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Historia de una puta receta de la Seguridad Social

 

Por Braulio Alvarez

 

Por reminiscencias prehistóricas absolutamente contrarias a las propuestas de la sociedad actual, el hijo se ocupa de atender a su padre lo mejor que puede y le dejan. El padre tiene más de setenta y cinco años y es enfermo crónico. El lunes, a las nueve cero cinco, tenía que llevar a su padre a la consulta con el neuropsiquiatra, pues, ya se sabe, los médicos no visitan a los enfermos, sino al revés. Como el hijo trabaja en una empresa corriente, donde el dueño es un infumable y los jefes y la mayor parte del recurso humano son basura social, tuvo que fingir una gripe para poder llevar a su padre. En la consulta, breve e intrascendente, le cambiaron un medicamento por otro y le dieron la nueva receta.

El hijo, como tantas veces, cogió la receta del nuevo medicamento y la dejó en el ambulatorio, digo, centro de salud, para que la enviasen a la inspección médica y se la devolviesen sellada para poder ir con ella a la farmacia y obtener el medicamento para que su padre empezase a tomarlo.

Pasados unos días, acudió a última hora de la tarde al mencionado ambulatorio a recoger la receta que suponía ya visada por la inspección. Hete aquí que la amable señora del mostrador le comunicó, desolada, que aquella receta no se había podido sellar en la inspección médica porque no servía: tenía que ir al médico de cabecera a que le extendiese una receta de crónicos y entonces, sí, ya se podía envíar a la inspección para que la sellasen. El hijo preguntó que cómo no se lo habían dicho antes: pues que había sido otra compañera y que no sabía qué decirle.

Al hijo no le quedó otro remedio que pedir vez para el médico de medicina general. Como le parecieron malos todos los horarios que le ofrecieron, optó por otro lunes a las nueve y a ver si se le ocurría alguién a quién pedirle el favor, pues faltar al trabajo otro día en el mismo mes era ya como echarle la zancadilla al árbitro en un partido de fútbol. A él no le importaba ni que se lo quitasen de las vacaciones o se lo descontasen del sueldo, pero es que la empresa en la que trabajaba era una de tantas en las que al trabajador lo consideran como si tuviese firmada la dedicación exclusiva, mientras que los gerifaltes gozaban casi de asistencia voluntaria. El mundo al revés.

Llegó el lunes, y el hijo, que no había encontrado a nadie que le hiciera el favor, arriesgando tarjeta roja, se escaqueó del trabajo con una pésima, aunque bien escenificada, disculpa: que le había llevado el coche la grúa. El caso es que fue a la consulta del médico a por la receta para su padre, entró y mientras el médico se peleaba con la pantalla del ordenador, le contó lo que quería. Le extendió la receta, pero le dijo que aquel fármaco no necesitaba visado de la inspección médica. El hijo insistió en que sí, pero el médico, sin dejar de mirar a la pantalla un momento y sin soltar el ratón perseveró en su postura. El hijo, y paciente, buscó una solución de compromiso: sería que habrían cambiado la lista de medicamentos que necesitaban visado.

Salió de la consulta y de la que pasaba por el mostrador de recepción, trató de confirmar lo que el médico le había dicho: que aquel medicamente no necesitaba visado. Y, efectivamente, la auxiliar después de varios clics y miradas inquisitivas hacia la pantalla corroboró lo dicho por el médico: no necesitaba visado. Dobló el folio recetil, se lo guardó en el bolso de la camisa y arrancó a toda pastilla para el trabajo.

No sabía por qué, pero iba contento con la receta, así que al llegar al curro tuvo que sobreactuar para no delatarse, para no descojonarse de risa cuando le preguntaban a cuánto le había subido lo de la grúa y si había mirado bien el coche no fuera a ser que se lo hubieran rallado.

Por la tarde, después de salir del trabajo, el hijo fue, como casi todos los días, a sacar a su padre a la calle para que caminase un poco. Era lo que su padre llamaba la vuelta del perro, porque, decía, no era de humanos salir de casa y regresar a ella sin haber recalado, al menos, en un bar para tomar una caña o un tinto, según el tiempo. El hijo, planificador, aprovechó el paseo para ir con el padre y la tarjeta de la Seguridad Social y la receta a una farmacia. Y, por fin, allí estaba la caja azul y blanca con las cincuenta pastillas en las manos expertas del mancebo, pendiente del trámite del rasgado cartonil: un momento, exclamó el mancebo mirándoles por encima de la montura de las gafas con esa mirada del que descubre que han estado a punto de timarle. A esta receta le falta el sello de la inspección médica. El hijo repitió una por una todas las verificaciones y comprobaciones, pero el mancebo, perro viejo del arte receteril, no se rindió: ¿pero su padre no tiene más de setenta y cinco años? ¡Aaahhh! El hijo defendió con un no clamorosamente falso la última trinchera del engaño. Pues aquí pone, replicó el mancebo saludando victorioso al graderío, que nació en 1930.

El hijo recogió la receta y a su padre del brazo e inició la retirada hacia la puerta. En el resquemor de la derrota, todavía preguntó en alto que por qué esa discriminación de los años: para un mayor control, respondió el coro mancebil. No me convencen, replicó numantinamente. Y ya en la calle, le dijo a su padre en plan de autoayuda al cuidador con familiar depediente: vamos al bar a tomar dos cañas y unos mejillones y que le den por el culo a las pastillas. Así se habla, acertó a contestar el padre saliendo por un momento de las brumas que iban entenebreciendo su mente.