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Estas manifestaciones de preocupación por animales cuya situación, en general, no proporciona razones objetivas para preocuparse, no se extiende, en cambio, al ámbito de las personas
Por un puñado de votos

Por José Antonio Rodríguez Canal.

El Ayuntamiento Pleno acaba de ratificar su acuerdo de 2016 que prohíbe la instalación en Gijón de circos que incluyan en su oferta de espectáculo números con la actuación de animales. Sin entrar en el debate de la operatividad de esta decisión municipal, visto que otras de igual o semejante contenido han sido revocadas por los jueces en unos cuantos ayuntamientos españoles, vía legal que también en el caso gijonés utilizará la patronal circense en defensa de sus intereses, lo que llama la atención, y ya fue subrayado aquí hace año y pico, cuando el concejo adoptó la prohibición ahora ratificada, es que se no se haga distinción alguna entre los animales afectados por la decisión plenaria. Se mete en la misma jaula o en el mismo establo o en la misma perrera a todos los animales de la fauna del circo, a los salvajes, aunque hayan nacido en cautividad –como muchos de los alojados en los zoológicos que hay en el mundo, como los del campo de concentración con alambrada electrificada del parque de Isabel la Católica– y a los domésticos, homologación que cuesta mucho trabajo entender.

Porque está por ver la diferencia entre los esfuerzos a que son sometidos, y el trato que reciben, para que pasen por el aro, los perros que intervienen en las sesiones circenses y los que forman parte de las unidades caninas de las Fuerzas Armadas, de la Guardia Civil, del Cuerpo Nacional de Policía y de la Policía Local de Gijón, entre otros cuerpos dotados con este servicio. En todos los casos, sin excepción, los perros hacen lo que tienen que hacer, quieran o no quieran y sin darles opción a que se manifiesten sobre sus deseos o preferencias. No se tiene en pie, es insostenible, decir que el procedimiento de adiestramiento y exhibición o utilización de los perros comporta malos tratos en los circos y es de una delicadeza exquisita fuera de ellos.

Ocurre lo mismo con los caballos. Impedir la inocente exhibición de bellas écuyères que hacen vistosas piruetas sobre briosos corceles en las pistas de los circos, como en las películas, mientras se admite con naturalidad la actuación de hermosos ejemplares de la especie equina en tareas de rejoneo, en las policías montadas, en los hipódromos o en los concursos de saltos de obstáculos, es una muestra de interesada falta de congruencia. Nadie está en condiciones de demostrar que los caballos de cualquier circo reciben peor trato que los estabulados en el Chas, por poner un ejemplo cercano. Y a unos y a otros se les obliga, sin preguntarles antes si están conformes, a hacer lo que quiere el amo del solípedo de que se trate.

Estas manifestaciones de preocupación por animales cuya situación, en general, no proporciona razones objetivas para preocuparse, no se extiende, en cambio, al ámbito de las personas. En los circos, como en otros espectáculos, trabaja mucha gente. Gente corriente. Las condiciones laborales de estas personas, sus familias, la escolarización de sus hijos, no parece preocuparles a los paladines del animalismo. Y, si les preocupa, no se les nota tanto como su actuación como grupo de presión ‘de facto’, con industria y comercio pujantes detrás, que tiene la complacencia de los grupos políticos, los de antes y los novísimos. Todo por un puñado de votos, aunque sea a costa de sacrificar el sentido común y la equidad en el ara electoralista.