Llega el oricio,
sabroso vicio.
Fragancia pura
de ola y bravura.
Ya huele todo
A sal y yodo.
Y de la roca,
Hasta la boca,
Llena paladas
De marejadas.
Lo quiero rudo:
¡dádmelo crudo!
(Anónimo cimadevillense)
Bienvenida
la temporada de 'oricios'
Selequín y curiando los deseos
fiendes la carcaxa del oriciu,
y déxeste morrer de gustu y viciu,
coyendo sos corales co los déos»
Regresa puntualmente el equinodermo,
o piel de púa, que en griego ‘echinos’ significa erizo,
púa, y ‘derma’ piel, al que vitoreamos rey, blindado
cofre esférico familiar y codiciado cuyos parientes inmediatos,
la estrella marina, la comátula, y el pepino de mar, también
habitantes cantábricos, no merecen ni de lejos los honores y mimos
reservados para quien conforta el invierno vistiendo de alegría
primitiva y salitrosa nuestras mesas, ojos, paladares y estómagos
(por cierto, el pepino de mar se consume y valora en medio mundo; si algún
lector lo ha degustado, ruego que me lo haga saber).
Asturiano por antonomasia,
gijonés por adoración, gallego y portugués por escasez
en los cantiles propios, muchas tierras costeras, de Japón a California
comparten igual entusiasmo consumista, e iguales temores conservacionistas.
La presente cosecha, con diciembre, enero y febrero de ecuador pleno,
apunta, según opinión de varios chigreros, mayores esperanzas
que la traumática anterior. Ojalá.
«Año de
‘oricios’, año de beneficios»
Dénos Neptuno, y petroleros
monocasco respeten, los dos mil fértiles kilómetros de costa
que, del cabo Torres, aquí mismo, al cabo San Vicente, esquina
meridional portuguesa, ya nos van entregando, «pedreru tras pedreru»:
un blindado esplendor que integra menús asturianos desde la prehistoria.
Pregúntenle al puntiagudo pico asturiense, certero abridor durante
el cálido epipaleolítico del marisqueo y los concheros:
sólo han pasado siete mil años.
De las ochocientas cincuenta especies catalogadas, algunas de formas casi
imposibles y colores bellísimos, la asturiana por excelencia recibe
el nombre de ‘Paracentratus lividus’.
De vita beata
Aristóteles sintió especial devoción hacia este perfecto
globo calcáreo, con cinco simétricos radios, al que recubren
largas –y frecuentemente tóxicas– púas movibles.
Así que homenajeando sus estudios y degustaciones, el sistema masticatorio
–dos semimandíbulas, cinco mandíbulas piramidales,
y cinco filosos dientes que crecen de continuo, capaces, incluso, de horadar
rocas– recibe por nombre ‘linterna de Aristóteles’.
En el polo opuesto a la boca, el ano. Entre ambos, el esófago y
los intestinos grueso y delgado. Algas y minúsculos invertebrados
constituyen su alimento.
El animalito prolifera en las umbrías, gusta cubrirse de conchas
y piedras, y pues teme la luz pasea de noche usando unos diminutos y retráctiles
pies, llamados ambulacrales, con ventosas aseguradoras en los extremos.
Con el invierno, la
sazón
La reproducción ocurre en el seno de las aguas. El macho expulsa
esperma originado en las gónadas, que son cinco y se encuentran
colocadas radialmente, y los espermatozoos nadan hasta alcanzar y fecundar
la hembras.
Las gónadas constituyen precisamente el órgano suculento,
así que durante el verano y parte del otoño maduran, aumentan
de volumen, y toman una coloración amarilla intensa.
Con los primeros fríos de noviembre, el animal, según decir
pescador, empieza a estar gordo y, por lo tanto, a punto de plato.
P’abrir o abiertos
El avance protocolario de las dos cucharillas de postre atenazando, poderosa
palanca, el anillo bucal, y quebrando mitades con ruido de pedrero en
resaca, método suave y eficaz, retiró el demoledor y chiscante
mazo.
Ahora, en un paso más dentro del imparable ascenso social, va generalizándose
el servirlos limpiamente partidos.
«¡Y a mí gústame abrilos!»
–clama en la primera reunión oriciera Juana Lastra, que nació
al lado de la Cagonera.
–¿Acuérdeste? Poníense los camiones entre la
‘rampla’ y el Campu Valdés, y costaben a cinco duros
la palada en bolses negres de basura.
–Non podía durar, fía. Si ya los romanos engarrábense
por ellos, y en les cases más riques de Pompeya aparecieron cascos
a maza –le contesto en mi asturiano mestizo de Mieres y ‘Cimavilla’.
Siempre Camba
Unos brillan con matices verdes, otros prefieren el marrón o el
morado; el interior aumenta coloridos: huevas rojirrosadas, entrañas
pardicetrinas, y oscura salsa de ola verificando, a rajatabla, el
acertadísimo apunte de Julio Camba en su ‘Casa de Lúculo
o el arte de comer’.
–¿Otra vez? Repites esa cita siempre que puedes, qué
poca imaginación –susurra mi Pepito Grillo privado.
Vale, pero hoy la incluyo completa, que de principio a fin constituye
el mejor poema de amor recibido por un equinodermo: «El
erizo es un extracto de mar, un hálito de borrasca, una esencia
de tempestades. Al primero que uno se toma, la boca no se le hace simplemente
agua: se le hace agua de mar, con todos los olores y sabores marinos.
Y después de tomarse quince o veinte docenas –porque el tomar
este marisco no es comer ni beber, sino respirar en pleno océano–
la más fina langosta sabrá a galápago, y las mejores
almejas a neumático de automóvil. No hay marisco alguno
que sintetice el mar de un modo tan perfecto».
¿Cocidos o crudos?
Como muchos asturianos de antes del ‘sushi’ y el ‘cebiche’,
no concebía que nada pescado se librara del fuego, no obstante
el ‘oriciu’, junto a la llámpara, el mejillón,
la navaja, y poco más, contravinieran la no escrita norma: por
los pedreros asturianos, cuchillo en mano, paseantes y pescadores preparaban
directos tentempiés del ‘buffet’ de la naturaleza.
Yo me abstenía y siempre los tomé cocidos.
Hasta hace seis o siete años que los probé crudos por insistencia
de Ovín, recordado amigo hostelero: «Con lo ricos que están,
no los estropees ‘ferviéndolos’».
Acepté a desgana.
Nunca más volví a pedirlos cocidos.
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