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Ocho
golondrinas Por Juan Robles
¡Qué ruido tan enorme mete una autopista! Caminar por los montes de Llanes próximos a la rasa litoral es como hacerlo por las cercanías de una gran factoría: parece que estamos en la aldea, pero un ruido difuso, penetrante y persistente, nos dice que no es así. El alegre campanilleo de los cencerros, grandes y chicos, roncos y finos, de los rebaños de vacas y ovejas que pastean por los prados y por las camperas comunales queda tapado por el continuo zumbido del tráfico: más camiones que coches. Después de este invierno sin nieves y casi sin lluvias, tan soleado, el monte está igual de seco que si fuera septiembre. Salvo los prados de las caserías, defendidos por las murias que levantaron los antiguos, todo se va convirtiendo en argomal. Los caminos y senderos se cierran, y las camperas, aradas por los jabalís, pierden superficie año tras año. Ahora que las árgomas están en flor, puede verse que el monte es una mancha amarilla, hermosa de lejos, hiriente de cerca. Me paré junto a la conocida fuente para echar un trago y un bocado. Tan escasa era el agua que manaba por el viejo tubo de fundición que se diría que estábamos en pleno estiaje otoñal. Relinchó una yegua, oculta entre las árgomas por encima de mí. Fue al buscarla a ella con los ojos, cuando las descubrí en el cielo blanquiazulado. Inconfundibles con sus acrobacias
y sus idas y venidas. Después de observarlas un rato, me
puse a contarlas: eran ocho. Cuando una las mira largo rato,
parece que recibe una pizca de la energía y alegría de su
volar. También podría añadir que estuvieron volando
encima mío todo aquel tiempo, como si yo fuera el único
público de su espectáculo aéreo, pero, en realidad,
el objeto de su interés era la fuente, el agua. Y mientras yo me
decidía a continuar camino y no, ellas aprovechaban para cazar
invisibles insectos, atraídos también por ese mismo agua.
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