Asturias Republicana – SEGUNDA REPUBLICA

La
Libertad es un bien muy preciado

María
Teresa Menéndez Rugarcía



La guerra vista por María Teresa Menéndez
Rugarcía

Yo
nací en 1915, en Gijón, encima de la actual
tienda de aparatos musicales que hay en Begoña,
Musical Tommy, en el primer piso, que es todavía
de mi hermana. El de al lado fue de Carantoña,
nos lo compraron a nosotros, era de los abuelos, se le
vendió a él y se trató mucho con
mi hermana. Y mi hermana, como tiene un hijo paralítico
y los vecinos no quisieron poner ascensor, se marchó
a otro piso y ése lo alquiló a la academia
de inglés de Trevor.

Mis
primeros recuerdos de la infancia están relacionados
con los soldados que marchaban para la guerra de Africa.
Desfilaban por la calle Covadonga, al costado de Begoña.
Nos llamaban las muchachas para ir a verlos. Esa noche,
mi padre no cenaba, su único hijo era muy pequeñito,
pero marchaban a la guerra los hijos mayores de sus amigos,
y mi madre, lo mismo, pero a mi padre, que se fueran a
la guerra, lo hundía.

Tuve una infancia feliz con unos padres
y abuelos que, para mí, no tuvieron defectos. El
dinero, que lo hubo, se gastó en cultura. Todos
aprendimos a tocar el piano, y dibujo y pintura, con Nemesio
Lavilla; él y Eulogio Llaneza entraban por casa
como por la suya. Un día, en la finca de verano
de los abuelos, revolvió toda la casa buscando
a su alumna Juanita y la encontró en ropas menores
en su habitación, vistiéndose.

A los 17 años, empecé a trabajar
en la academia,
una academia de bachillerato
que tenía por nombre los apellidos de la familia,
no ningún santo. Se abrió el día
que empezó la revolución de Octubre (en
1934). Se estrenó el local, se bendijo y hubo la
misa de principio de curso ese mismo día.

Mi padre era muy sociable, había tratado con muchos
obreros y le habían hecho quebrar una fábrica
de vidrio (¿Vidriera del Llano, Cristales del Llano?).
Mi padre fue gerente de Gijón Industrial. Cuando
se casó, era gerente de Gijón Fabril. Le
gustaba la cosa técnica y estudió muchísimo.
Cuando heredó al abuelo, metieron mucho dinero,
suyo y de la familia, en montar una fábrica suya,
que empezó bien y acabó en quiebra completa
a consecuencia de las huelgas del 17, del 18, del 20…

Era de carácter muy liberal, de tal manera
que los propios obreros de Gijón Fabril, siendo
el patrón, lo nombraron presidente del Ateneo Obrero
de La Calzada, y eso habla de su mentalidad abierta.

Mi padre celebraba todos los años con sus amigos
el aniversario de la República de Cuba, y eso le
costó la única noche en su vida que durmió
fuera de casa, porque la pasó en la cárcel.
Estaban cenando no sé donde y dando vivas a la
República (cubana), y Mauricio Morán, que
era el comandante militar de la plaza en la época
de Primo de Rivera, y que tenía a todo el mundo
bajo sospecha, pues les cogieron a todos los de los vivas
a la República y les metieron en la cárcel,
y eso que mi padre no era político para nada. Al
día siguiente, los soltaron; estaba Villa, el médico,
y un montón de gente, toda conocida de Gijón.


Mi padre empezó a trabajar en la casa Juliana,
eran íntimos amigos y don Clodomiro lo quería
como un hijo. Yo s
eguí
estudiando. Iba a la Universidad y tenía
de profesor a Leopoldo Alas, el hijo de Clarín,
el catedrático más pacifista que tuve.

Era una chiquilla feliz. Cogía el autobús
por la mañana para ir a clase, iba a la Universidad,
y un día me preguntaron que por qué estudiaba
tanto, y contesté que porque una mujer viene a
la Universidad a estudiar o no viene. Eramos siete
mujeres en la clase de Leopoldo Alas.
Por la
tarde, daba las clases en la academia y alguna alumna
era mayor que yo. De las primeras que preparé,
una entró de la primera en Telégrafos y
otra en Hacienda.

Pasó la Revolución de Octubre y
la represión ponía los pelos de punta,

sobremanera a mi padre que conocía a muchísima
gente. El local de la academia lo asaltaron y lo deshicieron
a balazos, y estaba recién inaugurado.

La
Guerra

Una
mañana, las muchachas vinieron corriendo: “¡señoritas,
no salgan a la calle que hay un lío horroroso!”
“¿Qué pasa?” “Pues que hay
mucho barullo, dicen que los militares…” Fue el
domingo. Mi padre y mi madre se miraron y dijeron: “¿vamos
a misa o no vamos?” Mi madre pidió la opinión
de todos para ponernos de acuerdo, pero fue mi padre quien
lo decidió rotundamente: “vamos a misa”.
Y en la misa de San Lorenzo debió de haber mucho
barullo a la puerta porque fuimos a parar detrás
del altar mayor. Ya había empezado el tiroteo.

Teníamos
a cinco muchachas, inmejorables personas, no hubo gente
más adicta ni más buena ni que mejor se
portara; trece meses sin cobrar una peseta de sueldo.
Toda la vida comieron lo mismo que nosotros y, durante
la guerra, comíamos todos juntos. Dos eran de mi
abuelo; una, de la academia; una, de mi casa, y otra,
una niñera que había venido de Madrid con
los niños pequeñitos de una tía,
como todos los años, a veranear. El matrimonio
quedaba allí, recogiendo la casa y divirtiéndose
un poco, y luego venía para acá. Así
quedó partida esa familia. El era alemán.
No nos atrevimos a ir a la finca de veraneo. No acabábamos
de marchar para allá.

Quemaron
las iglesias… Fue la tercera vez que vi llorar a mi
padre: la primera, cuando murió su madre; la segunda,
cuando murió su suegra, y la tercera, el día
que las campanas de San Lorenzo cayeron al suelo y sonaron.

Debió de ser el domingo. Era toda una vida allí:
los bautizos, la primera comunión, la catequesis…
El veinte de Julio (de 1936), salió una compañía
del Simancas. Ese libro pone con Juanito Rivas, pero yo
creo que no. Juanito Rivas estaba aquí de vacaciones
y es imposible que le dieran el mando, habieno allí
muchos otros con mando. (¿Otro militar del Simancas?)
Era viudo de una mora y tenía una niña morita
preciosa. Nosotros teníamos la impresión
de que había salido el viudo de la africana, pero
no lo vimos. Empezaron en el cuartel de Asalto, que estaba
en el antiguo Instituto Jovellanos, a repartir armas.
Donde estuvo el cuartel de Asalto en Begoña, después
de la guerra, era un convento de monjas Reparadoras, donde
íbamos mucho a coser y hacer ropa para los pobres,
pero cuando la Revolución de Octubre ya lo cerraron
y tuvieron miedo. Fue cuando se metieron más con
los conventos. Hubo que ir a buscar a mis hermanas a Oviedo,
al internado, que estaban estudiando en la Universidad.
Se marcharon los Agustinos, que estaban donde el mercado
de San Agustín, porque todo ese terreno era de
los Agustinos y de las Agustinas, con sus huertas y una
iglesia en el medio, gente muy culta. Se sublevó
la Guardia Civil y ahí se fueron unos primos míos
que eran de Gil Robles. No tenía de Falange más
que un primo y salvó la vida: fue a un batallón
disciplinario, le tocaron todos los fregados, pero no
le mataron, era dentista.

Entonces,
el cónsul de Cuba llamó a mi padre y le
dijo: “mira, aquí se va a armar un fregado
muy gordo, tú, ¿cuántos hijos varones
tienes?”
“Uno.” “Bueno, pues
quiero hablar con tu hijo, que venga.” Mi hermano
tenía dieciocho años y empezaba un curso
de Medicina en Valladolid. Valladolid y Pontevedra tenían
fama de muy falangistas. Y no porque en casa lo fomentaran,
al contrario, que había una hostilidad hacia la
violencia terrible, pero era un chico muy joven y por
si acaso. El cónsul le llamó y le dijo:
“¿tú juras sobre el Evangelio que no
eres fascista ni recibes ninguna revista fascista, que
nunca fuiste a ninguna reunión, que no eres muy
amigo de ningún falangista y que no andas por ahí
alborotando?” “No, -contestó mi hermano-
nunca; bueno, amigo, puede ser que alguno, pero no amigo,
conocido; yo solamente voy al catecismo de los niños
de Tremañes.” “Bueno -dijo el cónsul-,
entonces no corre prisa que te saquemos de aquí;
te vas a llevar la documentación tuya de cubano,
porque tú eres cubano.” Pasó meses
y meses sin salir a la calle; en cuanto salía,
iban a por él porque estaba en edad de quintas.
Entonces, mi padre tenía que volver al consulado,
pedir la documentación…, la presentaba y se lo
llevaba para casa. Nosotras, sí salíamos,
con los primos pequeñitos. Todos nosotros éramos
cubanos porque eramos hijos de cubanos, de españoles
nacidos en Cuba: mi padre y mi madre habían nacido
en Cuba, pero eran hijos de españoles. Cuba
se portó sensacional, sacó gente de aquí
que no tenía nada que ver con Cuba;
tuvo
allí acogido al señor Valdés Hevia
y alguien de su familia, porque habían estado primero
en una finca de una tía mía, en Cabueñes.
Era un capitalista ultra de derechas, buena persona, muy
religioso, no era por el lado político, era por
la beatería; era muy ayudante de su parroquia,
salía a las procesiones con estandartes, era gente
de bien, de buenas costumbres. En casa de mi tía
no podía seguir porque la registraban, tenía
cuatro hijos varones, dos de ellos de ir a los mítines
de AP, los otros dos, completamente apolíticos;
vive todavía el mayor de todos y otro murió
hace poco, que era farmaceútico de la calle Menéndez
Valdés, Angel Llanos, apolítico completamente.
Entonces, detuvieron a los dos.

En
casa había una bandera enorme de Cuba. Mi casa
la registraron doce veces
y, sin embargo, al
llegar a la puerta y ver la bandera de Cuba, el jefe de
los milicianos decía: “¡Shiiiit, súbditos!”
Podían revolverlo todo, se llevaron de todo, el
aparato de cine de mi hermano, de todo lo que pudieron,
menos la radio, porque la cocinera se sentaba encima de
la radio, le ponía un trapo muy sucio y muy viejo
y se ponía a pelar patatas, y a nadie se le ocurrió
que estaba sentada encima de la radio. Todos eramos una
piña, los ventitrés que allí vivíamos.
Lo que no se llevaron fue a nadie, que por eso a nosotras
no nos tocó ir a fregar. Todas mis compañeras
de Acción Católica fueron a fregar todos
los locales, escupían en el suelo y mandaban ir
a fregar esto y lo otro. A mí me tocó ir
por las aldeas a buscar comida, porque las cinco muchachas
iban de expedición las cinco y no nos permitieron
salir de casa a buscar nada. Eran de todas las aldeas
de los contornos: una, de Peón, madre de los Castiellos,
de Baldornón, de Fano, de Villaviciosa… Se portaron
de maravilla, seguimos con el trato y una murió
en la casa a los treinta y un años de haber entrado;
otras, se casaron; otra, tuvo un tropezón y se
marchó.
Cuando
se acabó la guerra y se empezó a normalizar
esto, se les pagó el sueldo. Empezaron a pagar
a los accionistas de la Hidroeléctrica, de Laviada
y de todas esas industrias, de las que era accionista
mi abuelo.

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Mi
padre era fundador del Club de Regatas y de la Filarmónica,
el número diecisiete, pero eso no daba nada. Bueno,
pues mi padre fue a ver a Belarmino Tomás a ver
qué pasaba con los dos chavales que tenía
detenidos.
Su padre, Manuel Llanos, médico,
estaba medio loco, muy trastornado con el asunto. Belarmino
Tomás le dijo que no quería a ésos,
sino a los gallitos de los mítines, y entonces
mi padre le dijo que a ver si a ésos los echaba
a la calle y, efectivamente, los echó a la calle,
pero los otros estaban escondidos y un día dieron
con ellos. El último día, entrando ya las
tropas de Franco, a uno de ellos, que se había
pasado todo el tiempo insultando a los carceleros, le
mataron a culatazos y, mientras, sus hermanos estaban
bailando y bebiendo champán creyendo que quedaban
liberados.

Porque, claro, de qué idea va a ser una persona
que despierta y viene la muchacha y te dice: nena, no
salgas a la calle; hay tiros, mataron a tu compañero
de bachillerato; a dos chicos que iban al catecismo con
tu hermano, por el mero hecho de enseñar el catecismo
a los niños de los barrios; al ingeniero jefe de
Moreda, compañero de mis tíos; y a no sé
cuántos más.

Carbajal Villamandos, padre de un pretendiente que tuve
yo durante ocho años, y al chico también
los mataron los rojos; a mí no me gustaba, pero
era un chico muy bueno, dio la vida por un cuñado
que tenía muchos hijos, estaban escondidos e iban
a registrar la casa y él se quedó para que
su cuñado pudiera escapar por una ventana. Heroicidades
hubo a patadas. Cuando me marché de España,
no lo habían matado, estaba preso. Así que,
de quién vas a ser, pues de los que van a venir
a liberarnos, no teníamos otro camino, que nos
liberaran de aquello que había caído como
una tormenta. No sabíamos el origen, no sabíamos
nada. La única persona que nos lo podía
contar, no nos lo contó (el comandante Costell).

Un comandante
que había en Gijón, casado con una hija
de Antón Alvargonzález, que había
presentado a mis padres, abuelita llevaba mucha amistad
con ese matrimonio porque una de sus hermanas era …;
iban con ella todos los domingos a merendar, porque él
estaba aquí como disponible forzoso con el mínimo
de sueldo y su tío … Alvargonzález, le
ofreció su casa, que estaba en la calle Jovellanos.
Sus hijos fueron a nuestra academia y a ella la veíamos
como si fuera de la familia; a él, no; porque era
venido de fuera y era catalán. A su madre, le mataron
este hijo y al otro hijo, que era guardia civil, (¿con?)
los rojos, les fusilaron a los dos y se quedó sin
hijos. Ese señor se fue voluntario al Simancas.
Llamó por teléfono a un tío mío
que era cirujano (Casimiro Rugarcía); había
dormido en la misma cuna: su mujer y sus dos hijas, en
la calle Corrida. Y le dijo: “oye, yo si voy al cuartel
ahora, me detienen los de Asalto por el camino, pero si
tú me llevas en tu coche, no.” Eso no se hace,
de ninguna manera. Casimiro Rugarcía, lo llevó
y eso fue un acto heroico, porque se jugó el pellejo.
Cuando bajó del coche de mi tío en el cuartel
de Simancas, los obreros dijeron: ¡Atiza, Casimiro
Rugarcía con los facciosos! Ese militar
es el de la historia del cuartel: Manuel Costell Salido,
comandante de Infantería, ése es el verdadero
jefe del cuartel.
Mi tío Casimiro lo dejó
allí y se volvió para el Hospital, que era
donde estaba. Costell iba sin uniforme, con una gabardina.
En el Hospital, al otro día, las monjas
le dijeron: “don Casimiro, están preguntando
por usted los milicianos.” Mi tío dijo: “no,
si ya sé que me van a fusilar.”
“No,
no, -contestaron las monjas- mientras esté aquí
dentro, no, pero usted no puede salir a su casa.”
“¿Y qué hago con mi mujer?” “Pues
llévela a casa de suegro, donde quiera.” Entonces,
un médico muy izquierdista, que resultó
ser una buenísima persona en la guerra, que se
llamaba Honesto Suárez,
que era oculista
y se encargaba de la graduación de la vista para
ir al frente o no, y que salvó a una cantidad de
gente infinita diciendo que tenía lo que no tenía.
Honesto Suárez, que era presidente del
Tribunal Militar, se portó con él colosalmente
y le dijo: “Mira, Casimiro, te voy a mandar de médico
imprescindible, de cirujano, al frente de Mieres. Yo,
lo siento, pero si no, aquí te matan.” Allí
estuvo trece meses operando: 23.000 casos de vientre y
cabeza, exclusivamente.

A
la primera persona que a mí me mataron que quería
mucho, era un Bertrand, compañero de bachillerato,
no sé si hijo del que fue alcalde.
Desapareció,
no encontraron el cuerpo; porque aquí, si desaparecía
alguien, iban a La Piedrona del Hospital a buscar el cadáver.

Guillermo Rionda fue el de la reforma urbana, era amigo
de mi padre; tiró muchas casinas al fianal de la
calle Corrida, hizo la plaza de el Parchís.

No
recuerdo más que al principio unos cuantos asesinatos,
eran propietarios de minas, jefes de industrias, que se
ve que el odio se fue acumulando, y los curas. Me mataron
al profesor de latín. Mi reacción espontánea
era que vengan los otros, es lo lógico.

Quién quiera que sean, que vengan y arreglen esto.
Pero cuando ya se estuvo poniendo más duro el ambiente,
abrieron las iglesias y los teatros para que durmieran
los niños que venían evacuados, muchedumbres,
y era desolador verlos acurrucados en los teatros y de
mala manera. Así fue como nos dimos cuenta de que
había habido otra batalla que habían ganado
los nacionales. La mañana aquella que llegaron
los vascos, que debió de haber sido el ventinueve
de Agosto de 1937, que yo tenía a mi profesora
presa en el barco Caso de los Cobos. El cónsul
de Cuba, Pena, llegó y dijo: “mira, esto es
ya la última batalla, yo me marcho y os llevo a
todos:
a tí y a Herminia, a tus cuatro
hijos, a tu suegro, que tiene 89 años, a tu hermano
Casimiro y su mujer, que está en muy mala situación,
porque está de jefe de Cirugía en Mieres
y muy fichado por los rojos; que en el fregado último
no garantizo nada y tienes hijas muy jóvenes; don
Luis, yo me marcho, me voy, vengan conmigo, los llevo
a Francia, a Bayona, y ustedes pueden ir con el tío
Eugenio.” El tío Eugenio se comunicaba con
nosotros por La Cruz Roja Internacional continuamente,
y era director general de Industria en Zamora. Sacó
el número uno de las oposiciones y llegaron a suspenderlas
porque murió mi abuelo y para que pudiera venir
al entierro.

Papá
al cónsul de Cuba, Peña, no lo conocía
de antes y él siempre conocía a los cónsules
de Cuba porque el día de la independencia lo iban
a celebrar dando voces y gritando ¡viva la República!
Nos criaron con una amor por Cuba que tuve siempre dos
patrias, siempre.
Entre la añoranza de
ellos por Cuba, que vinieron ya mocitos, vienieron al
acabarse la guerra… Mi abuelo paterno tenía entierro
con honores de capitán general con mando en plaza
por haber sido uno de los siete primeros voluntarios en
la última batalla, y dijo que en el momento de
ver arriar la bandera española y subir la norteamericana,
que ya no lo soportaba más y que se marchaba. El
abuelo materno creo que se había marchado un año
antes. Siempre tuvieron la añoranza de Cuba y nosotros
nacimos con un amor a Cuba enorme, y hasta que me muera
tendré dos patrias. La música de Cuba se
oía en mi casa siempre: guajiras, habaneras y todos
eso, como se oían los pasodobles. Entonces, el
cónsul llegó y nos llevó a todos,
y a mí me parece que era el destructor nº
233 de la Escuadra de La Florida. Yo marché el
treinta o el treinta y uno de Agosto. A las ocho
de la mañana, nos fuimos para la punta de Liquerica.
Nos tuvimos que meter en el refugio que había en
el espigón,
que es hueco y era un refugio,
porque andaban aviones por arriba sin parar, fue cuando
hundieron el teatro Dindurra. Allí estuvimos acurrucados
bastante rato porque el barco no llegaba. Ya teníamos
miedo de tener que volvernos otra vez, porque ya empezaban
a preguntar: “estos de dónde vienen y quiénes
son”. Los carabineros estaban allí, vigilando.
Por fin, llegó una motora. Yo llevaba la
boca llena, llena de billetes, no podía hablar.

Papá nos llenó la boca de billetes y no
podía ni vomitar ni nada, y si nos hablaban decir:
no sé, no sé. Nos metieron en una motora
que iba llena, y el que fue alguna vez en una motora,
sabe lo que es. Todo el mundo vomitando y nosotras teniendo
que tragarnos los billetes, aunque los hubiera echado
con un gusto, que bueno… El destructor nos esperaba
a unas millas y ese trasbordo fue horroroso. Por fin,
llegamos al “Kane”, 235 de la Escuadra de la
Florida,
que eso no se me olvidará nunca.
Creo que ese barco hizo muchísimos viajes como
éste. Embarcamos y salimos hacia alta mar. Lo primero
que hicieron fue mirarnos detrás de las orejas
para ver si teníamos piojos, y cuando vieron que
no teníamos piojos, se tranquilizaron. ¿Quién
se creerían que eran los españoles? No estábamos
acostumbrados y dijimos a mamá: “pero qué
pasa”; “pues que están mirando a ver
si tenemos piojos.” Entonces, nos trajeron bocadillos
de pan blanco, que fue lo que pedimos.

Fueron
muy amables. Se quedaron espantados al ver el pan que
llevábamos, que era color chocolate y hecho con
harina de lentejas, se quedaron pasmados porque era duro
como una piedra. Y gracias que teníamos lentejas
que llegaban de Méjico y de Rusia cuando el Cervera
no nos visitaba, porque cuando estaba el Cervera temblabamos,
porque no había nada que comer. Méjico se
portó excepcional, mandando habas pequeñinas
blancas…; pero hubo días que el Comité
daba una saca cacahuetes para comer toda la semana, y
otro día que te daban un cabo de vela y una caja
de cerillas por persona.

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En
el destructor iban cubanos, gente de aquí que conocíamos
como cubanos, y unas chicas argentinas, que también
las conocíamos de vista de aquí. Seríamos
más de cincuenta. Había un marinero que
sabía francés con el que hablé bastante.
Nos teníamos que sentar en el suelo y las planchas
de hierro abrasaban de calor, así que teníamos
que coger agua con calderos y baldear para que se pudiera
aguantar el calor, y volver a echar más agua. Teníamos
que cuidar de cuatro niños que se delizaban y podían
caer al mar porque en los destructores la borda está
abierta; así pasamos toda la noche, sujetando a
los cuatro primitos. Así que no pudo dormir nadie,
ni un minuto.

Nos
habilitaron un servicio con unas tablas y un agujero en
la misma cubierta. Dentro del destructor no nos dejaron
pasar a nada. A mi madre, a mi abuelo y a la tía
les dieron una tumbona como esas de la playa. Le dieron
camarote a mi abuelo, que tenía noventa años,
y a mi madre y a una tía; los demás hicimos
el viaje tirados en cubierta. Durante todo el viaje vimos
calderones, que yo no sabía lo que eran. Durante
la noche vimos las luces de la costa, y nos dijo el marinero
en francés que era Santander. Le dijimos al capitán
del destroyer que por qué no nos dejaban bajar
allí y nos dijo que no, que teníamos que
desembarcar en puerto extranjero. A nosotros ya nos apetecía
estar en España. Abuelito fue el que dijo: “Oye,
hija, porqué no nos vamos a Cuba que ya conozco
aquello tanto y tengo muy buenos amigos.” A abuelito
le hubiera gustado volver a Cuba. Mi madre dijo que no,
que aunque allí nos podíamos manejar todos
porque teníamos estudios…, ningún hijo
suyo iba a pasar lo que ella cuando salió de Cuba.

En
San Juan de Luz tampoco podía entrar el destructor,
tenía que ser en Bayona. Entramos en Bayona. Mi
padre se tuvo que ir a Burdeos con los cuatro niños
apátridas,
los hijos de mi tía
Juanita, para hacer la documentación para entrar
en España, y le dijeron que los hijos de mi tía
de Madrid, hermana de mi madre, que eran pequeños,
la mayor tenía catorce años, eran apátridas
y que no les podían dejar pasar a España
y que España los había declarado apátridas
porque eran hijos de alemán tachado por Hitler,
de origen judío; claro, se apellidaban Salomón.
Mi padre los coacionó diciendo que entonces los
dejaba allí a los cuatro niños en un hotel
de primera hasta que acabe la guerra “y se hacen
cargo de la manutención, yo ya buscaré una
persona que se haga cargo de ellos”. Entonces el
cónsul alemán cogió miedo a meterse
en algún gasto y le dio los papeles. En Gijón,
les había negado la ciudadanía un señor
que había sido amigo de toda la vida de mis padres,
que era el cónsul alemán en Gijón,
que se llamaba Jaecnike. Las hijas tienen ahora esos hornos
de alfarería, decoran loza. Ese señor tuvo
el valor de decirle a mi padre que no salían de
España porque eran apátridas. Mi padre le
dijo que se pusiese como quisiera pero que iban a salir
como cubanos.

El padre de los niños era católico
practicante desde los diecisiete años.

Vino con su madre para aquí escapando de la guerra
del catorce porque era lorenés, de una famila muy
acaudalada e hijo de un rabino. Se dedicó a dar
clases de alemán en Gijón y uno de sus alumnos
fue el tío mío que llego a ser director
de Industria, y entró en casa. Se terminó
haciendo católico por nuestra casa. Se hizo cargo
de él un fraile para enseñarle los temas
y se hizo católico con venticinco o más
años. Se casó con la hermana menor de mi
madre. El salió con su mujer de Madrid por Valencia,
como cubanos, para Francia. Mi tía, como cubana,
entró en España y vino para Gijón,
pero él aquí no podía entrar, en
cuanto entraba, le detenía la policía porque
Hitler había dicho que eran apátridas. Se
quedó en Francia y como ya se barruntaba la guerra
dijo que iba contra los alemanes, pero le dijeron que
no, que no le podían coger, pero sí de intérprete.
No conoció el odio, tenía un diario que
era una maravilla. Era una mezcla de cristiano y judío,
una de las personas de nivel moral más alto que
he conocido. Durante el franquismo, viví muchos
años de maestra en Barcelona, 17 años, y
cuando el tío Roberto tenía que ir a allí
por asuntos de negocios, mi marido lo tenía que
avalar de que no realizaba ninguna actividad política.

En Bayona, nos vacunaron a todos contra la viruela,
menos a mi abuelo, que se negó,
y mi madre
les dijo en francés lo de a la vejez viruelas,
y se echaron a reir y le dejaron pasar. En Francia estuvimos
dos días en total. De Bayona, donde nos dejó
el barco, fuimos a San Juan de Luz en tren, en tercera,
y todos dijimos: como la primera de España. En
San Juan de Luz ya econtramos amigos; estaba José
Antonio García Sol, el de la finca…
,
muy amigo de mi padre y de mis tíos; andaba a caballo
detrás de mi tía, y mi abuelo dijo: “señoritos
de a caballo, no, así que ya puedes ir mirando
a otro”, y no la dejó andar con él.

Se
presentó un amigo de mi padre, muy amigo de la
juventud, Ismael Figaredo, un ricacho, con el coche a
buscarnos.
Le dijo mi padre: “pero Ismael
a quién crees que vienes a buscar.” Pues a
Herminia y a tus cuatro hijos. “¡Que te crees
tú eso!, somos trece.” “¡Caray,
trece!; trece no me caben en el coche, Luis; bueno, pues
me llevo a Herminia y a las chicas.” “No, no,
no, -dijo mi padre-, tú no te llevas a nadie; mañana
o pasado, cuando arregle los papeles, nos vamos todos
juntos y ya nos veremos en San Sebastián.”

Encontramos en San Juan de Luz, en el mismo hotel,
un caseron del siglo XVII, a Gerardo Diego Cendolla, el
catedrático y poeta.
Había llegado
a Gijón muy pinturero y muy joven a la cátedra
de Gramántica del Instituto Jovellanos. Saludó
a mi madre y nos dijo que quería entrar en España.
“Y nosotros también, estamos arreglando papeles.”
“Y yo, cómo haré, porque no tengo ningún
aval”. le preguntó Gerardo Diego. Mi madre
le dijo que nosotros no éramos aval, pues íbamos
avalados por Ismael Figaredo. Gerardo Diego, entonces,
nos pidió si podríamos ir a hablar con un
tío de él que era organista de los Jesuitas.
Nosotras dijimos que sí. Nos pidió que le
dijéramos a su tío que él era de
la derecha, muy religioso. Gerardo Diego era de
izquierdas;
por ejemplo: con ocasión de
examinarme yo con él, yo llevaba colgada la cruz
de la primera comunión, y me dijo: “para que
trae ahí ese amuleto”, y me dejó tan
fría que no le supe contestar. Era terrible, le
gustaba meter miedo y asustar a los alumnos; era francamente
de izquierda y, luego, se volvió arrebatado
del régimen de Franco.
Estaba casado con
una francesa ya entonces, y la francesa vino aquí
a trabajar y tuvieron una hija. Gerardo Diego no encontraba
quién le avalase. Le preguntaban qué era,
decía que catedrático y le contestaban que
nada, que todos los catedráticos de la última
hornada eran rojos. Nos preguntó a quién
conocíamos en San Sebastián y le dijimos
que al padre Elorriaga: “¡Oh!, mi tío
es organista de los jesuitas.”

Cuando
vimos al tío de Gerardo Diego, era una estampa
de la edad media, todo vestido de negro, con una cosa
blanca aquí arriba y una chapela imponente. Lo
fuimos a saludar. “¿En nombre de quién?”,
nos preguntó. “Del padre Elorriaga”,
le dijimos. “¡Aaaah!, garantizadísimas
las señoritas, pueden sentarse.”

Hablaba con un vocabulario de la edad media, creo que
hasta nos trató de vos. “¿Qué
les trae por aquí?”, nos preguntó.
“Bueno, es que tiene usted un sobrino, hijo de una
prima, y no puede pasar a España, no tiene dinero,
no puede pasar porque nadie le avala”, le contestamos.
“¿Y es de espíritu cristiano?, ¿ustedes
saben si es de meditación diaria?, ¿ustedes
están seguras de que…” Bueno, las preguntas
fueron de juerga, y nosotras, todas muy seriecitas, “sí,
sí, de meditación diaria, sí, señor,
sí.” “¿Y es muy amigo de los jesuitas?”
“Sí, sí, sí, muy amigo del padre
Elorriaga”; todo mentira, seguro que no los podía
ver; pero así pudo pasar a España, gracias
a nosotras. Mi madre dijo, mira, es una buena persona,
da igual que sea lo que sea, quiere ir y tiene derecho
a estar allí trabajando, no hay lugar a nada, qué
derecha ni qué izquierda ni qué narices.
Le dijimos que era de velo, de roquete, de sobrepelliz
y de todo lo que hiciera falta, y el hombre entusiasmado.
Todo lo que había allí, era raro y anacrónico,
hasta tenía un espejo tapado con una sábana
negra, que antiguamente se hacía eso cuando había
algún luto en la familia; era una persona fúnebre
y muy antiguo, muy antiguo.

Cuando llegamos a Irún, pasamos por el puente de
Santiago. Lo primero que encontramos fue un miliciano
con el uniforme unificado, como con el que yo hice el
servicio social, o sea, uniforme de Falange y gorra de
requeté. El miliciano ese fue el que nos dijo que
nos teníamos que afiliar a un partido, a uno de
los dos; pero mi hermana mayor, que tenía mucho
desparpajo, dijo que no, que no, que había un decreto
de unificación, un solo partido; pero el miliciano
le contestó que eso eran cuentos, que allí
andaban todos a la greña.

En
el hotel de San Sebastián, nos fueron a buscar
unas señoritas de Gijón que llevaban allí
mucho tiempo, para que fueramos a arreglar el altar de
las monjas Reparadoras. Nosotras que no, que nunca habíamos
arreglado altares; ellas que sí, que era fácil.
Terminamos yendo las tres hermanas. Era en la iglesia
de Santa María del Coro. Allí vinieron las
de la Virgen de la Paloma y las de la Virgen del Coro
a decirnos que allí no podíamos poner el
cuadro de la Vírgen. Primero es la de la Paloma;
no, señor, primero es la del Coro… ¡Claro,
como todas son el ocho de Septiembre! Se pelearon todas
y nosotras dijimos que para casa y que hicieran lo que
quisieran.

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En San Sebastián estuvimos cinco o seis días,
combinando con los bancos a ver quién prestaba
su dinero, a ver si íbamos a Zamora a un hotel
o alquilábamos un piso. El dinero que llevábamos
de aquí valía, ya lo había conseguido
mi padre aquí, en Gijón, del Banco España,
gracias a Entrialgo que era un alto empleado del Banco
de España, una persona muy de bares, amigo de todo
el mundo y sin opinión política aparente,
y lo recibieron los rojos y los nacionales.

Llegamos
a Zamora reclamados por el hermano de mi madre, Eugenio
Rugarcía González Chavez, que era jefe de
Industria en Zamora.
Nos dijo que no abriéramos
la boca, que no podíamos hablar de nada porque
estaban “paseando”, allí se decía
“paseando”, nosotros nunca lo habíamos
oído; aquí se decía: “fueron
a por fulano y le pegaron cuatro tiros”. Allí,
sacaban a la gente de la cárcel y “paseaban”
por la noche a la gente y aparecía por las cunetas,
y que se decía que los “paseadores” eran
todos de Falange.

Mi
tío tenía treinta y ocho años, se
iba a casar, y puede que llevara cuatro o cinco en Zamora.
En Zamora estuvimos dos meses. En La Coruña estuvieron
mi padre, que ya estaba muy enfermo, mi hermano y el tío
médico y su mujer. Esperaron en La Coruña
a que se apaciguara el panorama de Asturias, porque algún
rumor les había llegado. Mi padre no nos decía
ni pío cuando se enteraba de fusilamientos, no
sabíamos nada, estuvimos meses y meses en la luna
de Valencia; no sabía que aquí, en El Cerillero,
fusilaban gente, y creo que fusilaron. Tenía una
amiga, Hartasánchez Alvargonzález, que esa
familia se marchó también amparados por
el cónsul cubano y se fueron a Valladolid; me decía
que por la mañana, cuando iba a misa, los “paseados”
estaban muertos, tirados por las cunetas. El obispo de
Zamora, que es el que menciona el hijo de Sénder
en su libro Sucedió en Zamora, tengo el dolor de
decir que fue el que vino a casarme a mí, sin saber
yo sus ideas; mi amiga monja dice que era completamente
inclinado a Hitler.

En Zamora estuvimos aprendiendo el “Cara al Sol”,
porque nosotros éramos contrarios a la violencia,
incluida la de la Falange; éramos, más bien
de Gil Robles, la democracia cristiana y todo eso. Operaron
a mi padre, se puso gravísimo, cogió un
infección renal, no había antibióticos.
El ventiuno de Octubre ya vino muy mal para Galicia, pero
como venía con su cuñado, que era médico,
su mujer y mi hermana, nosotras quedamos a esperar, teníamos
a nuestro cargo cuatro niños. Volvimos a abrir
la academia en cuanto entraron los nacionales. Tuvimos
que cambiar el local, porque el primer local, que estaba
en la calle Cabrales, esquina a Dindurra, que era un chalé
de la familia Suárez, estaba destrozado. Entonces,
alquilamos un chalé, tambien con jardín,
en la calle 17 de Agosto, que la tiraron hace dos años,
construyeron un rascacielos y abrieron para Pryca; era
de una familia Fresno, que inicialmente en la guerra mataron
a tres hermanos el mismo día, y creo que los tiraron
por algún sitio de mala manera; lo único
que tenían era que eran rezadores, de iglesia en
iglesia, tradicionalistas, soñando con don Carlos;
yo conocí mucho a las hermanas que fueron las que
nos alquilaron el chalet.

En
Zamora, estuvimo en el hotel Suizo, que era donde vivía
mi tío y era el mejor hotel que había; la
dueña del hotel daba por teléfono las órdenes
a Millán Astray,
que eso lo he visto yo:
“general, qué hace que no da órdenes
de salir a la calle a celebrar la entrada en tal pueblo”;
en Colunga, Villaviciosa…; daba ella las órdenes;
era hija de uno que había sido general cuando los
carlistas, de la última guerra carlista, Moriones.
En cuanto llegamos al hotel, las camareras nos dijeron:
“señoritas, que no las coja por la
escalera el general Millán Astray; porque las coge
por los brazos y las obliga a besarle en la cara una herida
que tiene y diciendo: soy España, bésame”.

Una noche, el general Millán Astray quiso detener
a los italianos. El comedor estaba lleno de oficiales
italianos de las Flechas Negras. Parece ser que la mujer
de un oficial italiano se tropezó en las escaleras
con Millán Astray, que la cogió y le dijo
lo de bésame, que soy España; la mujer gritó;
su marido, el oficial italiano, fue para allá y
parece ser que le dio de bofetadas en la escalera. Quería
detenerlo; la señora Moriones decía que
no podía ser, que era italiano y que no podía
haber líos entre España e Italia, y fue
la que lo arregló. En el comedor solía estar
un falangista que era un fantoche, presumía de
escandalizar comiéndose una buena chuleta en viernes
de vigilia; nos dijo que se iba a enterar él quiénes
éramos nosotros, que habíamos venido de
Asturias; cuando se enteró que eramos familia del
jefe de Industria y que su hija daba clase de piano con
la novia de mi tío, entonces ya todo fueron amabilidades,
ya no éramos dinamiteras…

Estuvimos en Zamora mes y medio, y como lo del hotel era
un dineral, mi madre buscó una casa para alquilar.
Alquilamos un chalet muy pequeñito que
era de la viuda de un cartero que le habían fusilado
al marido los nacionales
porque decía
que pasaba correspondencia al otro lado; había
quedado con una hija y nos la alquiló menos una
habitación para dormir ella y la hija. Fue donde
conocimos más de trato al obispo, que tenía
una sobrina casada con un primo segundo de mi madre. Nos
llamaba para ver si queríamos jugar con el al tresillo,
pero no fui porque me daba reparo. No sabía que
era tan falangista. Luego vino para Asturias y seguimos
el trato. Traté mucho a los canónigos de
Covadonga, porque siempre fui a pasar días allí;
y siempre me preguntaban cómo era el obispo que
había conocido en Zamora, querían saber.
Mi padre salió para La Coruña con su cuñado
y mi hermano el ventiuno de Octubre, y estuvo allí
quince días. Cuando estuvieron en Gijón,
nos avisaron. A mediados de Noviembre diluviaba.

Don
está ahora Musical Tommy, había una fábrica
de monos, que primero había sido fábrica
de boinas vascas,
cuando yo tenía cuatro
o cinco años; dejaron de fabricarlas cuando se
dejaron de usar aquí. Era de Luis Alvarez Entrialgo.
Primero había estado ahí Basurto, Manolo
y Luis Basurto. Los Basurto decían a mi padre,
cuando tenía la fábrica de vidrio del Llano:
“don Luis, usted nos está haciendo a nosotros
millonarios y usted no va a juntar ni un millón
por culpa de los líos de los obreros”. Y papá
decía: “pues va a ser verdad”; y fue
verdad. Le compraban vidrio plano, que era lo que fabricaba;
luego, hizo botellas, y luego, vinieron las huelgas que
fue lo que le hizo suspender pagos.

La
tela para los monos la traían del País Vasco
y siguió vendiendo monos durante toda la guerra
y ganando dinerales. Juntaron una millonada de belarminos

y cuando ya vieron que iban a entrar las tropas nacionales,
compraron muebles y pusieron la casa nueva, gastaron todos
los belarminos y se plantaron en Zamora disparados. Seguramente
que como combayaban tanto con unos y con otros, tuvieron
un poco de miedo. Eran muy buena gente. Fueron los que
nos contaron los que habían matado aquí:
Villa, el médico, una gran persona, muy generoso
con la gente pobre; lo fusilaron aquí después
de caer Santander. El ventiséis de Agosto le mandamos
nosotros un carrete de hilo verde a la profesora que estaba
presa en el barco para que supiera que Santander ya estaba
con los nacionales; era la consigna, no podíamos
hablar con ella, pero sí mandarle comida.

Antes
de la guerra, en el verdadero Teatro Jovellanos, que era
del Ayuntamiento, era donde se celebraban los conciertos
de la Filarmónica. Se puede decir que era el único
espectáculo al que íbamos habitualmente,
mi hermano, desde los siete años. Entonces, cuando
llegaba un intérprete de pro: recuerdo a Rubinstein,
a Iturbe, a Shawuer, a Querol… Desfilaban por aquí
los primeros artístas del mundo. Si no se podían
pagar tres al mes, se pagaban dos o uno. A la hora de
tocar las campanas del Sagrado Corazón, que tocaban
un cuarto de hora entero, el artista cruzaba los brazos
delante del piano y esperaba que acabaran las campanas.
No sé si exagero con lo del cuarto de hora… eran
las campanas eléctricas, se tocaba un botón
y ¡hala!, ¡hala!, un ruido ensordecedor. Nos
decía que cómo era posible eso. Son los
jesuitas y tanto poder tenían.

La
madre de los Castiello venía de Peón a recoger
la ropa para lavar; la llevaba en un saco y la traía
a la semana siguiente. Es de la gente más buena
que he conocido yo.
Un día le preguntó
a mi madre si uno de sus hijos no podría venir
a estudiar a la Fundación Revillagigedo porque
quería ser mecánico. Mi madre se lo arregló
porque tenía allí un sobrino, Manuel Llanos
Menéndez, que era perito industrial, que fue el
que hizo y conservó el plano inclinado del Langreo;
Revillagigedo eran los jesuitas. Uno de los hijos se hizo
de los sindicatos y se lo contó a mi madre. Los
nacionales fuera a buscarle a casa: se llevaron al abuelo
viejo, a la madre, quisieron violar a las hijas, tuvieron
que escapar, se esparcieron todos; habían tenido
guardado al cura todo el tiempo; cuando se liberó
esto, para ellos vino el infierno; el cura hizo lo que
pudo y no pudo nada. Ella venía continuamente a
vernos y a decirnos lo que estaba pasando. Se marcharon
a los montes y yo ya no supe más. Pero muchos años
más tarde, yo fui a dar a Galicia casada y un marido
de una sobrina era militar y de la Guardia Civil; y un
día la cocinera dijo, “¡uy! el señorito
de casa si que gana dinero, porque recibe un sobre de
la soldada y otro sobre de los servicios especiales de
los fugados por los montes de Asturias y León;
le pagaban entonces doce mil pesetas más.

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