandes potencias financieras y que se dedica a eliminar toda reglamentación medioambiental o social que "interfiera con el comercio"? Evidentemente, no.

Por contra, un pueblo soberano es capaz todavía de elegir a un gobierno de izquierda radical que podría iniciar la ruptura con el capitalismo y la lógica productivista. Para confrontar el capitalismo "verde" y sus aliados, debemos promover una ecología profundamente republicana y, por lo tanto, social, basada en la soberanía popular. Se trata de rehabilitar el estado, no como horizonte inalcanzable, sino como un espacio para la reapropiación de la democracia. No se trata, evidentemente, de volver a un centralismo estatal autoritario, ni de apostarlo todo en ese sentido, sino de volver a poner la potencia de lo público al servicio del interés general realizando una profunda reforma institucional y creando las condiciones para una nueva implicación popular.

Devolver a la soberanía popular toda su fuerza es, en primer lugar, demostrar un coraje político atacando a la raíz de los problemas, atreviéndose a decir las cosas claramente, en un enfoque ecológico "radical". Lo cierto es que no se saldrá del punto muerto ecológico si no salimos del capitalismo y del productivismo, que causan el aumento de las desigualdades y de la explotación social, que saquean los recursos de los países del Sur, que sólo reconocen la ley del máximo beneficio y que, en suma, explotan de la misma manera tanto a las personas como a los ecosistemas en una versión comercial de la doble incriminación. ¿Cómo podemos creer que el capitalismo, cuya supervivencia supone consumir cada vez más, evaluar el interés de cada actividad en términos de beneficios, sin tener en cuenta las consecuencias sociales y ambientales, podría de pronto cambiar su naturaleza como consecuencia del cambio climático? ¿Cómo los grupos de producción de energía abiertos a los accionistas privados, que exigen unos dividendos cada vez más importantes, podrían animar a sus clientes a la sobriedad, es decir, a comprar y consumir menos?

(Continúa).