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Oricios





Por Luis Antonio Alías.

(Publicado en el suplemento Yantar
de El Comercio)


Llega el oricio,
sabroso vicio.
Fragancia pura
de ola y bravura.
Ya huele todo
A sal y yodo.
Y de la roca,
Hasta la boca,
Llena paladas
De marejadas.
Lo quiero rudo:
¡dádmelo crudo!

(Anónimo cimadevillense)

Bienvenida la temporada de 'oricios'


Selequín y curiando los deseos
fiendes la carcaxa del oriciu,
y déxeste morrer de gustu y viciu,
coyendo sos corales co los déos»

 

Regresa puntualmente el equinodermo, o piel de púa, que en griego ‘echinos’ significa erizo, púa, y ‘derma’ piel, al que vitoreamos rey, blindado cofre esférico familiar y codiciado cuyos parientes inmediatos, la estrella marina, la comátula, y el pepino de mar, también habitantes cantábricos, no merecen ni de lejos los honores y mimos reservados para quien conforta el invierno vistiendo de alegría primitiva y salitrosa nuestras mesas, ojos, paladares y estómagos (por cierto, el pepino de mar se consume y valora en medio mundo; si algún lector lo ha degustado, ruego que me lo haga saber).

Asturiano por antonomasia, gijonés por adoración, gallego y portugués por escasez en los cantiles propios, muchas tierras costeras, de Japón a California comparten igual entusiasmo consumista, e iguales temores conservacionistas.

La presente cosecha, con diciembre, enero y febrero de ecuador pleno, apunta, según opinión de varios chigreros, mayores esperanzas que la traumática anterior. Ojalá.

«Año de ‘oricios’, año de beneficios»

Dénos Neptuno, y petroleros monocasco respeten, los dos mil fértiles kilómetros de costa que, del cabo Torres, aquí mismo, al cabo San Vicente, esquina meridional portuguesa, ya nos van entregando, «pedreru tras pedreru»: un blindado esplendor que integra menús asturianos desde la prehistoria.

Pregúntenle al puntiagudo pico asturiense, certero abridor durante el cálido epipaleolítico del marisqueo y los concheros: sólo han pasado siete mil años.

De las ochocientas cincuenta especies catalogadas, algunas de formas casi imposibles y colores bellísimos, la asturiana por excelencia recibe el nombre de ‘Paracentratus lividus’.

De vita beata

Aristóteles sintió especial devoción hacia este perfecto globo calcáreo, con cinco simétricos radios, al que recubren largas –y frecuentemente tóxicas– púas movibles. Así que homenajeando sus estudios y degustaciones, el sistema masticatorio –dos semimandíbulas, cinco mandíbulas piramidales, y cinco filosos dientes que crecen de continuo, capaces, incluso, de horadar rocas– recibe por nombre ‘linterna de Aristóteles’. En el polo opuesto a la boca, el ano. Entre ambos, el esófago y los intestinos grueso y delgado. Algas y minúsculos invertebrados constituyen su alimento.

El animalito prolifera en las umbrías, gusta cubrirse de conchas y piedras, y pues teme la luz pasea de noche usando unos diminutos y retráctiles pies, llamados ambulacrales, con ventosas aseguradoras en los extremos.

Con el invierno, la sazón

La reproducción ocurre en el seno de las aguas. El macho expulsa esperma originado en las gónadas, que son cinco y se encuentran colocadas radialmente, y los espermatozoos nadan hasta alcanzar y fecundar la hembras.

Las gónadas constituyen precisamente el órgano suculento, así que durante el verano y parte del otoño maduran, aumentan de volumen, y toman una coloración amarilla intensa.

Con los primeros fríos de noviembre, el animal, según decir pescador, empieza a estar gordo y, por lo tanto, a punto de plato.

P’abrir o abiertos

El avance protocolario de las dos cucharillas de postre atenazando, poderosa palanca, el anillo bucal, y quebrando mitades con ruido de pedrero en resaca, método suave y eficaz, retiró el demoledor y chiscante mazo.

Ahora, en un paso más dentro del imparable ascenso social, va generalizándose el servirlos limpiamente partidos.

«¡Y a mí gústame abrilos!» –clama en la primera reunión oriciera Juana Lastra, que nació al lado de la Cagonera.

–¿Acuérdeste? Poníense los camiones entre la ‘rampla’ y el Campu Valdés, y costaben a cinco duros la palada en bolses negres de basura.

–Non podía durar, fía. Si ya los romanos engarrábense por ellos, y en les cases más riques de Pompeya aparecieron cascos a maza –le contesto en mi asturiano mestizo de Mieres y ‘Cimavilla’.

Siempre Camba

Unos brillan con matices verdes, otros prefieren el marrón o el morado; el interior aumenta coloridos: huevas rojirrosadas, entrañas pardicetrinas, y oscura salsa de ola verificando, a rajatabla, el acertadísimo apunte de Julio Camba en su ‘Casa de Lúculo o el arte de comer’.

–¿Otra vez? Repites esa cita siempre que puedes, qué poca imaginación –susurra mi Pepito Grillo privado.

Vale, pero hoy la incluyo completa, que de principio a fin constituye el mejor poema de amor recibido por un equinodermo: «El erizo es un extracto de mar, un hálito de borrasca, una esencia de tempestades. Al primero que uno se toma, la boca no se le hace simplemente agua: se le hace agua de mar, con todos los olores y sabores marinos. Y después de tomarse quince o veinte docenas –porque el tomar este marisco no es comer ni beber, sino respirar en pleno océano– la más fina langosta sabrá a galápago, y las mejores almejas a neumático de automóvil. No hay marisco alguno que sintetice el mar de un modo tan perfecto».

¿Cocidos o crudos?

Como muchos asturianos de antes del ‘sushi’ y el ‘cebiche’, no concebía que nada pescado se librara del fuego, no obstante el ‘oriciu’, junto a la llámpara, el mejillón, la navaja, y poco más, contravinieran la no escrita norma: por los pedreros asturianos, cuchillo en mano, paseantes y pescadores preparaban directos tentempiés del ‘buffet’ de la naturaleza.

Yo me abstenía y siempre los tomé cocidos.
Hasta hace seis o siete años que los probé crudos por insistencia de Ovín, recordado amigo hostelero: «Con lo ricos que están, no los estropees ‘ferviéndolos’».
Acepté a desgana.
Nunca más volví a pedirlos cocidos.