El
testigo que fue protagonista.
Por Gregorio Morán.
Escribimos en el agua. Terminaba la sabatina pasada recomendándoles
que corrieran a ver Hollywood contra Franco, el magnífico filme
documental de Oriol Porta, recién estrenado en Barcelona. “No
se demoren, decía, ¿quién sabe qué pasará
con ella mañana?”. La quitaron el mismo día que
aparecía el artículo. Duró apenas una semana. Lo
siento por ustedes, que se lo han perdido, y por las ilusiones derrochadas.
Tengo la convicción profunda de que ninguno de los jaleadores
de la cultura pastueña se dará por aludido.
Hoy vamos de otras cosas. En España, sin excepción
de territorios, cuando se muere un prohombre parece como si los plumillas
nos pusiéramos de acuerdo en nombrarle padre putativo de todos
nosotros; incluso algunos dan un paso más y les gustaría
que amén de padre fuera madre y hasta padrino. Los elogios al
finado son de tal desmesura que uno está obligado a ejercer la
autocensura, incluso en lo más obvio para no desentonar del coro
angélico y humanizar, tan sólo humanizar, al fallecido.
Los dioses no mueren; al menos eso aseguran quienes llevan siglos tratándolos
familiarmente. Si se mueren es que son tan personas como los demás.
Resulta tan obvio que avergüenza recordarlo.
Habría que escribir algún día sobre la autocensura;
nuestro otro yo, un personaje a medias freudiano y a medias quevedesco,
que se nos pegó en la transición y que convive con nosotros
con pasmosa tranquilidad, tanta que a punto estamos de considerarla
una parte de nosotros mismos.
De oído se puede escribir sobre música. Del resto de las
cosas hay que tratar de acercarse, proveerse, y si es posible pensarlas.
Esta introducción, que algún lelo considerará
críptica, viene a cuento de la personalidad y trayectoria de
Sabino Fernández Campo. No creo que haya otra figura
en la historia española del siglo XX que sea tan representativa
de un periodo muy amplio de nuestra historia, el que abarca la República,
la Guerra Civil, la posguerra y los diferentes estadios del franquismo,
hasta llegar a la restauración monárquica y la democracia.
Sin estar nunca en el primer plano fue un testigo privilegiado que a
fuer de su proverbial habilidad para encauzar situaciones devino protagonista.
El historiador catalán Andreu Mayayo ha utilizado en
su artículo necrológico una metáfora brillante
y exacta: Fernández Campo fue la caja negra de la monarquía
de Juan Carlos. Esa caja registradora donde se fijan todos
los avatares de la cabina de vuelo y que, como es sabido, no es negra
sino de varios colores. Cierto, Sabino es esa caja negra sin cuyo examen
es imposible adentrarse en los quince años (1977-1992) que pasó
en el palacio de la Zarzuela. Pero era mucho más. Trataré
de sintetizarlo en unas líneas.
Nació en una familia modesta del barrio de Ayones, en Latores,
un pueblecillo que no tuvo luz eléctrica hasta 1957. Su padre
alcanza a tener una tienda de ultramarinos en Oviedo. (Aprovecho para
decir que la palabra catalana colmado tiene muchas acepciones en castellano,
desde bodeguilla hasta casa de putas, pero nunca lugar donde se vendan
alimentos.) Familia de clase media representativa de Oviedo; católicos
muy conservadores. Votantes de Gil Robles durante la República,
asustados tras el experimento de octubre del 34 en Asturias, e inclinados
al levantamiento del 18 de julio. Su padre se suma a los batallones
de Fernández-Ladreda, la derecha férrea de la tradición
ovetense. Sabino, hijo único, se apunta a la Bandera de Falange,
donde combatirá codeándose con personajes como el marqués
de la Vega de Anzo, aquel inefable personaje que le dijo a un Franco
ya muy cansado, “Mi general, somos los de siempre”. Sin
la Guerra Civil, con toda probabilidad, hombres como Sabino hubieran
sido empleados –estudió en la Academia Ojanguren, vivero
ovetense de oficinistas– o funcionarios –estaba matriculado
en Derecho.
La guerra lo trastocó todo. Defensor de Oviedo –una
categoría importante para lo que vendrá luego–,
alférez provisional, teniente. Con esas estrellas entró
en Barcelona, después de la toma del santuario de Collell, que
él no olvidaría nunca. Y la inmediata posguerra.
La licenciatura en Derecho por la Universidad de Oviedo es la lógica
de los tiempos; baste decir que se examinaban entre batalla y batalla,
victoriosas todas. Al final el resultado resulta espectacular; un derroche
de sobresalientes. Lo mismo le ocurre a sus compañeros
de orla, entre los que está Torcuato Fernández Miranda.
¿Les suena? Nunca se llevarán bien; ellos dirán
con sorna asturiana que se debía a que uno era de Oviedo y el
otro de Gijón.
El salto a Madrid significa muchas cosas pero a la larga una fundamental.
Sabino Fernández Campo, del cuerpo de Interventores –para
simplificar, los responsables del aparato burocrático del Ejército–
será secretario de seis ministros, seis: desde Antonio Barroso,
que le promueve –ahí es nada Barroso, el de las fábricas
de armas– a Álvarez Arenas, pasando por el Gran Inquisidor
Martín Alonso, Menéndez Tolosa, Castañón
de Mena y Coloma Gallego. Eso se traduce, entre otras muchas cosas,
en que no había militar español de la época
que no hubiera hablado con Sabino Fernández Campo para interesarse
por cómo iba lo suyo en la escala de ascensos.
No es verdad que fuera un hombre de secretos. No hablaba con cualquiera,
que es otra cosa. Y sobre todo sabía desde su larga experiencia
durante el franquismo que ser discreto consiste principalmente en saber
distinguir la palabra pública de la privada. Aprendió
inglés a su manera, y obtuvo un título por correspondencia,
pero ahí encontró a quien habría de ser
un hombre fundamental en su carrera, Alfonso Armada. Juntos formarán
la comisión española de enlace militar con la Misión
Norteamericana desde 1957 y sus trayectorias seguirán en paralelo
hasta que se separen definitivamente un 23 de febrero del año
81.
Hasta llegar ahí, Sabino será durante tres años
el general Interventor de la Casa Militar de Franco. Su relato
del primer encuentro con el Caudillo es una obra maestra del género
–era un magnífico narrador verbal, alérgico a la
escritura que no fueran notas de oficio y lector discreto, con excelente
oído para las palabras, lo que permite una cultura frágil
pero atenta. Casó con su madrina de guerra, una Fernández-Vega,
y tuvieron diez hijos, de los que cuatro murieron malogradamente en
edad adulta entre cánceres y accidentes. Seductor evidente y
según la terminología de la época faldero, se separó
en 1974, lo que no afectó a su carrera gracias a los buenos oficios
de Alfonso Armada y el Opus Dei.
Será de nuevo Armada quien le llevará al entorno
del príncipe Juan Carlos, y tras la muerte de Franco será
el subsecretario del ministro Alfonso Osorio, el único
que fue exigido expresamente por el Rey a Carlos Arias Navarro en su
nuevo gobierno posfranquista. Luego subsecretario de Turismo con Adolfo
Suárez ya presidente, y al fin sustituiría a Armada
en la secretaría de la Zarzuela. No es verdad que todo lo que
viene luego constituya un secreto insondable. Desde que Sabino
fue destituido de la Casa Real de un modo más bien chusco, a
finales de 1992 –el cese oficial lleva fecha de 8 de enero del
93– no dejó de ir desgranando una a una casi todas las
incógnitas en entrevistas personales, conferencias y algún
libro lleno de claves interpretativas –Manolo Soriano, hoy con
Esperanza Aguirre, le escribió al dictado su hagiografía
en 1995.
No entiendo muy bien lo que la gente denomina “el silencio
de Sabino”. Se pueden ir reconstruyendo con un poco de paciencia,
buenos contactos y bastante discreción, los contenidos fundamentales
de la caja negra. Lo que ocurre es que hay un especial interés
en hacer como si no lo hubiera dicho. Esa era la habilidad de Sabino,
su experiencia de muchas décadas de vivir junto al poder y saber
cómo se manifiesta. Al poder no hay información capaz
de derrotarle.
Por eso siempre me hizo gracia la última frase de un artículo
suyo, en el XXV aniversario de la muerte de Franco y el comienzo del
reinado de Juan Carlos: “El que busca afanosamente la verdad,
corre el riesgo de encontrarla”. Es como un aviso para navegantes,
lleno de ironía.