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Grecia y el euro: el yugo de los tratados.


Por Bernard Cassen.

Mémoire des luttes.
medelu. org


Los planes de “rescate” financiero de Grecia hoy - seguramente los de España y Portugal mañana, y los de otros estados pasado mañana - no tienen de ninguna manera por objeto “salvar” un país. De lo que se trata es de evitar a toda costa el hundimiento de una construcción monetaria, el euro, y, por consiguiente, el de los fundamentos ideológicos de la construcción europea.

La decisión de crear una moneda europea única, principal disposición del Tratado de Maastricht de 1992, constituía un reto a la lógica. Imponía, en efecto, la misma política monetaria a unas economías tan diferentes como, por ejemplo, las de Alemania y Grecia. Por definición, esta política, cualquiera que sea, podía servir solamente a un interés nacional particular - estructural o coyuntural -, y en consecuencia no servir a otros intereses nacionales. En este caso son los intereses alemanes, y sólo ellos (un euro “fuerte” que sustituye a un marco “fuerte”), los que presidieron a su definición.

El euro habría tenido un sentido en una zona económica relativamente homogénea, como los Estados Unidos para el dólar, que dispone, por otra parte, de instrumentos de transferencias financieros internos masivos (lo que ocurre con el presupuesto federal americano), decididos por una única autoridad política (la Presidencia y el Congreso) actuando ella misma en estrecha coordinación con un banco central: la Reserva federal. Sin olvidar su lengua única, el inglés, y una cultura de movilidad de la mano de obra.

Ninguna de estas condiciones se cumple en la Unión Europea (UE). Su presupuesto representa solamente alrededor un 1% del producto interior bruto del conjunto de los Estados miembros. La movilidad en su seno no puede sino ser muy limitada, aunque sólo fuera por razones lingüísticas. Las políticas europeas no tienen por objeto mitigar las mayores desigualdades de desarrollo económico y social, aumentadas por la entrada de diez nuevos miembros en 2004 y de dos más en 2006, sino, al contrario, utilizarlas para favorecer las deslocalizaciones internas y el dumping social. Si hay armonización, se hace hacia abajo. Finalmente, las capacidades de intervención económica y financiera de los estados fueron transferidas por los tratados sucesivos (entre ellos, el de Lisboa), no a unas autoridades democráticas supraestatales, sino, esencialmente, al mercado y a instancias llamadas “independientes”, que realmente significa que son las guardianas de los dogmas ultraliberales: la Comisión y el Banco Central Europeo (BCE).

Verdadero yugo, las normas de la UE le prohíben participar, como tal, en “el rescate” financiero de uno de sus 27 países miembros. ¡El BCE “salvó” bancos que, a continuación, se dedicaron a especular indirectamente contra el euro, pero no puede conceder préstamos a uno de los 16 miembros de la eurozona! Prisionera de una moneda única de la que la sobreevaluación sólo beneficia a Alemania, Grecia (y será pronto el caso para los otros países en dificultades) solamente puede contar con una ola de apoyo “político” de la UE (que desempeña también, frente a los mercados financieros, el papel de gendarme del compromiso asumido por el gobierno heleno), sobre préstamos que le concederían otros Estados y… el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Ante este lamentable balance, la absurdidad de los tratados europeos queda de manifiesto a la luz del día. ¡Los gobiernos de los veintisiete, que los hicieron adoptar en nombre de los principios liberales, ahora se ven obligados a violarlos más o menos discretamente para salvar a la UE contra sí misma! Es lógico dudar de que esta gran divergencia entre los dogmas y la realidad no pueda durar mucho tiempo.